Con mirada parisina. Un dandy francés recomienda lo mejor de Buenos Aires, desde restaurantes, paseos culturales y hasta dónde comprar botas
Clément le Coz reúne en su primera obra Mi vida en Buenos Aires el mundo estético que encuentra en su ciudad de acogida
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Escritor y productor cultural, fundador de Tamada, un emprendimiento que ayuda a extranjeros a reubicarse en nuestro país, y líder de LCC, una consultora para marcas de lujo, Clément le Coz en su primer libro, Ma vie à Buenos Aires, ha intentado recrear al clásico dandy francés, atractivo, con resplandor en la sonrisa, portador de una aparente sencillez, pero densidad profunda y estilo cercano. Ese es el espíritu de este inmigrante parisino que escarbó en la ciudad con la hondura culta de un artesano en la raíz misma del ser porteño (y aledaños).
Radicado en la Argentina desde hace 10 años, su libro es una consecuencia natural de sus andanzas, atravesadas por una lente que le ha puesto glamour a lugares chic y los personajes que forman parte de la escena cultural, estética y poética de la ciudad. Clément logra con soltura aplicar el gusto curado de un francés, que aplicó el cernidor del ojo bien entrenado para lanzar recomendaciones culinarias, elegir una bota cómoda y eterna, detectar la virtud de un buen libro y aprender los modismos del lunfardo que acompañan la vida de amigos y asado. De la mano de elecciones afines a su garbo, le Coz se codea en imagen y texto con el chef Francis Mallmann, el aroma inventado por Julian Bedel, el alma del asado nacional: Pablo Rivero o el embajador Archibaldo Lanús.
Su libro, curado a través del ojo de un parisino, está escrito en inglés y “pensado para el extranjero que quiere conocer Buenos Aires a través de la experiecia de otro extranjero que ya conoce muy bien la ciudad. Mi mujer, porteña, dice que conozco la ciudad mejor que ella”. Justamente junto a su mujer y su hija planea crear una marca de ropa en París, con producción italina y con prendas de inspiración argentina.
El origen nómade proviene de sus abuelos. Mimi y Mino, vivieron en Côte d’Ivoire, Sénégal, Madagascar y EE.UU, reuniendo experiencias por más de 35 años. Ellos aportaron la trashumancia física. Sin embargo, el viaje espiritual es crédito de su abuelo Remi, sociólogo y etnólogo, quien trabajaba como profesor en la Universidad en Northwestern, Estados Unidos. También cumplió tareas como investigador para el Banco Mundial. “En el momento expatriarse -relata Clément- la experiencia era un gran desafío porque no contaban con la información a la que tenemos acceso hoy. ¡Era una aventura de verdad!”
Pero la dificultad no era barrera. En la casa de sus abuelos, en París, hay un eclecticismo propio del amor por el viaje con sustancia. No se trata de la acumulación de souvenirs, sino de esa memorabilia que entró fuerte en el sentir del trashumante. Máscaras africanas en las escaleras, espejos esculpidos en Madagascar y grabados provenientes de su casa de Chicago realizados por una de sus abuelas, artista. Los cuentos de su expatriación eran relatados con la mirada quijotesca de Cervantes, el espíritu curioso de Marco Polo y la inquietud científica de Lord Carnarvon, el mecenas del descubrimiento de las Pirámides de Egipto. “De niño -recuerda- me dieron el impulso y las ganas de descubrir también por mi lado otro continente”.
En Francia toda su generación creció con la figura icónica del Che Guevara en la ideología y Julio Cortázar en la poética. Más alla del mensaje político del primero y la lectura personal del segundo, Clément asegura que “éramos muchos los que, por entonces, soñábamos con comprarnos La Poderosa y recorrer América latina. Creo que por eso elegí Buenos Aires. Mi abuelo siempre me comentó que soñaba con conocer esta ciudad, un lugar importante a nivel mundial para las ciencias sociales. Se emocionó mucho cuando le regalé este libro sobre mis años en Buenos Aires hace poco”.
El primer amor (con la ciudad)
Eran tiempos de ensoñación con un “hacerse la América” más moderno. En su momento, tenía una novia francesa que había venido a participar de un programa de equinoterapia en Córdoba por unos meses. Juntos decidieron organizar un viaje turístico por Argentina. Fue por entonces que el amor a primera vista tuvo lugar. Recorrieron Buenos Aires, Iguazú, Salta, San Juan y Mendoza. “Ahí me enamoré de la ciudad porteña -recuerda con nostalgia de tango-. Estaba fascinado por la desmesura de las avenidas como la 9 de Julio o del Libertador. Soy parisino, por tanto, una persona muy urbana. Me atraen las grandes urbes”.
Ese desparramo de cantidad lo convocó a nuestro Champs-Élysées de cabotaje como emblema de la inmensidad, la grandeza del terreno y la escala grandilocuente de una ciudad mestiza con riquezas inabarcables. Pero para cuajar su amor, hubo que perder otros. “Cuando en junio de 2011 corte con mi novia francesa en Nueva York, lugar donde pensé en quedarme a vivir, cambié el plan que tenía y no dudé en mudarme a Buenos Aires. Llegué en noviembre de ese año. En junio de 2016, conocí a Justina, mi mujer y madre de nuestra hija Cósima”.
Fue en ese tiempo que el libro comenzó a tener lugar. Fue dándose sin darse cuenta. Con la experiencia vívida del andar poco presuroso gozador de la ciudad. Es curiosa la valoración de Buenos Aires por sobre París que experimenta le Coz. Un efecto que queda escrito en la letra chica de su obra. “Sería absurdo decir que me cansé del río Sena, de las avenidas de Haussmann y de Notre Dame -desnuda en una posible explicación-. Pero hay una realidad: a los parisinos nos encanta París, pero claramente no la miramos ni vivimos exactamente como lo hace un extranjero. Creo que solo uno de cada diez parisinos subió a la Torre Eiffel alguna vez. Es el monumento de París más nombrado por los extranjeros. Yo soñaba con otra cosa, necesitaba vivir mi propia aventura y que, además, se diera bien lejos de París para que no haya vuelta atrás. No quería ir a Londres como hicieron varios amigos”.
Cuando llegó a Buenos Aires para instalarse, aquel noviembre del 2011 le pasó lo que a un reciente enamorado: encontraba cada rincón de la ciudad muy encantador. “Soy consciente de que jugaba la magia de descubrir algo por primera vez reconoce-. Pero la realidad es que la ciudad ofrece mucho. Las diversidades arquitectónicas, gastronómicas y culturales la ubican entre las metrópolis de primera línea a nivel internacional. Lo paradójico es que para un parisino la ciudad es, por un lado, muy cercana. Por ejemplo, el pasaje Rivarola en el viejo centro porteño es una réplica de una calle parisina. También ocurre algo parecido con el Palacio Estrugamou en la calle Juncal, que tiene todos los elementos del academicismo galo que uno va encontrando en las fachadas parisinas. Las luminarias antiguas de la calle Arroyo me recuerdan los faroles de la Place de la Concorde”.
El conjunto de cierta cercanía, de un lenguaje visual comprensible; añadido a la sorpresa del rejunte inesperado que deja atónito al paseante que encuentra a su paso algo de Madrid, un trocito de Barcelona, toques de Medio Oriente, aromas italianos, experiencias orientales; todo esto mixturado con la brocha porteño gauchesca que tanto pincela Buenos Aires. “Eso también me conmovió: el exotismo de esta ciudad -continúa-. Me deslumbro con la caligrafía en las letras de los ascensores o de los edificios art decó, como ocurre con el Kavanagh. Me tomo el tiempo de observar las vetas del mármol de travertino sobre los muros de la planta baja de los edificios racionalistas, los antiguos carteles de precios en los locales a la calle (como el de la tintorería Russell) o el diseño fileteado de los alegres colectivos porteños. Me gusta eso que en París a veces uno no encuentra: la euforia, los gritos, las lágrimas que se escuchan desde mi departamento cuando se juega el superclásico Boca-River”.
La sutileza parisina aquí desborda el vaso con la espuma de la pasión nacional. Esa belleza elegante que delinea el escenario, bajo la luz de la intensidad italiana que los porteños exudan, conforman un plato más interesante para degustar. “Es fascinante ver el rescate que se hizo de los viejos bodegones como Los Galgos o La Roma del Abasto -elogia-. Disfruto sentarme a comer un plato tan simple como una milanesa napolitana hecho a la perfección como lo hacen en el Preferido de Palermo”.
El amor se transforma con los años
Después del deslumbramiento de lo concreto, ganó terreno lo abstracto. “Lo que más rescato de Buenos Aires es su dimensión social. En el libro, a través de la colaboración de amigos y conocidos, quise poner el enfoque en la calidez genuina de los porteños. Este sentimiento lo vivo desde que pise Ezeiza. Descubrí la importancia del abrazo, el vigor de la buena onda y la placidez del porteño ante la improvisación de un asado a último momento”. Todas estas miradas hacia la Reina del Plata le devolvieron una reinterpretación más audaz de su propia París. “Luego de 10 años afuera, la veo con otros ojos. Tengo algo de nostalgia. Extraño las terrazas con vista al movimiento de la calle -esa famosa postal del París de Haussmann-, los mostradores de tortas de las boulangeries y pâtisseries, la propuesta vanguardista del Bon Marché, las caminatas por los puentes del rio Sena cuando termina la noche, las quejas de los locales alrededor de una copa de vino en el bar germanopratino La Palette, el paseo de compras por los “marchés” del domingo…”
En el inconsciente urbano, muchas veces se cree que los turistas aprecian más una ciudad que sus propios habitantes. En esto coincide Clément: “Creo que les pasa un poco eso a los porteños. Cuando yo estoy ansioso por ir a recorrer la avenida Diagonal Norte o la avenida de Mayo en pleno día, los porteños no ven la hora de salir de la ciudad. Cuando me mude a dos cuadras de la plaza de Mayo, creo que muchos locales no entendían mi elección ¿Cuál era el concepto de mudarse al epicentro de la locura? Pero cuando los invitaba al departamento ubicado en un edificio centenario, encontraban, finalmente, toda la gracia y el propósito de vivir en un lugar céntrico”.
Este conserje francés de Buenos Aires, a lo largo de sus 10 años en el “cargo”, cumplió con creces la tarea: “Reconcilié varios amigos y conocidos porteños con su ciudad sugiriendo los programas culturales como un concierto de Jazz en Thelonious, una obra de teatro en Timbre 4, una copa de vino en la Cava Jufre, un remate en Verga Hermanos o en Sarachaga o un paseo de compras por locales textiles icónicos como Aux Charpentiers, Maidana o Correa -desgrana tentador-. Cada ciudad del mundo tiene lo suyo. Uno no encontrará la misma impronta en Buenos Aires, París, New York o Londres. La porteña tiene mucho para destacarse porque sus actores culturales, gastronómicos, artísticos no quieren imitar a alguien que no son. Deslumbra su identidad única, exclusiva, consciente y algo orgullosa de sí misma”.
No todo es oro en este brillo del amanecer que recorta las torres de Puerto Madero o que tiñe de naranja furibundo el cielo del oeste cuando atardece. Cuando este espíritu pilchero que lo habita se vistió cómo un dandy para salir y sin querer pisó una baldosa rota que le imprimió un rosario por todo el zapato y el pantalón la bella Buenos Aires mostró una cara oscura.
“Con el tiempo, aprendí a reconocer estas famosas baldosas peligrosas y si todavía, por mala suerte, piso una, está siempre el segundo look esperándome en casa”, se divierte Clément. Pero tampoco lo divierte “cuando salge a pasear sin efectivo y de repente se para a comprar un café, y no le aceptan la tarjeta de crédito porque se cayo el sistema. “En París, en cambio, no me aceptan el efectivo -se ríe-. En estas situaciones, por suerte, siempre existe un alma caritativa que acepta que le transfiera la plata y a cambio me da efectivo. Eso también es Buenos Aires. Pero tampoco le gusta mucho la capital de las dos fundaciones. “Cuando llego a hacer un trámite y siempre me falte un papel para completarlo. O cuando le digo al taxista una dirección y me pide la esquina a la que voy, la cual no conozco porque nunca fui al lugar o cuando llega de forma muy repentina el diluvio y me olvidé el paraguas en casa”, aunque de esto, estimado Clément, si parecía que no teníamos la culpa, tendrás que investigar la historia de Juan Baigorri, el argentino que hacía llover.
Contigo pan y cebolla
Este nómade redimido ofrece en su obra recomendaciones amables y no necesariamente costosas. Hay algo en él de un bon vivant que sabe lo que elige y que no se deja llevar por el precio. “Esa es una idea que podría resumir el libro -afirma-. Debo confesar que me costó tanto encontrar mi propio camino que tengo una fascinación sin equivalente para la gente aplicada y plenamente dedicada a un oficio de toda la vida. Del fabricante de zapatos, del creador de ramos, del hacedor de pan… y hasta del dueño de la tintorería. Son todos actores de la vida cotidiana porteña que me dieron alegría a lo largo de estos 10 años. Son parte del paisaje del lo que yo defino como lujo porteño. Personas enamoradas de su trabajo, que siempre tratan de mejorar su savoir-faire. Soy amante del buen trato de los objetos, del cuidado de la ropa y de la buena asociación de los alimentos. La lista que armé es el fruto de encuentros afortunados y de recorridos sin objetivos que me llevaban a conocer oficios. También, fue un camino de pruebas y errores hasta descubrir una joya. Disfruté mucho ese proceso e intenté formalizar una lista en mi obra como una inspiración para iniciar tu propia senda”.
La gastronomía tiene, entre los porteños, una ceremonia esencial. Juntarse, es hacerlo frente a un buen plato. Grande, pequeño, en el bar, en la parrilla, la pizzería o en casa. Armando entre todos una mesa pantagruélica que se inicia en el post desayuno y puede morir en la cena del domingo recalentando los huesitos del asado. “Desde chico, mamá nos cocina de todo -rememora-. Cada plato que nos prepara es un viaje. Un poco como en el arte, un rincón culinario debe tener tanto honestidad como autenticidad. Por un lado, la legitimidad está en la propuesta gastronómica. Marina Bissone, fundadora de Farinelli, nos transmite a diario el amor por la cocina tradicional argentina. Personalizó las recetas más famosas del país gracias a un paladar firme que fue desarrollando a lo largo de sus viajes culinarios con su padre, otro amante de la buena cocina. Por otro lado, la autenticidad reside en la ambientación. Cuando entro en Dada bistró de Paulo Orcorchuk, es como si lo hiciera a la casa de un amigo desbordante de souvenirs. Cada objeto, cada cuadro, cada luminaria tiene su historia. No hay dos lugares como Dada. Es un sitio con mucha alma”.
La “francophilie” se traduce por el acto de disfrutar cualquier elemento de la cultura francesa. Es un sentimiento que le Coz dice haber descubierto viviendo afuera de su país. Según él, los porteños son francófilos. “Hay una frase famosa de Borges que dice que el argentino es un italiano que habla español, piensa en francés y querría ser inglés. Esta ironía porteña resume bien el contraste entre la vida que tiene el local y la que quiere tener. Nutre una especie de insatisfacción crónica ante el destino diario. Creo que le pasa algo parecido al parisino en París. Vivir en Buenos Aires es vivir la Commedia dell’Arte todos los días. Los porteños son grandes actores. Tanto el encargado de una ferretería como el dueño de un restaurante son personajes de teatro. Aunque sea muy quejoso, es un gran epicúreo. Estoy seguro de que si el porteño no fuese un poco soñador, la ciudad no tendría todo el encanto que le encuentro”.