Cobra Kai y Karate Kid. “La historia sigue siendo invencible”
Estrella de los años 80 en Karate Kid, Ralph Macchio cuenta por qué la serie Cobra Kai se convirtió en un fenómeno que une a padres e hijos frente a la pantalla
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Hay escenas que por su fuerza dramática son en sí mismas hitos de la cultura popular. Rocky Balboa coagulado por los golpes, exigiendo que le corten el párpado. Forrest Gump corriendo con su barba de homeless y una patrulla de feligreses mudos detrás. Terminator linchado prometiendo “I’ll Be Back”. Frodo y sus ojos desesperados cayendo al vacío en El Señor de los anillos. En Karate Kid, sin duda, la gran secuencia es la del final: Daniel LaRusso (Ralph Macchio) tomado de perfil, suspendido en una pierna y dibujando, con su cuerpo quebradizo, esa coreografía temblorosa, y un tanto anómala, llamada crane kick (la grulla). Una patada hacia la eternidad.
Desde 1984 hasta hoy, ¿Cuántas veces por mes, de promedio, la gente le pide que haga el crane kick?
Jajaja. Bueno, muchas veces sí, sobre todo en aquel momento de la película y en los años posteriores. Después, ya no, y en los últimos tres años, con la aparición de la serie, otra vez la gente volvió a pedírmela. Por supuesto, yo nunca usé el crane kick en la vida real.
Cuando se estrenó la película, ¿pensó que esa escena y esa toma se convertirían en un ícono cultural?
Recuerdo que cuando vi la película terminada por primera vez, que fue en un teatro de Nueva York, con invitados, un mes antes de su estreno, terminó la función y me di cuenta de que muchos de los que habían ido, tanto grandes como chicos, estaban haciendo el crane kick en el lobby del cine. Recuerdo que el productor de la película, el gran Jerry Weintraub, me apoyó la mano en el hombro y me dijo: “Oye, chico, yo creo que vamos a tener que hacer un par más de estas”.
Desde su casa en Nueva York, ciudad en la que vivió toda su vida, Ralph George Macchio Jr. (59) conversa con LA NACION revista y se exhibe tal como cualquiera se lo imagina: amable, atento, locuaz, con una memoria intacta. Macchio sonríe cuando le recordamos que hace unos meses las redes sociales se vieron sacudidas por un tweet de una chica argentina que aseguraba que su padre era Karate Kid, ya que, además de practicar artes marciales de joven, era muy parecido físicamente a Macchio. Signo de los tiempos, el mensaje llegó hasta el mismo actor, que se filmó saludando a su alter ego criollo. “Sí, lo recuerdo. Es en el único país del mundo en donde tengo un doble”, dice, simpático. De sangre napolitana, Macchio tiene un aspecto que parece refutar el calendario. Siempre fue así: pese a que en aquel entonces tenía 22 años, en Karate Kid personificó a un adolescente de no más de 13. Aún hoy, palpita en él un aire implacablemente juvenil, que no viene solo: a su generosa genética, Macchio le suma un estilo de vida sano y abundante ejercicio físico. “El necesario para mantenerme en estado. Mi trabajo me lo exige”, aclara.
Hola @Julifaita, @ralphmacchio vió tus tweets y tiene un mensaje para vos y para tu viejo 👇🏻 #CobraKaiArgento https://t.co/tWYnWNgvvW pic.twitter.com/2mkmxY1B0w
— CheNetflix (@CheNetflix) January 7, 2021
El año pasado, Macchio, que antes de filmar Karate Kid había trabajado bajo las órdenes de Francis Ford Coppola en Los Marginados, volvió a ponerse en la piel de Daniel LaRusso para protagonizar Cobra Kai, impensada, oblicua y exitosa secuela del film original, que ya va por su tercera temporada (la cuarta está en pleno rodaje) y que logró atrapar, con su arco narrativo, a por lo menos tres generaciones de fans. Cobra Kai se estrenó en 2018 en la plataforma YouTube Red, pero explotó tras su incorporación a Netflix en 2020.
De Balboa a LaRusso
Estrenada en 1984 con récord de recaudación (100 millones de dólares), Karate Kid fue dirigida por John G. Avildsen, quien ocho años antes había conocido la gloria por Rocky (Oscar a mejor película). El dato no es menor: son varias las coincidencias entre Rocky y Karate Kid. Ambos son dos relatos de superación: un hijo de inmigrantes de origen humilde que es entrenado por un hombre sabio que, con pocas herramientas, se enfrenta con el favorito y, luego de atravesar un camino de dificultades, lo vence agónicamente (en el caso de Rocky, empata, para luego sí ganar). “Sí, es cierto, hay muchos puntos de contacto entre ambas películas −dice Macchio−, y creo que tiene que ver además con la identificación del espectador, cualquiera sea su edad. Mirá, te voy a contar algo: entre las muchas ideas que escuché en estos años para que Karate Kid continuara, la más extravagante fue la de un productor que quería hacer una película en la que los hijos de Rocky y de Daniel LaRusso formaban, de algún modo que no entendí, un equipo”.
A propósito, ¿por qué después de tanto tiempo, y seguramente después de muchas propuestas, aceptó finalmente el proyecto de hacer Cobra Kai?
En primer lugar, los tres autores (Josh Heald, Jon Hurwitz y Hayden Schlossberg) son fans de Karate Kid. En segundo lugar, ellos encontraron un ángulo dentro del universo de Karate Kid con una perspectiva diferente y lo que querían era bucear en las zonas grises de la película y de los personajes. Eso fue el verdadero gancho para mí. Hasta ese entonces, Karate... tenía un concepto binario: bueno y malo, morocho y rubio, etcétera, etcétera. En Cobra Kai, en cambio, las lealtades son más difusas y pueden cambiar. Rendir homenaje a lo que significa Karate Kid para la cultura pop era importante, pero no menos importante era hacer una historia renovada para las nuevas generaciones. Y eso es lo que estas personas me convencieron de que podían hacer.
En la serie, el peso de la narración no solo cae sobre LaRusso, que tiene dos hijos y es un exitoso hombre de negocios, sino, e incluso en mayor proporción, sobre su némesis, el antaño despiadado Johnny Lawrence (William Zabka), para quien aquella patada del final (la grulla) significó su Waterloo personal, el fin de sus días felices. Ahora, Johnny es un electricista decadente y hasta entrañable al que lo acechan las deudas, el alcohol y la oscura melancolía de aquel tiempo, cuando era el príncipe maldito de su aldea. Maneja un Volvo rojo profanado por el tiempo y escucha glam metal ochentoso. Todo en él es anacrónico y desolador. Volver a las artes marciales, en particular a enseñar, hará que Johnny recupere la autoestima y que, por supuesto, vuelva a cruzarse en el camino de LaRusso, que también había colgado el kimono. En la tercera temporada, ambos han superado, en parte, las inquinas personales y hasta, por momentos, forman un impensado dúo dinámico. Hay flashes del pasado, por supuesto, pero la serie está lejos de ser un dispositivo que solo despide nostalgia.
Pero volvamos a Macchio, al actor. Desde Roger Moore (James Bond) hasta Adam West (Batman), las colinas de Hollywood están tapizadas de personajes que sucumbieron ante el intento de trascender el papel de los héroes que encarnaron. Aunque con matices, el caso de Macchio también es paradigmático. Además de ser una rara avis en Hollywood por seguir casado con Phyllis, su primera novia, tiene una carrera bastante atípica. Antes de Karate Kid ya estaba considerado una estrella emergente.
En Los marginados (1983), compartió protagónico con los que luego serían los mejores actores de su generación, entre ellos Tom Cruise, Emilio Estevez y Matt Dillon. ¿Cómo fue filmar bajo las órdenes de Coppola y con todos ellos?
Yo había leído el libro cuando estaba en séptimo grado. Fue el primer libro que leí por propio interés y me sentí identificado de inmediato con la historia, de manera que cuando oí que estaban audicionando para llevar el libro al cine, me dije que tenía que conseguir un papel. Era un sueño poder trabajar con Coppola, cuyas películas yo había visto al menos 25 veces. El primer día de audición, Coppola nos puso a todos en un solo salón para que interactuáramos entre nosotros, para ver si se generaba algún tipo de química. Yo, además, quería tener el rol que finalmente conseguí, que es el de Johnny Cade. Era la película más cool en la que se podía actuar en ese momento. Con los años, me seguí encontrando con Matt o con Emilio, o el resto. Fue de algún modo el despegue de nuestras carreras. Todos estuvimos bendecidos por estar en esa película.
Macchio, antes que nada, es un fan del cine. Asegura que fue a ver unas 70 veces (sí, 70) Toro salvaje, obra cumbre de Martin Scorsese. Por eso, cuando en la cresta de la ola por su rol en Karate Kid (1984) le ofrecieron hacer teatro en Broadway con Robert de Niro, el actor que había personificado a Jake LaMotta, no lo podía creer. En esa temporada, conoció a toda la pandilla neoyorkina que filmaría Buenos muchachos un tiempo después. Allí fue que le ofrecieron formar parte del elenco de Mi primo Vinny (1992), donde comparte cartel con otro gigante, Joe Pesci.
¿Cómo fue esa experiencia?
Muy rica. Yo no estaba entre las primeras opciones para el papel, así que fue un gran desafío para mí. Mi primo Vinny es otra película que también pasó la prueba del tiempo, que sigue siendo constantemente citada y referenciada. Fue muy divertido hacerla y luego resultó muy divertida en la pantalla. Un gran guion. Estoy muy orgulloso de haber formado parte de esa película.
Volviendo a Cobra Kai, ¿cuál cree que sigue siendo el motivo del éxito de la saga? ¿Por qué considera que sigue siendo atractiva?
Yo creo que la historia sigue siendo invencible. El yin y el yang, la identificación con uno de los lados de la historia, la tensión, pero sobre todo la química, que todavía hoy se conserva.
Eso era lo que funcionaba en el vínculo que tenían con Pat Morita (señor Miyagi), ¿no?
Claro. Me acuerdo de que en la audición misma nos pusieron a ambos en una habitación para que leyéramos el guion y la química se produjo de inmediato. Casi sin esfuerzo se generó la misma magia que luego se vería en la pantalla. A Pat no lo querían los productores en un principio, porque buscaban alguien con más nombre. Sin embargo, el director de inmediato vio la chispa que hubo e insistió para que ambos fuéramos los protagonistas. Esa magia entre nosotros resuena hasta el día de hoy. Pat fue mi amigo, mi verdadero amigo. Me enseñó a comer sushi, pero yo le enseñé a comer pasta [se ríe].
Entre sus virtudes, hay un aspecto de Cobra Kai que resulta novedoso, y por eso mismo distinguible, y que explica, en parte, la pasión que despertó este relato cuyo origen data del siglo pasado en las nuevas generaciones. Acorde con los tiempos modernos y las nuevas conciencias vinculadas con la inclusividad y la aceptación de las diferencias, de las minorías y de los llamados cuerpos no hegemónicos, Cobra Kai es un ejemplo claro de que los estereotipos en Hollywood comenzaron a diluirse o ensancharse, que ya no hay solo rubios y morochos, buenos y malos, lindos y feos, sino que hay chicos con identidad de género aun indefinida (y eso importa poco realmente), otros con labio leporino, otros que son asiáticos, hispanos, altísimos, bajísimos, obesos, con o sin gracia, y así. Antes, todos ellos eran englobados bajo el colectivo freaks y eran, o bien objeto de bullying, o bien sujetos de revancha, como en La venganza de los nerds y otras. Si bien aún son observados con cierta aprensión o prejuicio por alguna parte de la sociedad que integran (al fin y al cabo, en la uniformidad todavía la cultura encuentra belleza o tranquilidad), en la actualidad aparecen y se involucran en la historia desde otros lugares, no se quedan atados a la victimización, sino que ellos mismos, o bien se reconocen en la diferencia y no por ello se vinculan desde el drama, o bien subrayan, a veces con sutileza, otras no tanto, que ya no es tiempo de hegemonías. Como cualquier cambio, el tratamiento de esas transformaciones a veces se da sin matices, lo que determina que se caiga en la corrección política o en la romantización de la diferencia. Al fin y al cabo, no es necesario que un chico con alguna discapacidad deba, para ser protagonista, necesariamente ser mostrado con todos las virtudes posibles, como si el hecho de tener una desventaja física o por ser acosado por sus compañeros le impidiera ser un miserable.
Lejos de caer en eso, Cobra Kai exhibe una constelación de jóvenes que, además de mostrarse naturales, defectuosos y también menos obedientes u obsecuentes, le enrostran a los adultos que los patrones culturales que ellos tienen ya están vetustos. Lo grafica la escena en la que Johnny Lawrence, auxiliado por su protegido Miguel (Xolo Maridueña), busca fotos viejas para subir a su perfil de Facebook. Johnny vive desactualizado y es un analfabeto digital, condición que también le adosa otra pátina de simpatía a su personaje. De repente, se detiene en un puñado de imágenes del pasado que lo muestran vestido como aquel chico de los 80 tan arquetípico: exhibe su torso desnudo y aceitado y pone cara de malo. Un sex symbol de otro tiempo. Miguel, sin mostrar emoción, le pregunta: “¿No tenés alguna en la que estés usando una camisa, tal vez?”. En ese gag radica también la magia de la serie: en su autoconciencia, en su capacidad para reírse de lo absurdo de su propio pasado y, por consiguiente, del pasado estético de Hollywood. También, la muestra de que son los jóvenes los que acercan esas nociones, los que funcionan como pedagogos de los mayores, como cuando le señalan a Johnny que sus insultos son, aún cuando no tenga noción de ello, homofóbicos o machistas. “Los temas del acoso escolar siguen siendo relevantes para todos nosotros. Son temas que han cambiado con la tecnología”, dice Macchio.
¿Eso estuvo presente entre ustedes desde que comenzaron a conversar sobre el regreso de la saga?
Bueno, nos ocupamos de eso en la película original, y nos ocupamos de eso en Cobra Kai con la forma en que las nuevas generaciones se enfrentan con este grave problema. El modo en cómo se transita la adolescencia siempre fue un gran tema para nosotros.
¿Qué análisis hacés de la repercusión que tuvo la tercera temporada?
Es mi favorita. Daniel se introduce en áreas de su temperamento que no conocía. Es un verdadero desafío para todos. Los personajes crecen, incluso los más antiguos despliegan aspectos de sus personalidades que antes no aparecían.
En Cobra Kai, el personaje de Miguel, el discípulo de Johnny, podría funcionar como un émulo millennial de Daniel LaRusso y como el antagónico prefecto de su tutor: educado, algo trémulo, correcto, morocho, sensible, atento, habla con lenguaje inclusivo. Sin embargo, esa buena conciencia no implica que no pueda ser, él mismo, objeto de tensiones o persecuciones en el colegio, ya que la vieja cultura sigue imperando. ¿Cómo defenderse del ataque si no es, justamente, con fortaleza y técnica, aprendiendo un arte marcial? Allí es cuando Cobra Kai toma mayor sentido: en la paradoja permanente de que conviven las pulsiones más atávicas y la modernidad racional. El yin y el yang. La búsqueda de un balance, del equilibrio.
Porque el subtexto permanente en la serie no solo es su resistencia a hacer una apología o una glorificación del pasado, sino el de señalar, elípticamente, que algunas aristas de ese pasado son tóxicas, que esa cultura predominante es la que generó señores de 50 años que tienen serios problemas en reconocer sus desconexiones emocionales, sus pasividades o silenciosas complicidades. Pero también, que esa cultura es la del sacrificio, la lealtad y el compromiso total con la pasión, y que aun cuando, cada tanto, se pise la banquina de la incorrección, todavía tienen mucho por enseñar, como nos muestra el personaje de Johnny, que navega todos el tiempo entre el antihéroe de buenas intenciones y el terco hombre del siglo pasado que muestra con orgullo las cicatrices de sus batallas en un mundo, analógico, del que él no se ha desprendido del todo. “Johnny en cierto sentido es un hombre de las cavernas, un artefacto de los 80 que fue extraído de ahí”, le dijo William Zabka a la revista Men’s Health. “Es descarado, pero sus intenciones son buenas. Es divertido cuando dice enviarlo a internet, y está hablando de subir material a las redes. Creo que hay algo refrescante en eso, porque todos estamos tan absorbidos todo el tiempo por el celular o por los canales de noticias que los pensamientos nos llegan al mismo tiempo desde todos los ángulos, y simplemente no podemos procesarlos. Hay algo refrescante en alguien que no tiene nada que ver con eso y solo está tratando de ayudar a un niño, abrir un instituto, o arreglar una tubería. Solo trata de que las cosas funcionen”.
En un capítulo de la serie web Funny or Die, Macchio actúa de sí mismo, encarnando a un personaje paródico cuyo mánager le reprocha no haber protagonizado nunca un escándalo que le hubiera permitido alimentar algún tipo de fama o leyenda alrededor suyo, incluso hasta cierto divismo, esa extraña categoría que la industria suele apetecer para adorar y luego ver derrumbar con el mismo deleite. Macchio nunca ocupó las primeras planas por excesos, matrimonios rotos o algún tipo de rebeldía o violencia. Acaso en ese sketch, que puede verse por YouTube, se sinteticen parte de sus atributos: su capacidad para no tomarse tan en serio a sí mismo en un universo en donde los narcisismos suelen intoxicar temperamentos y carreras, y, a la vez, cierta conciencia de que su peripecia actoral, a pesar de que ahora volvió a cotizarse, nunca volvió a tener los picos de intensidad que experimentó en los años 80.
En una entrevista reciente en un diario inglés, comentó que hubo decisiones artísticas que no tomó que tal vez condicionaron su carrera. ¿Cómo fue eso?
Tal vez no fui el tipo de actor que más riesgos tomó, y seguramente perdí algunas oportunidades por eso. Si hubiera intentado tomar cada gran oportunidad, o hubiese mantenido la ambición más alta, tal vez habría tenido más trabajos, pero no pude conseguirlos porque también me ocupé de otras cosas. Crié a mis hijos, estuve mucho con ellos y con mi mujer, me quedé en casa. También, tal vez, mi cautela me ayudó a mantener los pies sobre la tierra, así que sí, estoy en paz con las decisiones que tomé.