Carlos Aguirre. La intimidad de la creación de uno de los músicos más buscados
Mentor de quimeras, es uno de los hacedores de proyectos más requerido del país
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Es una tarde calurosa y Carlos Negro Aguirre termina de ensayar en su casa con un quinteto de guitarras. Visiblemente cansado, propone ir al río. Caminar unas cuadras hasta la costanera de un brazo del Paraná. Lo acompaña el guitarrista mendocino Seba Narváez, que además de integrar el quinteto está parando en su casa. Es común que Aguirre reciba músicos por semanas.
–Con el Negro se ensaya desde temprano y no se para hasta tarde –dice Narváez, aliviado, refrescándose en la correntada vertiginosa del río.
Es una especie de laboratorista, un mentor de quimeras. “Aprendí a no apurar nada, así que los compañeros saben que cada nueva idea puede durar un largo tiempo. Es la única forma de conocernos, de experimentar con un lenguaje, de descubrir cosas que nos emocionen. Con el quinteto hace cuatro años que ensayamos y nadie nos corre para grabar o salir a tocar. Disfruto realmente de los procesos”, dice el Negro horas después en su estudio ubicado en la planta alta de la casa, con su calma de prologados silencios mientras come un pedazo de sandía bajo el sonido de los grillos en Bajada Grande, el barrio de pescadores en el que vive.
Templado y a la vez inquieto, entre lo rural y lo urbano, lo nativo y lo cosmopolita. Así es como, desde su casa-taller de Paraná, vive la creación uno de los compositores y multiinstrumentistas más destacados de la música argentina de los últimos tiempos. Hacedor de grupos y de proyectos solistas y colectivos, el Negro Aguirre, nacido en 1965 en Seguí, un pequeño pueblo entrerriano, acaba de lanzar el disco En el jardín, con el guitarrista israelí Yotam Silberstein. Grabado en su sello Shagrada Medra, tiene la atmósfera espiritual de ritmos latinos, paisaje litoraleño y cadencias camarísticas con esos toques de improvisación jazzística que suelen caracterizar su obra, una suerte de Egberto Gismonti ribereño, desde discos grupales como Rojo (2005) y Violeta (2008) hasta solistas como Caminos (2006) y La música del agua (2019).
Formado de niño como pianista clásico, desde hace décadas que Aguirre es uno de los referentes –junto a Liliana Herrero, Jorge Fandermole, Raúl Carnota y Silvia Iriondo, entre tantos nombres– para los jóvenes que buscan otra forma de leer e interpretar el inmenso mundo del folklore. En el notable La música del agua, cuya inmersión personal de piano y voz fue redescubrir a autores insignia como Ramón Ayala, Chacho Muller, Aníbal Sampayo y Edgar Romero Maciel, lo expresa con las siguientes palabras: “Decidí, a conciencia, desentenderme de las fronteras políticas ya que considero que la región donde habita la cultura de los ríos es mucho más vasta que lo en nuestro país conocemos con el nombre del Litoral”.
El Negro, amante de las flores y los árboles, dice que se pasea con su camioneta por las calles de Paraná, horas y horas mirando las esquinas, las veredas. Al rato, regresa con ramas, troncos, raíces sueltas. El ritual se perfecciona en invierno, cuando necesita leña para calefaccionar su casa. Pero suele hacerlo con frecuencia, como una especie de divertimento. Lo cuenta con naturalidad, y el relato se asemeja a su manera de concebir la música, explorador de las raíces, tallos y hojas de la música popular, a la cual hace dialogar con influencias universales.
“No busco romper con lo tradicional, sobre lo que tengo un profundo respeto y admiración. Me gusta beber de diversas fuentes sin pedir permiso, darme una libertad y una capacidad crítica de los materiales expresivos. No importa tanto la etiqueta del folklore, sino lo que hacemos con ese legado. Nosotros escuchábamos a Dino Saluzzi, Eduardo Lagos y al Cuchi Leguizamón, que se permitían abrir la ventana de la improvisación y expandir ciertas aperturas de mirada. El Cuchi, por ejemplo, exploraba el impresionismo francés en su armonía y nunca dejaba sonar a una zamba o una chacarera”, dice el músico entrerriano, que en su carrera ha realizado dúos con Jorge Fandermole, Juan Quintero, Francesca Ancarola y Hugo Fattoruso y se presentó junto a artistas de la talla internacional de Hermeto Pascoal y Mario Laginha.
¿Qué tipo de búsqueda musical te encuentra en el presente?
Me apasiona lo rítmico. En el folklore argentino, todo se redujo al bombo. A diferencia de otros países latinoamericanos, donde lo afro es muy fuerte, como en Perú y Brasil, y lo rítmico está muy vivo con la existencia de grupo de tambores. Con otro de mis grupos, Almaalegría, estamos abordando la creación de claves rítmicas, como si fueran una cuerda, pero tocando chacareras y zambas. También es un proceso de muchos ensayos. Y cuando se está gestando un lenguaje, entonces me pongo a escribir. Tengo la alegría de encontrar cómplices en el camino, porque se necesita tiempo y entrega.
Parece una marca tuya la de trabajar con músicos de otras provincias, armar grupos de largo aliento…
Antes vivía muy absorbido por la música, y hoy entiendo que no es lo más importante. En todos mis grupos se forman convivencias, porque pasamos muchos días juntos. Hay músicos que viven lejos y se quedan cuatro o cinco días. En mi casa pasamos el tiempo cocinando, durmiendo en espacios comunes, se comparten lecturas, reflexiones. La música se impregna de todo eso que suena en el grupo, porque no está ajena a las cosas de la vida.
Además, seguís con tu propio sello discográfico, ¿cómo defender hoy un lugar de autonomía artística?
No establezco juicios respecto a otras dinámicas de trabajo. Pero me siento afuera de lo convencional. Cada vez entiendo más el deseo de profundizar en lo que hago, porque además escribo letras y tengo que estar involucrado de pies a cabeza. Me meto en archivos, hago investigaciones. Por ejemplo, hice una canción sobre una especie de llamada que se hace en Paraná, una especie de contrafestejo en relación al 12 de octubre. Salí de estar sentado en el piano, por decirlo de alguna manera, a ir al territorio, hacer entrevistas, leer monografías, todo lo que sirviera para ponerme en la época, imaginar cómo vivían. Ha sido más importante encontrar un documento de compra y venta de morenos en el Paraná después de que se aboliera la esclavitud que dos o tres acordes maravillosos. Hay otra canción que estoy componiendo sobre la historia de los almacenes de ramos generales en la región. Descubrí que los paisanos que iban a tomar ginebra no sabían leer y entonces se armó una campaña de alfabetización en la comunidad. Queremos ir a tocarles a las señoras que nos contaron esa historia con el quinteto de guitarras, como un gesto de fraternidad. Son apuestas a enriquecerme, a no salir ileso desde lo humano.
Entre numerosos reconocimientos, en 2005 recibió el Premio Konex Diploma al Mérito a las 100 personalidades más destacadas de la última década de la Música Popular Argentina. Dice que en la pandemia pudo concentrarse más en la lectura de poetas como los santafesinos Hugo Gola y Beatriz Vallejos –”es la versión mujer de Juanele Ortíz, iluminando lo regional hacia lo universal”–; que con el disco La música del agua saldó una deuda con su lugar aunque nadie es profeta en su tierra –”viajé mucho por Latinoamérica, con la cabeza súper estimulada, y la cosa de acá, lo litoraleño, me pasaba un poco por el costado”–; que sus maestros fueron Aníbal Sampayo y Chacho Muller, a los que conoció personalmente como al extraordinario pianista Remo Pignoni -”un día me escuchó tocar, dijo que estaba bien pero preguntó dónde estaban mis composiciones. Ahí empecé a elaborar decididamente mi música”; y que, antes que músico, se define como melómano.
“Casi siempre vuelvo a los mismos autores: Keith Jarrett, Yellowjackets, Chick Corea, Iván Lins, las duplas de Falú-Dávalos y Leguizamón-Castilla, Dino Saluzzi, Rachmaninoff, Béla Bartók, el Mono Fontana, Atahualpa Yupanqui. De los últimos grupos, lo que más me partió la cabeza fue La Cangola Trunca. Escuchar discos es disfrute y estudio”, dice a pocos metros de su piano de cola, su alma máter.
Preocupado por los incendios forestales y la contaminación de los campos por el uso de agrotóxicos, el Negro Aguirre participa activamente en foros ambientales. Otra de sus actividades son el yoga y la meditación Vipassana, una experiencia de semanas en absoluto silencio lejos de la rutina. Ahora agarra el celular para contestarle a un colega, para evitar que se enoje por su habitual retraso.
Sonríe, entre tímido y pícaro, sentado en una banqueta de su estudio.
¿Cómo analizás la escena de la música popular argentina?
Goza de buena salud, con cruces con artistas latinoamericanos que se renuevan y son una semilla de apertura. Hay poca contención del Estado, pero la crisis siempre es un móvil para moverse. Como artistas estamos curtidos en esto de hacer música, ir a pegar los afiches, difundir por nuestra cuenta. A mí nunca me desveló ser más masivo, prefiero tocar en lugares donde no se pierda la intimidad y que la gente que se acerque a mis discos tenga una conexión auténtica. Siento que en el ambiente se están amasando nuevas estéticas, lo de Diego Schissi es una celebración. Tenemos que animarnos a hacer otra cosa, salir de las adversidades con una mirada creativa. Yo pertenezco a una generación que aprendió a ser dueña de las propias decisiones, a tomar los propios caminos y no el de los grandes sellos. Y a no atarse a ningún género en particular, no hay música que no merezca ser atendida. Ya habrá tiempo para que uno se quede en su propia síntesis, en algo más pequeño, que no se encuentra si no se tiene la libertad de experimentar sin prejuicios.