Extraña sociedad. Un policía y un exladrón pusieron un bar en una comisaría abandonada y lo atienden exconvictos
Contratan a jóvenes con antecedentes penales, deudas y bajo coeficiente intelectual. En los últimos años, trabajaron con más de 60 jóvenes en puestos externos
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La neutralidad tradicional de los Países Bajos comenzó a caer el 10 de mayo de 1940. El sobrevuelo de una flotilla de la Luftwaffe, la fuerza aérea de la Alemania nazi, sobre Róterdam fue el inicio del final. Los habitantes de la ciudad portuaria más grande de Europa pensaban que era un ataque a sus vecinos del Reino Unido. Sin embargo, la formación se alineó al curso del río Mosa que atraviesa la ciudad y sus habitantes, por primera vez, sin capacidad de respuesta posible, vieron descender a las fuerzas del Fallschirmjäger, el cuerpo de paracaidistas nazi. A pesar de la imprevisión, con algo de torpeza, las fuerzas neerlandesa lograron mantener a raya la invasión, pero ya había sido prevista la destrucción total de la ciudad para un par de días después. Eso sucedió el 14 de mayo, cuando en Róterdam solo quedaron en pie la iglesia gótica de San Lorenzo y el Ayuntamiento.
Literalmente de las cenizas emergió la ciudad más vanguardista de Europa. Mientras sigue siendo el puerto más activo del continente, su nueva cara, reconstruida a base de la osadía del pensamiento lateral, la convirtieron en un muestrario de la vanguardia arquitectónica. El mítico rascacielos que un juego óptico transforma en tres y que salió del lápiz de Rem Koolhaas, el Markthal, un complejo de viviendas con forma de herradura invertida obra del estudio MVRDV, tal como el Depot Boijmans Van Beuningen, un depósito público de arte; Blaaktoren, un condominio conocido como El Lápiz; el pequeño barrio de casas cúbicas (Kubuswoning) que hiciera en los 80 Piet Blom.
Róterdam le pone el pecho a los embates del mar del Norte y juega al límite para cubrir su destino. Capaces también de reponerse de la destrucción, dos aguerridos emprendedores pensaron un negocio en varias capas. ¿Qué se puede esperar de la unión de un policía y un antiguo ladrón que no sea una película de Hollywood? En Róterdam puede implicar crear un bar dentro de una comisaría abandonada, apostando a la reintegración perdurable de exconvictos.
Marco den Dunnen y Rodney van den Hengel cruzaron sus caminos muchas veces antes de tener la llave de la misma puerta que abre Heilige Boontjes (Porotos Sagrados), su cafetería en la antigua comisaría ubicada en Eendrachtsplein 3. Marco era agente de policía cuando se conocieron. Hoy sigue trabajando en la ciudad, pero tiene el cargo de Inspector. De joven estudió Diseño Gráfico y de eso trabajó al recibirse. En paralelo, hizo trabajo social y obtuvo una maestría en Pedagogía. Poco después inició su servicio en la policía local.
Rodney es un exmatón y adicto que pasó un tiempo en la cárcel. Con decisión, cuando salió, se “autorreintegró”: volvió a la escuela para terminar con sus estudios. Aunque cursaron separados, comparten con Marco los estudios sobre trabajo social. Rodney se convirtió en un experto en reintegración desplegando estrategias en varios barrios.
“Nos conocimos en 2014 a través de un colega que era policía comunitario en el barrio donde trabajaba Rodney –cuenta Marco a LA NACION revista–. La charla fluyó fácilmente y pudimos contarnos muchas de nuestras experiencias previas. Nos sorprendió darnos cuenta de que teníamos ideas similares y una pasión por ayudar a las personas a largo plazo. Percibimos que necesitábamos un lugar de capacitación y experiencia laboral para formar profesionales que no existía. Soñábamos con ese lugar genial donde es posible aprender un oficio, trabajar en tus problemas, obtener el apoyo y el entrenamiento adecuados. Era una forma de trabajo a la que todos abordaban con extrañeza cuando la presentábamos”.
Ambos estaban de acuerdo en que si para los jóvenes en general obtener un espacio donde desarrollarse laboralmente es complicado, “es aún más difícil para las personas con antecedentes de detención –aporta Rodney–. Sin trabajo, el riesgo de recaída en el consumo de sustancias o la reincidencia delictiva es alta. A menudo, estas personas tienen problemas sociales, de vivienda, de deudas o de salud adicionales”. El proyecto de Marco y Rodney era maximizar las posibilidades de las personas dispuestas a reencausar su senda en términos laborales y, además, ofrecer guía y soporte para enfrentar los desafíos que se cruzan, sobre todo en los primeros tiempos.
Al buscar un local para su proyecto, encontraron el lugar perfecto: una comisaría que había sido trasladada a un nuevo edificio. Reinventaron la arquitectura y desplegaron un trabajo de selección de personal bajo un programa integral que evaluara el estado de situación personal de cada posible empleado y sus posibilidades de iniciar un proceso de reincorporación en el circuito productivo y social. “Pensamos que podíamos ofrecer una serie de buenas tazas de café como consuelo para los ajetreados transeúntes de Róterdam, pero también para un grupo de personas que quisieran volver al mundo abierto”, explica Marco.
Hoy, su personal está integrado casi totalmente por jóvenes que han atravesado algún problema judicial. Aunque originalmente planteado como un café, Heilige Boontjes creció geométricamente. Hoy también es un restaurante a la carta, con propuesta take away y salón disponible para eventos corporativos. Sumó un food truck y produce sus propios blends de café. “Hemos visto comparecer ante la justicia a la mayoría de nuestros chicos, a causa de hurtos, robos y tráfico de drogas, mayormente en Delfshaven”, afirma Rodney. Los jóvenes provenientes de ese distrito a orillas del Nuevo Mosa se sumaron al emprendimiento social, pero para Rodney y Marco, ese nombre queda pequeño. “Nos interesa ser un sitio que acoge a todos aquellos que, por diversas razones, han perdido el camino correcto, pero están convencidos de que, con compromiso y buena voluntad, es posible recuperarlo”.
Vergüenza y honor
A la hora de montar la idea, eligieron como lema una frase que se puede leer en el local: Se necesita un pueblo entero para criar a un niño. “Nuestros trabajadores –explica Rodney– han experimentado cosas de las que no están orgulloso. Pero la mentalidad de la calle también provee de honor y hermandad, lo que tiene su costado hermoso. Estos muchachos son talentosos y leales. Con la dosis adecuada de disciplina, experiencia práctica y reconocimiento, pueden llegar muy lejos”.
Reconocen haber rastreado sin suerte posibles experiencias para inspirarse a la hora de empezar. Coinciden que el mayor desafío ha sido (y sigue siendo) el dinero. “El lugar para empezar, los trámites requeridos por la ciudad, los materiales y el montaje… nada que ver con los jóvenes. Ellos nunca son el problema. El gobierno lo es”, sentencia Marco.
Los candidatos a integrarse en la plantilla pueden presentar directamente su postulación desde la web o bien solicitarla a través de la policía o los funcionarios de la ciudad. Una vez que atraviesan el proceso de selección, bastante similar a cualquier otro camino para conseguir un empleo similar, al ingresar pasan 52 semanas en un proceso de reintegración. Terminado ese tiempo, donde se los apuntala psicológicamente, en habilidades sociales y en la particular problemática que los llevó a un proceso judicial, se brinda capacitación laboral. Al fin de esos 13 meses “si quieren y están en condiciones, podemos ofrecerles un contrato de seis meses que podemos prorrogar, a su fin, por otros seis meses, y luego por un año”.
La experiencia les ha demostrado que más allá de su plan, existe una enormidad de variantes en el proceso de reinserción. “La mayoría de ellos no trabaja porque nadie aprecia el valor que poseen y pueden aportar a la sociedad”, afirma Rodney. “Lo que hacemos es contratarlos y dejarlos hacer su trabajo –continúa Marco–, después de unas semanas los propios jóvenes van mostrando sus debilidades e intentamos estar atentos para apuntalarlas, y generarles fortalezas. Nosotros podemos estar dispuestos a brindar lo que necesitan, pero entendemos que la ayuda solo suma cuando la quieren. Y eso solo sucede cuando confían en vos. Es un camino que lleva algo de tiempo. Los tratamos como a nuestros propios hijos. Somos amables, los amamos y realmente les decimos lo que necesitan escuchar, incluyendo algunos duros consejos paternales”.
Consultados sobre si Róterdam, con su particular espíritu vanguardista frente a los desafíos que parecerían bizarros en otros sitios, ha sido determinante para albergar este proyecto, Marco chicanea “puede funcionar en Buenos Aires o en Rosario. Necesitás profesionales que sepan lo que hacen y una policía seria, que confíe en la reinserción de los jóvenes y que respalde la misión con sus actos”.
La segunda ronda se acaba de lanzar con la apertura de Ookami (lobo en japonés), en Burgemeester Meineszplein de la misma ciudad, donde han comenzado a tostar su propio café. “Ves todo tipo de gente entrando a nuestros locales –explica Rodney–, desde yuppies y hipsters hasta prostitutas y ancianos. Al entrar en contacto con diferentes personas, la empresa adquiere una función social. Eso es bueno para la cohesión del barrio y para los jóvenes que trabajan con nosotros”.
Marco sueña con “poner un poco más de brillo en este planeta. Me encantaría quedarme en la policía y hacer un poco de asesoramiento junto con Rodney para otras ciudades. Heilige Boontjes puede ser una idea más grande –aporta–. Pero grande no siempre es tamaño, a veces es solo inteligencia”.
Como diría el sacerdote que enseñó al revolucionario San Agustín, Erasmo de Róterdam: “Los zorros usan muchos trucos. Los erizos, solo uno. Pero es el mejor de todos”.