Billy Wilder. El rey de la comedia que murió sin ser reconocido y que sufrió desaires en Hollywood
Todavía no tiene el lugar que merece, pero 20 años después de su muerte nadie logró hacer comedias como él; la mirada de Joseph McBride, que escribió sobre el director de Piso de soltero y Una Eva y dos Adanes
- 11 minutos de lectura'
Lo primero que Billy Wilder hizo por él fue abrirle una ventana al sexo. Joseph McBride (1947), autor de Billy Wilder. Dancing on the edge (Columbia University Press), libro lanzado recientemente en los Estados Unidos, y profesor de la Escuela de Cine de la Universidad Estatal de San Francisco (California), era parte de una familia católica religiosa cuando vio Una Eva y dos Adanes (1959). “Me impresionó. Yo tenía 11 años, y me gustaba mucho Marilyn Monroe. Y luego vino Irma la dulce (1963), un film bastante sexy”, le dice McBride a LA NACION revista. En la primera película, Monroe, Tony Curtis y Jack Lemmon componen un trío atípico. Ella es Sugar Cane, una cantante que sueña con casarse con un millonario, y ellos, dos músicos que se unen a la banda, disfrazados de mujeres para esquivar a la mafia, tras haber presenciado una masacre. En la segunda, Shirley McLaine encarna a una prostituta que se cruza con un policía (Lemmon), quien luego de apresarla, termina enamorado de ella y convertido en un proxeneta con cargo de conciencia en el barrio Les Halles, de París.
A Wilder –de cuya muerte se cumplen 20 años este mes– McBride lo conoció cuando era reportero de la revista Variety, en el set de Primera plana (1974). “Nos llevamos bien enseguida, porque teníamos un lenguaje común y nos gustaban las bromas sarcásticas. A él le encantaba hablar con la prensa, durante sus rodajes había gente del estudio, periodistas y amigos, y el ambiente era muy animado, como una fiesta”, recuerda McBride, autor de una veintena de volúmenes, entre ellos, las biografías de Frank Capra, John Ford y Steven Spielberg. “El acceso a los directores y las estrellas era entonces más directo. Vi tres días de rodaje de Hitchcock y también a John Wayne y Jimmy Stewart mientras grababan Un tiro en la noche [1962]”.
Billy Wilder, un guionista y director agudo, corrosivo, desfachatado, que hizo comedias como ninguno, aunque también brilló en otros géneros, dejó joyas como Piso de soltero (1960), El ocaso de una vida (1950), Días sin huella (1945) y Pacto de sangre (1944). En ellas, retrató magistralmente las debilidades del ser humano, algo que McBride subraya muchas veces, en las 658 páginas de su libro, un “análisis crítico” sobre la obra y vida de Wilder.
El autor estadounidense –que también ha sido guionista– lo llama un “escritor satírico fascinante”, que nunca terminó de encajar en el mundo. Un tipo que exploró temas controvertidos para su época: adulterio (Piso de soltero y Bésame, tonto), alcoholismo (Días sin huella), prostitución (Irma la dulce), nazismo (Molinos de la Muerte, un documental de 1945, y La mundana, 1948), ambición (El gran carnaval), y falta de escrúpulos en Por dinero, casi todo y Primera plana.
Nacido como Samuel Wilder, en 1906, en una familia judía de Galicia (actual Sucha), una aldea próxima a Viena que pertenecía al Imperio Austro-Húngaro y hoy es parte de Polonia, Billy pasó una “infancia maravillosa”, entre los hoteles que su padre, Max, regentó, y las cafeterías de trenes que supervisaba. De Eugenia, su madre estricta, a la que le gustaba contar historias, recibió su apodo, por el legendario vaquero Billy, the Kid, que ella adoraba.
Max quería que su hijo menor –el mayor se llamaba William Lee– fuera abogado, pero Wilder decidió ser periodista. Y, como apunta McBride, “jamás dejó de serlo, ya que ansiaba revelar las verdades incómodas”. Sobre los inicios de Wilder en la prensa, narra una anécdota. Una tarde se presentó en las oficinas de The Stage, una revista cultural de Viena, donde “sorprendió a uno de los editores en flagrante delito con su secretaria, en el sofá. El muchacho canchero dijo ante el editor de que estaba ‘en el lugar indicado, en el momento preciso’. Cuando el editor, abrochándose los pantalones y juntando la dignidad que le quedaba, le preguntó qué experiencia tenía, Wilder respondió astutamente: ‘Soy un gran observador’. El editor le dijo: ‘Está contratado’.”
Fue así que Wilder –quien amaba las películas estadounidenses, el jazz y los convertibles– escribió reseñas de teatro y también notas deportivas para otras publicaciones. Se perfilaba como un periodista “con talento para la exageración”. Paul Kohner, uno de sus amigos cercanos, le dijo a McBride que “ya en Berlín (donde se mudó en 1926) era un hombre que había sufrido y conocía todo... Sí, a los 25 años, ‘se había bañado en todas las aguas y lo habían perseguido todos los perros’”.
A veces, no le alcanzaba para el alquiler y tenía que dormir en estaciones de trenes. También se ganó la vida como bailarín en un hotel: daba clases de charlestón, y danzaba y cenaba con señoras mayores, por propinas. Billy dio cuenta de esto en una serie de artículos titulada ¡Camarero, por favor, un bailarín! (Berlín, 1927). “En sus cintas, hay muchos gigolós y prostitutas que se debaten entre la necesidad del dinero y el sexo, y el deseo de amar –acota McBride–. Hay personajes que tratan de mantener un eje de integridad en las situaciones más comprometidas y sórdidas”.
De día, en un café –Romanisches– Wilder se codeaba con gente como Carl Mayer, guionista de El gabinete del doctor Caligari (1920), y comenzó a trabajar como escritor fantasma y luego como libretista. Su primer trabajo con créditos fue El reportero del diablo (1929), sobre un periodista que va tras unos gangsters, seguido del semidocumental People on Sunday (1930), con escenas de unos berlineses en un día de verano, en la Alemania de entreguerras, conocida como la República de Weimar.
Pasado, humor, dolor y Marilyn
“Escribo libros para hacerme una imagen de alguien, para zanjar una injusticia, o para desmitificar. Por ejemplo, en una biografía sobre Capra (2000), detallé cómo mintió toda su vida, y corregí el mito. Él fue informante del macartismo, hacía listas negras. Fue un shock, porque yo lo admiraba como director”, señala McBride. “Con Wilder, una de las razones era conocer al Wilder antes de Hollywood. Quería saber de dónde venía este tipo, cómo evolucionó. Y rectificar la visión de que era una cínico, que no es cierta, porque era un hombre romántico y de emociones profundas”.
En su libro, McBride dice que al realizador le acompañaba siempre la fantasía de que le apresaran como “criminal” por ser judío. De hecho, había visto cómo un anciano ortodoxo era apaleado hasta la muerte por un grupo de la SS en plena calle. Eso le dio una pauta de cómo serían las cosas y, más tarde, su propia madre moriría en un campo de concentración.
Con la inminente llegada de Hitler al poder, en 1933, Wilder se mudó a París, donde debutó como codirector del film Curvas peligrosas, sobre una banda dedicada al robo de coches. Al año siguiente, cruzó el Atlántico en barco, con un contrato corto y una visa de turista, gracias a un material que había vendido a Hollywood. Cuando sus papeles caducaron, trató de entrar a los EE.UU. vía México varias veces, hasta que, por fin, un agente del Consulado le preguntó: “¿A qué se dedica?”. Wilder le respondió: “A hacer películas”. El oficial le estampó la entrada con un “Más vale que sean buenas”.
A McBride le interesaba también comprender el lado oscuro del genial director. De ahí el título de su libro, Dancing on the Edge (Bailando al límite). “Él era un hombre muy divertido, pero detrás del humor hay dolor. El humor negro, en su caso, fue un modo de sobrevivir”. Toda su vida le atormentó no haber convencido a su mamá de que se marchara con él, cuando viajó a Viena, en 1935. “Sufrió mucho, se sentía culpable”.
Fue uno de los motivos por los cuales le propuso a Spielberg que dirigieran juntos La lista de Schindler (1993), película de la cual el creador de E.T. tenía los derechos. Spielberg, que consideraba a Wilder “el mejor guionista-director que haya existido” y estaba en preproducción, le dijo que no. Y “se refirió a esa llamada como la más difícil de su vida”. Wilder creía que su madre había muerto en Auschwitz, pero lo hizo en Plaszow, que es donde transcurre La lista de Schindler. Wilder falleció sin saberlo.
Según McBride, Wilder –que pasó los últimos 21 años de su vida dedicado a coleccionar arte y fastidiado por no poder hacer cine, ya que rechazaban sus proyectos– podría haber hecho cualquier film. “Pero después, estaba viejo. No habría podido rodar La lista de Schindler, en Polonia, con ese tiempo invernal. Era difícil hasta para Spielberg”.
Billy siempre fue inseguro de su inglés que, al comienzo, era misérrimo. Acostumbraba a trabajar con un compañero, para capturar la forma en que hablaba la media de los estadounidenses. Con Charles Brackett, su primer coguionista, al que “únicamente lo unía su amor por la escritura”, escribió los guiones de Ninotchka (1939), de Ernst Lubitsch –a quien idolatraba–, y Bola de fuego (1941), de Howard Hawks. Luego debutó como director de Hollywood con El mayor y la menor (1942), que protagonizaba Ginger Rogers. En realidad, optó por dirigir para proteger sus guiones de otros directores.
Su segundo colaborador fue I. A. L. Diamond, por 25 años. La dupla dejó líneas célebres como: “Calla y reparte”(Piso de soltero) y “Nadie es perfecto” (Una Eva y dos Adanes). Esta última, considerada la mejor frase final de una película en la historia de Hollywood.
Con Raymond Chandler, en tanto, Wilder se reunió para la adaptación de Pacto de sangre, de James M. Cain. Fue un infierno. Pero pese a las fricciones, quedó un clásico del género y siete nominaciones a los Oscar, incluido Mejor Guion.
Wilder –postulado a 21 estatuillas y ganador de seis– le dijo al director Cameron Crowe en su conocido libro Conversaciones con Billy Wilder (1999), que siempre escribía para Cary Grant, aunque nunca consiguió filmar con él. Pero sí lo hizo con William Holden, Jack Lemmon y Marilyn Monroe. A esta última, que lo hacía esperar por horas, la consideraba una “genio como actriz cómica”, pero nunca se lo dijo. “Monroe era fantástica. En Una Eva y dos Adanes, su actuación es dulce, conmovedora, triste. Valió la pena lo que Wilder tuvo que pasar para filmarla (ella trató de matarse durante el rodaje). Diamond había escrito varios films en los que estaba Marilyn, así que hay que darle el crédito también. Para mí, Una Eva y dos Adanes es, quizá, el mejor guion que existe”, sostiene McBride, que incluye, además, a Avanti (1972) y Piso de soltero, como sus cintas favoritas de Wilder.
El propio cineasta consideraba Piso de soltero –la historia de un empleado (Lemmon) que les alquila su departamento a sus jefes para que se encuentren con sus amantes y está detrás de la querida (McClaine) del patrón– su mejor película. “Todo en ese film es magnífico –opina McBride–. Y el de Shirley McClaine es probablemente el mejor personaje femenino que Wilder creó”.
Entre sus proyectos frustrados se contó una cinta sobre H.B. Warner, un actor que hizo de Jesús en El rey de reyes (1927). “Era un tipo que perseguía mujeres y se drogaba. Como los estudios temían un escándalo, acordaron que él fuera a México, los fines de semana, a frecuentar burdeles y consiguir drogas, no en Los Ángeles. Si Wilder hubiera hecho ese film, habría sido muy divertido. Pero, en Hollywood, no estaban interesados en nada que él quisiera hacer”. Lo desairaban porque “no era rentable” o “estaba pasado de moda”. Aunque directores contemporáneos como Fernando Trueba (Belle Époque, 1992) o Michel Hazanavicius (El artista, 2011) le dedicaron sonados discursos en las ceremonias de los Oscar, no parece haber consenso sobre su real estatura en la historia del cine.
McBride –que acaba de reeditar un libro sobre Orson Welles y que publica ahora otro sobre los Hermanos Coen–, plantea que, si bien “las películas más populares que Wilder dirigió son objeto de frecuentes apreciaciones y hay numerosos libros sobre él, aunque no tantos como sobre Hitchcock, Welles y Ford”, aún “no puede decirse que Wilder esté plenamente aceptado en el canon de los más grandes cineastas estadounidenses”.
Como diría Wilder, “nadie es perfecto”, pero la pregunta es ¿por qué?