Cómo es el libro del director de Charlie Hebdo sobre la masacre de 2015
Aquí, dos capítulos de Un minuto cuarenta y nueve segundos, el libro en el que Riss, entre otras cosas, recuerda el atentado perpetrado contra la revista francesa
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7 de enero de 2016, 11 horas
Los meses de enero serán por siempre fríos y grises. Cuando llega esa época del año, alguno de nosotros se encierra en su casa, o vuelan lejos de Francia, en busca de otro cielo, más azul, más amarillo, más verde o más violeta. No importa el color con tal de que no sea del mismo gris que la rue Nicolas Appert. Ese gris que dura todo el día y es el mismo a las 10 de la mañana, a las 14 o las 17 horas. Un gris que nubla tus puntos de referencia y te extravía tanto que ya ni sabes si te quedan por delante doce horas o sesenta minutos por vivir.
Recién tres años después del atentado, me dediqué a recorrer los noticieros del 7 de enero, que me había negado a ver en directo, pero habían quedado archivados para siempre en los intestinos de internet. Con treinta y seis meses de retraso, descubrí las imágenes filmadas de esas dos siluetas negras frente al edificio que fue nuestra madriguera y del que fuimos echados tras ser cazados y despedazados como presas bajo los colmillos de sus depredadores.
Su auto está estacionado frente a la puerta de entrada que yo atravesaba casi todos los días para acceder a nuestro refugio. La discreta callejuela por la que me gustaba pasar para llegar a la revista está abarrotada de vehículos cuyos pasajeros poseen armas de fuego que por momentos hacen retumbar. Luego llegan ambulancias de colores, perdidas en medio de una multitud de gente que viene a rescatarnos. Esas imágenes que no conocía penetran en mi mente, contaminando esos preciados recuerdos que desde hacía tres años protegía con todas mis fuerzas de la mirada ajena.
Hoy se desarrolla la primera ceremonia de conmemoración del 7 de enero. En el lugar exacto donde estaba estacionado el vehículo de nuestros asesinos. Unas etiquetas pegadas sobre el suelo gris de esa calle sin alma le indican a cada uno su sitio. El del presidente de la República, el de la alcaldesa de París, el del prefecto y el de los miembros de la revista. El protocolo nos ha puesto en el lugar de nuestros asesinos. El mismo sitio, la misma calle, el mismo frío que aquel 7 de enero. Idéntico al que sentí sobre mi pecho cuando la camilla en la que me habían alzado me transportó a esa vereda por la que había caminado dos horas antes; unos instantes después, me subieron a una ambulancia. Todo parece dispuesto para repetir la escena. Como si fuéramos extras de nuestra propia vida.
Una placa, colocada lo bastante alto sobre la fachada del edificio de nuestras antiguas oficinas acaso para evitar ser vandalizada, anuncia los nombres de las víctimas. Como en el caso de los alumnos convertidos en soldados y caídos durante la guerra de 1914, cuyos apellidos estaban grabados en el patio interior de mi escuela, hay que levantar la cabeza para leer los nombres de nuestros amigos. Ahora nos miran desde lo alto y nos cuidan.
La ceremonia puede comenzar. Su misión es oficializar la memoria pública mientras la nuestra se esconde entre los meandros de nuestro cerebro, asustada de la manera en que el mundo la juzga. Desde el primer día, recibió la orden de no olvidar nada. Sin ruido ni coronas de flores. Durante un minuto nos quedamos inmóviles mientras retumban en nuestros recuerdos los disparos realizados ahí mismo. Depositamos un triste ramo de flores en el lugar de la vereda donde los asesinos se tomaron el tiempo de cambiar el cargador de sus armas antes de meterse en su auto y desaparecer.
Aquel año nos hicieron una extraña propuesta. Visitar los locales totalmente renovados de lo que fue nuestra revista. Dubitativo, el grupito de familias de las víctimas trepó los mismos escalones que sus parientes, heridos o muertos, habían recorrido en sentido inverso aquel miércoles de enero. Me reencuentro así con los pasillos oscuros del edificio y esos horribles ladrillos de las paredes que pretendían darle un aspecto rústico.
La puerta de entrada de nuestras antiguas oficinas se alza delante de nosotros. El encargado del edificio la abre. En medio de un silencio monacal apenas perturbado por el zumbido de los murmullos, penetramos lentamente en el lugar de la matanza como se entra en una sala funeraria para visitar a un difunto. Todo lo que había ha sido desarmado. Solo quedan las columnas del edificio. Los paneles que separaban nuestras oficinas han desaparecido. A pesar de esa despiadada remodelación, los sigo viendo como si los tuviera delante. Y adivino en el suelo la posición de las víctimas. Las familias, preocupadas ante la idea de pisar la escena del crimen, se aglutinan unas contra otras. Una silueta se me acerca y, como si hablara con un párroco, me pregunta en voz baja: “¿Dónde estaba?”. Dónde estaba el lugar exacto en el que su ser querido perdió la vida.
¿Dónde? No sé qué contestarle. De pronto creo revivir aquel momento, muchos años antes, en que una viuda me había implorado que la llevase a la morgue a ver a su difunto esposo. Dudé un instante, pero se trataba de su marido y no me parecía tener ni el derecho ni la fuerza de privarla de eso. La escena se repetía. A ese familiar de una víctima del 7 de enero, ¿cómo podía negarle mi ayuda? Ese día, nuestra pequeña revista se vio transformada en morgue y, como aquella vez, me resigné a satisfacer aquel pedido. Por más que alrededor nuestro no hubiera más que un gran vacío, yo estaba en condiciones de mostrar lo que acababan de pedirme. En voz baja, le indiqué dónde mirar. Sin embargo, ya no había nada para ver, salvo las paredes vueltas a pintar y un nuevo revestimiento en el suelo.
Los minutos se volvían largos, cada vez más densos. Sin apuro, sin ruido, como si temieran despertar a los difuntos, los visitantes se retiraban. La pesada puerta que sellaba la entrada se cerró detrás de nosotros.
MAHOMA… HOY
Honoré era un gran caballero de aspecto amargado pero que sonreía ante la menor broma. Su bigote generoso le daba una apariencia del siglo xix cuando era de la generación de Mayo del 68. Había nacido en Vichy y le gustaba contar que su madre lo paseaba cerca del Hôtel du Parc donde estaba instalado el gobierno del mariscal Pétain. “¿Quizás me crucé con el mariscal en mi cochecito con mi madre?”, decía con una sonrisa sarcástica.
En sus dibujos, el humor estaba hecho a su imagen y semejanza: no había que confiar demasiado en las apariencias. Detrás de la elegancia de su trazo, se ocultaba siempre una pizca de ironía. Su estilo clásico era seductor y menos agresivo que el de otros dibujantes de Charlie. Pero era un truco para atrapar al lector, invitándolo a ser menos desconfiado. Muchas veces, Honoré recreaba imágenes de la actualidad y ponía en boca de los políticos diálogos cínicos que revelaban su verdadero pensamiento, lejos de su habitual discurso acartonado. Uno de sus dibujos, elegido para ser tapa de la revista, mostraba al presidente Chirac pavoneándose frente al Palacio del Elíseo. Pero Honoré había agregado un pequeño detalle: Chirac apuntaba su mano hacia el lector y con el dedo mayor levantado hacia el cielo le hacía un gesto insultante.
Su trazo grueso y negro podía hacernos pensar que grababa sus dibujos con un cincel sobre un bloque de madera, cuando en realidad utilizaba solo un banal marcador negro con el que llenaba las hojas blancas con croquis y esbozos durante las reuniones de redacción. Para nutrir su documentación, llevaba años recortando fotos de los diarios y clasificándolas en cajas. La llegada de internet no cambió en absoluto sus costumbres y, por la manera en que describía su departamento, parecía vivir en lo de un vendedor de libros usados repleto de recortes de prensa. Al igual que Cabu, era un enamorado de la prensa en papel. Nos contaba el horror que había sentido una noche al descubrir en un contenedor de basura, como un niño abandonado envuelto en sus mantillas, pilas de diarios de la época de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo podía alguien tirar semejantes tesoros?
Honoré estaba siempre muy sereno, pero si la conversación se ponía difícil en la reunión de redacción, podía alzar el tono y hacer que su voz sobresaliera por encima de todas las demás. Surgido de esa generación que había sido formada por el dibujo sin palabras, publicaba regularmente en la revista Lire unos acertijos que demostraban su habilidad para hablarles a los lectores sin necesitar una sola palabra. Hoy día, la mayor parte de los dibujantes principiantes saturan sus dibujos con diálogos inútiles que ocultan su incapacidad para dominar el arte de “mostrar sin decir”. El dibujo sin palabras es el Rolls-Royce del dibujo humorístico. El idioma del dibujante es, antes que nada, el de la mirada, y cada dibujo debe transmitirle al lector tanto como las palabras.
Un miércoles, una joven dibujante se presentó en la revista para mostrarnos su trabajo. Ninguno de sus dibujos era convincente, y todos tenían el defecto de parlotear sin ton ni son. Para estar seguro, se los pasé a Honoré, que velozmente llegó a la misma conclusión. La muchacha se derrumbó al darse cuenta del abismo que debería atravesar antes de ser publicada alguna vez en Charlie Hebdo. Para reconfortarla, Honoré le contó que, cuando llevó por primera vez sus dibujos a una revista, él también estaba convencido de que eran excelentes. Muy pronto debió bajarse de la nube cuando el director artístico que los había examinado se los devolvió todos. Sin miramientos, le dijo al joven Honoré que su trabajo no era publicable y que, como suele decirse, tenía que “seguir trabajando y volver seis meses después”. Honoré le explicó a esa joven dibujante que ese director artístico le había hecho un gran favor diciéndole la verdad. Seis meses después, Honoré volvió tras haber retrabajado su estilo y sus ideas, y sus dibujos empezaron a ser aceptados. Esa historia ponía de relieve un problema que suele encontrarse en la prensa. Desde los comienzos de Honoré, algo había ido desapareciendo poco a poco de las redacciones: el director artístico. En principio había uno en todas las publicaciones, y él era el que decidía qué dibujos, ilustraciones o fotos merecían ser publicados. Al agravarse las dificultades financieras, el puesto de director artístico fue desapareciendo, y hoy día los dibujantes que recién empiezan ya no suelen tener a nadie a su lado para juzgar su trabajo y ayudarlos a progresar. Solo a los periodistas, que no entienden nada. De hecho, no hay nada peor que un periodista que cree tener una buena idea para un dibujo.
La decadencia de la prensa en papel arrastró en su caída a todos los que la fabricaban. Para los principiantes que éramos nosotros a comienzos de esos años noventa, la silueta alargada de Honoré nos recordaba una época en que los dibujantes e ilustradores trabajaban como artesanos y eran respetados como artistas.
En 2006, en el número de Charlie Hebdo en que habían sido publicadas las caricaturas danesas de Mahoma, Honoré había dibujado al profeta del islam. Le había puesto a su dibujo la leyenda siguiente: “¿Se puede representar a Mahoma… tal como se encuentra hoy día?”. Y se veía un cráneo y algunos huesos dispersos. Un dibujo perfecto. Tal vez uno de los mejores dibujos humorísticos sobre Mahoma. Irónico e indiscutible. Pero los fanáticos no podían soportar semejante desenfado. La única perfección que aceptan es la de Dios. Cuando proviene de los hombres, es sospechosa y solo sueñan con eliminarla. La sutileza de Honoré estaba por encima de sus capacidades.