Cómo Sevilla atrae multitudes con una celebración inalterable desde 1846 y festejos súper exclusivos
Con bailes flamencos, vestidos típicos, carruajes decorados y casetas para privilegiados, el encuentro recibe a miles de personas
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¿Conocés a alguien? La Feria es muy tradicional. Las casetas son privadas. Hay que tener llegada a la gente correcta”. ¿Casetas? ¿Contactos? Para qué, si lo único que quiero es sumergirme en el corazón del flamenco, los caballos y las tradiciones andaluzas. La feria es la experiencia perfecta para reunir tres de mis grandes pasiones.
Sin embargo, las pocas, poquísimas, amigas que estuvieron en la Feria de Abril en Sevilla insisten en la importancia “de conocer a alguien” y vestirme de flamenca: “Es un evento donde las tradiciones se respetan a rajatabla. No creas que es un evento turístico. La Feria tiene sentido de pertenencia y respeto a las costumbres“, me insiste Paz, que lo aprendió de sus primos sevillanos.
Volé a España dos días antes de la apertura de la feria, con ansiedad, sin vestido de flamenca y los cuatro teléfonos de familias sevillanas con vínculos en la Argentina.
Veamos un poco de contexto: la feria nace en abril de 1846, por aquel entonces en las tierras del Prado de San Sebastián. En aquella época era un evento ganadero y rural, donde se exhibían los mejores animales, de la misma manera que se hace en nuestra Rural de Palermo. En el pasado funcionaba para la compra y venta de ganado. La duración era de tres días y se hacía anualmente.
En aquella primera edición, el éxito fue tan rotundo que los organizadores pidieron mayor presencia de autoridad, debido a que “los sevillanos y sevillanas, con sus cantes y bailes, dificultan la realización de los negocios”. Es que el sevillano es alegre, social, cálido, tradicionalista y amante de las noches largas y animadas. En aquella primera edición hubo 19 casetas y se estableció un acuerdo tácito de costumbres que se respetan hasta el día de hoy.
¿Pero qué son las casetas? Imaginemos una suerte de carpas o establos, donde se reúnen las mejores familias andaluzas, criadoras de animales o productoras de la región. Hoy las casetas son el elemento más importante de la feria. Al principio se instalaban de modo caótico. En 1919, el artista Gustavo Bacarisas logró instaurar una uniformidad en el estilo, que se mantiene hasta hoy.
Coloridas, a rayas, con nombres, con decoración, barras, menúes, servicios, personal de seguridad y shows de flamenco. Son minifiestas dentro de una gran fiesta. Las casetas suman hoy 1052, la inmensa mayoría privadas y con un sistema de socios vigente desde hace 177 años. Una tradición que se hereda y es inquebrantable. No hay dinero que compre una caseta o una categoría de socio. Ya no hay lugar físico para agregar casetas, y para ingresar en alguna como socio es necesario esperar que otro se dé de baja. La lista de espera es inmensa. “Muchos nuevos ricos –me comenta una socia veterana– quieren pertenecer a toda costa”.
La feria nació en abril de 1846, en las tierras del Prado de San Sebastián, como un evento ganadero y rural
El primer día en Sevilla, mi app de seguimiento de pasos me da un balance de 17,8 kilómetros caminados. Desde mi hotel en el centro histórico, atravesé mil callecitas angostas, la catedral, el alcázar, saqué una foto del Hotel Alfonso III, caminé a la vera del río Guadalquivir hasta Triana (pasando frente a la plaza de toros de La Maestranza) y de allí al barrio Los Remedios y hasta la puerta misma donde la siguiente noche inauguraría oficialmente la feria.
La ciudad vibra con la fuerza y la intensidad del taconeo en un tablao. Los balcones están tapizados de banderas con letras de sevillanas. El magnetismo de la ciudad me envuelve en la necesidad de “pertenecer” urgente a esa comunidad en modo feria.
La calle está tomada por una multitud de mujeres comprando flores y vestidos de último momento, hombres llevando sus trajes del sastre a casa, y en las conversaciones de bares, veredas y locales sólo se hablaba “de la feria”.
Entro en una tradicional tienda de flores y consulto por un tocado de sevillana. Vestirme de flamenca no es una opción, no creo poder llevarlo con dignidad. Pero las flores en la cabeza pueden funcionar. “Hay que ir elegante, como para un gran evento”, me comenta Pedro, un sevillano amigo de mi familia. “‘¡Debe usar un tocado de claveles rojos! –me ordena la vendedora–. Es la flor que se va a usar este año”. La tradición manda.
El 22 de abril me voy hasta El Prado, donde compiten los coches de caballo que el 23 desfilarán por la feria. Se escuchan los trotes sobre el asfalto, y los cascabeles y borlas de las cabezadas y arneses de las jardineras (carros) de mulas. Con los coches lustrados, los caballos decorados y sus choferes y pasajeros en vestimentas típicas, la competencia evalúa pruebas de manejo, de tiempo y de elegancia entre las avenidas arboladas de la Plaza España.
Concluye en una pista especial en El Prado sobre tribunas elegantísimas. Esperando su turno, los 90 coches rodean un restaurante donde almuerza la crema y nata de Sevilla. Ahí me espera Pedro, un amigo portugués que participaba por primera vez. Vestido de traje y galera, con un faetón tirado por un frisón holandés zaino oscuro. “Hubo pruebas muy difíciles –comenta–, y los caballos están cansados y muertos de calor”.
El despliegue de coches y caballos es un cuadro extraordinario de la tradición sostenida a la perfección, hasta el más mínimo detalle. Viniendo de una familia apasionada por el tema, con miembros fundadores del Club Argentino de Carruajes, aquello supera mis expectativas (que ya venían altas).
"Los trajes son un acontecimiento que se prepara durante meses. Todas quieren tener el mejor vestido, el toque diferente, algo que las destaque"
Veo coches clásicos elegantísimos anteriores a 1945, de diversos estilos, tirados por petisos, por caballos españoles, lusitanos, árabe-frisones, y las jardineras tiradas por cuatro mulas. Entre sus propietarios están algunos miembros periféricos de la nobleza española, como los marqueses de Cañada. Y tradiciones familias andaluzas como los Domeq, los Barroso y los Contreras.
De El Prado paso por La Estrella, antiguo bar sevillano, a tomar un fino en la barra. Fue ahí donde me entero de que había una bebida tradicional de la feria, el rebujito. Una mezcla de vino de manzanilla con Sprite y hielo. Con los calores sevillanos se bebe como agua a pesar de las consecuencias de una horrible resaca. Confieso que no me apasionó. Pero, de nuevo: la tradición es la tradición.
“Pan y circo”
La noche de apertura me invitan al clásico “pescaíto”, una comida de parientes y amigos, reservada exclusivamente a los socios de casetas. Los de la Serna, antiguos productores de olivos (el monocultivo de la zona), son familia numerosa y tradicional. Me siento como en Buenos Aires, con el típico caos familiar, las risas de los chicos, los perros, la picada de quesos y jamones, las bandejas de pescado frito y las jarras de rebujito.
A la medianoche salimos rumbo a la feria, para la gran apertura. Caminamos dos cuadras en medio de una marea humana hacia la misma dirección: el portal de la Feria de Abril de Sevilla 2023. Es la primera edición de nueve días en vez de los clásicos seis. “¡La gente quiere pan y circo! Es la semana menos productiva de Sevilla –protesta el socio de una caseta–. Nadie trabaja. Es imposible. Las noches se convierten en madrugadas y así, cada día. No hay cuerpo que aguante”.
Con esa intensidad la feria va a recibir unas 500.000 personas por día (la gran mayoría de Andalucía), se van a tomar unos dos millones de litros de cerveza y 1,6 millones de botellas de vino. Los litros de rebujito no los puede contar ni el mejor estadista.
Lo que se conoce como el Real de la Feria, tiene 275.000 metros cuadrados distribuidos entre 25 manzanas y 15 calles sobre las cuales se instalan las casetas. Toda esa infraestructura se arma y se desarma todos los años. En los bordes de la feria están repartidas las casetas públicas o menos privilegiadas. En el centro de la feria están las más deseadas. Las hay súper conservadoras, o familiares, de empresas tradicionales o exclusivas como la Pascual Marquez 177, que, en palabras de mis amigos, “es la versión del Jockey Club en la Argentina”.
Con los De la Serna y otros acompañantes entramos por la calle central de la feria, directo a la caseta de los Ybarra, familia productora de famosas salsas. Todos bailan en un pintoresco caos de brazos en alto y manos como abanicos. ¡Sevilla es una fiesta!
Varias casetas, rebujitos y shows de flamenco más tarde, decido dar la noche por terminada. Son las tres de la mañana y el ánimo general es de “esto recién empieza”. Mis nuevas amigas españolas balbucean, y yo brindo (¡en España!) al grito de cheers en vez de ¡salú!. Buen momento para retirarse.
Al día siguiente, como preludio de la feria, el Real Club de Enganches de Andalucía organiza la tradicional Exhibición de Carruajes en la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería (prueben decirlo rápido). La Unidad de Caballería de la Policía Nacional, institución invitada, abre el espectáculo con un desfile y una exhibición de doma clásica. En el ruedo maestrante admiré coches de caballos con guarniciones a la calesera y la inglesa con cocheros y lacayos vestidos a la perfección, mujeres y niñas en la tradicional mantilla española o vestidas de flamenca.
Abanicos al sol
Este espectáculo colorido, de tradición y arte, es, sin duda, la mayor concentración de carruajes del mundo tanto en cantidad como en calidad. Participan coches de Sevilla, del resto de Andalucía, de España, y de Portugal y Chile. Confieso que se me caen lágrimas de emoción. La energía, los gritos y aplausos, los abanicos batientes al rayo del sol, la propia plaza de toros, las galas de los hombres, las mantillas y las peinetas de las mujeres. Es un extraordinario espectáculo donde las tradiciones son protagonistas.
De allí camino sin escalas hasta Los Remedios, directo a la feria. La única opción es caminar. Es la experiencia inmersiva la que hace la diferencia. Caminar entre la multitud de mujeres y niñas en trajes flamencos, hombres elegantes, algunos cantando sevillanas en el camino, mientras otros van apurados por llegar.
Tengo invitaciones a diversas casetas. Pero el primer impacto es en el arco de entrada. Los caballos andaluces mezclados entre infinitas mujeres en trajes tradicionales, todos posando para su “foto de feria” en Instagram.
“Los trajes son un acontecimiento que se prepara durante meses –me cuenta la espléndida de Marta Benjumea–. Todas quieren tener el mejor vestido, el toque diferente, algo que las destaque”. Es un espectáculo cautivante que trato de grabar para siempre en mi memoria. No hay ni habrá foto o video que le haga justicia a esa multitud de colores, corceles y galas. Seguramente la revista ¡Hola! de España tenga un resumen de “las mejor vestidas”.
Una vez dentro, el espectáculo es interminable: caballos espectaculares con jinetes y amazonas, carruajes, gente glamorosa y perfumada, todos amontonados en un lento desfile entre las calles de la feria. Pintorescos. Presumidos. Perfectos. Elegancia que se va desfigurando (apenas) con el pasar de las horas, a fuerza de rebujitos, finos y tintos de verano, con los caballos y trajes sudados por los 37 grados de calor.
Mientras tanto, dentro de las casetas se bebe, se baila y se charla. Me animo a unas sevillanas y me felicitan. Nos sacamos fotos. Le robamos el micrófono a un cantaor. Comemos tapas “porque hay que mantener el estómago lleno entre tragos”. Hasta que toca irse a otra caseta y seguir. Como una eterna calesita, se repite el desfile afuera y se repite la fiesta dentro de las casetas, hasta las cinco o seis de la mañana. Cada día, durante días.