Vida de pintor, libro sobre el artista mendocino que acaba de publicar ArtHaus, aborda entre otros temas el vínculo especial que lo unió con Lino Enea Spilimbergo
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“¿Usted está dispuesto a ser un artista?”, le preguntó en el bar. “Sí maestro”, contestó él. “¿Usted está dispuesto a cagarse de hambre?”, insistió Lino Enea Spilimbergo. “Sí maestro”, volvió a responder Carlos Alonso, que ya llevaba un tiempo trabajando como su discípulo. Durante las décadas siguientes no solo le dedicaría muchas de sus pinturas, sino que además compraría el terreno vecino a su taller de Unquillo.
“La personalidad de Spilimbergo fue muy importante en mi vida, por su concepción de lo que es un artista y el rol de este en la sociedad”, cuenta Alonso en Vida de pintor, libro de más de 400 páginas y cuatro kilos de peso que acaba de publicar ArtHaus, donde confiesa que la serie Puro Lino es su preferida. “Porque expresa un drama personal; el de alguien a quien quería como un padre, al que veía maltrecho, enfermo, quebrado anímicamente, sobreviviendo en un pueblo donde lo creían un jubilado más -explica-. Se enteraron de que era pintor cuando murió y el presidente Illia mandó un avión para que su cuerpo fuera velado en Buenos Aires”.
Otro drama personal atravesaría su propia vida, trece años después de la muerte del mentor. El 30 de julio de 1977, mientras Alonso vivía exiliado en Roma, su hija Paloma fue secuestrada junto a su pareja en su casa de San Telmo. Tenía 21 años. “Un día me desperté y dije: ‘Es así, ya no la voy a ver más’ -recuerda-. Uno va postergando ese momento, la esperanza no se termina. No me conecté con los derechos humanos, con las Madres, ni con las Abuelas. Ni con el psiquiatra, con nada ni nadie. Hice el duelo solo”.
“Para enfrentar esto me queda la pintura”, pensó. Y se abocó a lo que siempre hizo: demostrar su “capacidad para trazar un retrato preciso del poder sin caer en lo panfletario”. Así lo señala en el libro Andrés Buhar, fundador y presidente de ArtHaus, que trabajó seis años con Alonso y Rubén Fontana para concretar este proyecto que incluye textos de Marcelo Pacheco y Andrea Giunta.
Algo similar apunta esta historiadora cuando observa que Alonso, al abordar la relación entre víctimas y victimarios, “quiebra la literalidad, el lugar común, y nos lleva a observar un drama de cuerpos y pasiones que difícilmente comprendemos. Pero los cuerpos están allí para mostrarlo”. Por ejemplo esa pareja que se besa apasionadamente sobre una camilla transportada por dos enfermeros, uno de los cuales parece mirarnos. Como si nos invitara, dice Giunta, “a ser parte del asunto”.