Axel Kuschevatzky: “Siento que el cine nos va a acompañar por mucho tiempo”
Su rostro se ha convertido en un clásico de la alfombra roja de los Oscar. Instalado en Los Ángeles, donde armó una productora, recorre su infancia rodeado de películas, habla de la cultura de la cancelación y cree que el cine perdurará pese al fenómeno del streaming
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Hay dos palabras que suenan todo el tiempo en boca de Axel Kuschevatzky: acá y allá. Pero acá y allá mutan de significado, intercambian sentido, representan indistintamente dos puntos del mapa separados por 9846 kilómetros aunque pegoteados hace décadas en su mente: Buenos Aires-Los Ángeles.
“Ah, es por la magia de la televisión”, dice él y se ríe, así como se va a reír durante toda la charla. Fuerte, a carcajadas, con un relámpago de picardía en los ojos que lo vuelve un chico a los 49.
Aunque parezca solo una broma, el latiguillo cumple una doble misión: funciona a la vez como ironía por la modalidad Zoom de la entrevista y como introducción a su propio mundo fantástico. No el manifiesto, el de la oficina californiana empapelada con afiches de películas mondo de los años 60, sino el otro, el privado, el entrañable. El que empezó hace casi cinco décadas en un hogar familiar del barrio de Balvanera, con un niño sagaz que no imaginaba en él a un futuro productor/guionista/periodista exitoso.
El maravilloso universo A.K. es un espacio lleno de personajes, de recuerdos de tardes de verano con los ojos clavados en Sábados de super acción. Está habitado por el Pato Carret y la Ventanuska Magicuska Dibujaska, el Capitán Piluso a la hora de la merienda, las misiones de Napoleón Solo e Illya Kuryakin contra la temible organización Thrush en El agente de CIPOL y los dibujitos animados, un montón de dibujitos animados.
Pero el Big Bang de ese microcosmos –en el que de fondo bien podría sonar en un repeat enloquecedor la cortina de El mundo del espectáculo, Highway #1 (Wagon Wheel Watusi), de Elmer Bernstein– detonó gracias a dos momentos fundacionales. El primero fue ver El entierro prematuro (1962), de Roger Corman, a los nueve años, volando de fiebre. El segundo, sentir cómo la angustia le anudaba la garganta durante esa escena de El profesor chiflado (1963), con Jerry Lewis, cuando delante de toda la universidad, Amigo Amor, el alter ego langa y guapísimo que se crea –brebaje secreto de por medio– un apocado profesor de química para triunfar con las chicas, pierde el efecto mágico de la medicación para transformarse de nuevo, lentamente, en el risible Julius Kelp. “¡Es un momento tremendo! Te muestra a un ser que queda desnudo frente a todos cuando reaparece su propio yo, que no es para nada ese tipo ganador, carismático… Es una escena muy profunda, en la que alguien asume su fragilidad. Cuando tenés nueve o diez años, ver eso es muy fuerte, porque nunca pensás que los adultos son frágiles… Me parece que tuve una infancia compleja”, sonríe. “Tengo todos los traumas de mi generación. Y ahora soy un adulto neurótico”.
Otros filmes serios que el niño traumado disfrutó a muy temprana edad fueron Más corazón que odio (1956), de John Ford –”la vi a los once”, dice–; Psicosis, de Alfred Hitchcock –”a los diez”–; Cantando bajo la lluvia (1952) –”a los ocho”–, y Un americano en París (1951), de Vincent Minnelli –”también a los ocho”–. La mayoría de esas historias siguen siendo de las que más me gustan hoy. Hay algo invisible en las películas, que se transmite. Yo me acuerdo de los lugares donde las vi, de las personas con quienes estaba, los aromas, las temperaturas, todo… No puedo divorciarlas de la vivencia porque fueron parte de una experiencia transicional”.
En esa infancia porteña de departamento en Matheu e Hipólito Yrigoyen, Axel tenía un abuelo y una rutina: salir del jardín de infantes y caminar con él hasta el cine Los Ángeles cada vez que había un estreno; o al Real, en Esmeralda y Corrientes, donde proyectaban cortos en continuado. Dos horas de La Pantera Rosa o de dibujos de la Warner, en una deliciosa pantalla gigante. Otro ritual eran las funciones en la Cinemateca Hebraica. “Ahí me llevaba mi viejo”, se acuerda. “A ver, por ejemplo, un ciclo de Buster Keaton. De eso no volvés; es un auténtico viaje de ida –más carcajadas–. Empezás a apreciar las cosas desde lugares muy extraños”.
-Entonces: nueve años, películas de Corman, Ford, Hitchcock. ¿Cuándo supiste que el cine iba a ser todo?
-Lo que pasa es que nunca me interesaron otras cosas… Las historietas, sí; ver tele, también. Pero ir al cine siempre resonó más conmigo, emocionalmente, aunque yo no pensaba de chico que alguien podía hacer películas acá. El papá de un amigo de la primaria era administrador de salas; me dejaba ir a la cabina, me mostraba cómo era un cine por adentro. Yo miraba todo y lo sentía inalcanzable, era un mundo alienígena.
-Si eso era “inalcanzable”, ¿en qué ámbito te pensabas?
-En mi familia son todos músicos. Yo no toco ningún instrumento. Nunca fue mi vocación; tocaba la flauta dulce en el colegio porque algo tenía que hacer, pero era un método de tortura [ríe]. Y a muchos chicos les gustaban los deportes, pero a mí, cero. No solo no los disfrutaba, sino que tenía el tabique desviado y me quedaba sin aire, sufría. Nunca me interesaron ni me llamaron la atención otras actividades. Yo volvía a casa, prendía la tele y me obligaban a hacer la tarea. Y me mandaban a la psicopedagoga porque tenía letra fea. Eran cosas que pasaban en los años setenta. Crecí sintiendo que no iba a poder dedicarme a esto nunca, que lo que quería no era posible. Yo no disfruté la infancia, y la época del secundario, menos.
-¿Nada? Tener amigos, novias de la adolescencia…
-¡¿Qué novias de la adolescencia?! A mí me rebotaban todas. Yo cursé la secundaria en un colegio de la cole, donde había especializaciones deportivas y artísticas. Obviamente opté por artes visuales. Pero no conectaba mucho con mis compañeros. Tenía un grupo muy pequeño de amigos, con quienes hoy seguimos en contacto porque tenemos actividades parecidas; son guionistas, directores de casting...
Quisiera Ser Grande
El señor productor también conocido como adulto neurótico asegura que el gran padecimiento de la infancia fue tener que hacer lo que querían los otros. No poder elegir, no poder decidir. No poder, no poder, no poder. Y que nada de eso que encuentra ahora al hurgar retrospectivamente en aquella etapa le parece romántico. “Cuando la gente arranca con la nostalgia, yo me quiero ir. ‘Todo tiempo pasado fue mejor’. ¡Pero no! Los que dicen eso tienen mala memoria… A mí me empezó a ir bien en el último año del secundario. Fui feliz el día en que tuve independencia económica, cuando pude tomar decisiones. Amo la libertad de la adultez. Para equivocarme, para padecerla también, para todo”.
-Creciste, egresaste del colegio, se terminó el martirio. ¿Y entonces?
-Entonces estudié publicidad, porque sentía que era la única forma de acercarme al cine. Yo terminé la secundaria en 1990. Se hacían veinte películas por año y no tenían nada que ver con lo que me gustaba. En ese momento se percibía una diferencia entre el cine hecho en Argentina y el extranjero; lo nacional parecía mal hecho. El sonido era deficiente, había grandes diferencias técnicas. Hoy estamos empatados, la tecnología con la que se hace una película en Argentina es la misma que se usa en Los Ángeles; los programas para editar, las cámaras… En ese sentido, no hay distancia. Pero en ese entonces no había punto de comparación. Y lo que pasó es que trabajé un poco en publicidad y entendí que no me interesaba; mi vocación era otra. La gran pregunta era de qué iba a vivir…
-¿Y así empezaste a vivir del periodismo?
-Sí. Yo empecé a viajar por trabajo acá en 1998, para hacer entrevistas. Era el momento en que podías tener 15 minutos a solas con una figura importante de Hollywood y lograr una charla interesante; algo imposible hoy en día, porque en ese tiempo acomodan a tres o cuatro periodistas. Pero en ese momento viajaba unas tres veces por mes a Los Ángeles en clase turista, algo posible cuando tenés menos de 40 porque después el ciático no colabora [risas]. Iba y venía todo el tiempo; empecé a cubrir entregas de premios también. Fueron muchos años así. Cuando pasó lo de El secreto de sus ojos [por lo de entiéndase el Oscar a la Mejor Película Extranjera, en 2010], me ofrecieron manejar la producción de films de Telefónica. Durante más de tres años, pasé diez días al mes en España. Y seguía yendo allá [allá ahora es Los Ángeles, desde donde habla], y a las sedes de festivales importantes, Cannes, Toronto… En un mismo mes podía estar quince o veinte días fuera de Buenos Aires; triangulaba un montón. Aunque eso no es igual a vivir en otro país, da un buen entrenamiento; tampoco me sentía un turista, alguien de visita acá [acá vuelve a ser Los Ángeles].
-Cubrís la previa de los Oscar desde 2005 [para TNT América Latina], pero el año pasado fue en condiciones excepcionales. ¿Cómo lo viviste?
-Fue muy raro. Nosotros somos un equipo de producción, y yo siempre trabajé con compañeras de transmisión [en años recientes, Liza Echeverría]. Pero en 2021 había un límite de personas en la alfombra roja, para garantizar la distancia. Fuimos solo 12 canales de TV de todo el mundo, con un único conductor permitido por cada uno. Así que fue tan extraño, en todo sentido… Algo bueno fue que podías concentrarte más en la charla con quien tuvieras delante; había otra calma, otro silencio. En una situación normal hay gritos, vértigo.
-Aunque entrevistar a una figura en persona, pero con una distancia física tan marcada, tampoco es lo ideal, ¿no?
-Para nada, pero había ganas de colaborar. El grado de conexión con ciertos entrevistados fue mayor. Es difícil saber cómo es alguien por hablar tres minutos en una alfombra roja, pero sí podés saber si está bien predispuesto o no. Más allá de esa circunstancia por la pandemia, hay figuras que son consecuentes y siempre ponen el hombro. Gente que entiende que vos estás trabajando y ellos también, porque su labor para una película no termina en el rodaje. Dar entrevistas es parte de los compromisos que tienen por contrato, sí, pero muchos comprenden que además tienen que hacerlo para que la rueda siga girando, para que su película llegue a los Oscar, para que sea muy vista. En Estados Unidos y en Inglaterra hay una ética de trabajo interesante: si se te caen los anillos, no te vuelven a llamar. Uno piensa que grandes figuras, como Lady Gaga o Denzel Washington, por ejemplo, no necesitan hablar con la prensa, promocionarse. Y sí lo necesitan. Si no lo hacen, sus films no ganan premios, su valor de mercado cae y su capacidad de hacer lo que les gusta en las mejores condiciones posibles, disminuye. Sumemos a eso los cambios recientes en la industria, por el Covid-19, porque la gente consume en varios lugares a la vez y está más dispersa… Quienes trabajamos en medios sabemos que, a veces, hay que rogarles a algunos para que te den una entrevista, para que hagan prensa. Y sin embargo, los más exitosos, los número uno reales, se ponen el overol y laburan sin problema.
-En las últimas temporadas de premios, las nominaciones parecieron más pendientes de cuestiones sensibles de la actualidad –realizadores de minorías, ciertas temáticas–, que de la calidad en sí. ¿Está bueno que impere lo políticamente correcto en Hollywood?
-Hay ocho mil votantes para los Oscar, así que no creo que exista una opinión consensuada. Además, el número de votos para cada nominado no se da a conocer; hay un ganador, pero no sabemos si triunfó por un margen enorme o por nada. Eso solo lo sabe la agencia que hace las cuentas. También es real que, en las entregas de premios masivas, la gente vota como quiere ser vista; muchos eligen películas que proponen un mundo mejor, pero después se gritan barbaridades con el vecino de al lado. Los Oscar representan cómo la industria quiere ser percibida, no necesariamente cómo es. A veces coincido con las decisiones finales, y otras no. Por ejemplo, acá la inclusión es una discusión cotidiana, pero no necesariamente marca la agenda de todas las películas. La inclusión no hace que Scorsese deje de filmar una historia en la que son todos mafiosos de más de 70 años. Y si Spielberg incluye un personaje trans en West Side Story [Amor sin barreras, tal su estreno en la Argentina] es porque considera que vale la pena establecer esa narrativa, porque habla de sus preocupaciones. Son tipos que hablan de lo que es de interés. Todas estas discusiones son reflexivas, obligan a meditar sobre los temas. ¿A qué le tenemos miedo? ¿A pensar? Incluso para decir: ‘No estoy de acuerdo’. Perfecto, no pasa nada. Pero lo mejor que nos puede pasar es discutirlo, porque entonces está visible. El problema es cuando estas cuestiones permanecen invisibles.
-¿Y cómo te llevás con la cancelación que sobrevino al #MeToo?
-[Larga pausa] Yo observo cuánto cambió la lectura de contextos. Pienso que no se puede cargar de significados contemporáneos a obras que tienen 50 años, porque están hechas en otro mundo, y hay que entenderlas como una extensión de esos mundos. En todo caso, si hay algo que condenar, es el contexto, no la película. No sé si me voy a enojar con una película de 1954 porque era machista; me parece que tengo que enojarme con el mundo machista de 1954. Estoy seguro de que quien vio por primera vez Volver al futuro en los 80, nunca pensó que en la escena en que la mamá joven de Marty McFly mira a su hijo en calzoncillos y le gusta, hay un gesto incestuoso… Todo está cargado de significado y las lecturas retrospectivas son muy complicadas; infieren desde el presente un montón de cosas que no necesariamente son así, incluyendo las intenciones de los cineastas. Más aún: ¿Puedo apreciar la obra y no querer al autor? Sí. Yo puedo no coincidir en nada con el autor y enamorarme de la obra; las personas somos muy contradictorias. No tengo por qué ser amigo de alguien que discrimina, no tengo por qué votar a alguien que es misógino. Nadie me obliga a validar a la persona por creer que la obra es interesante y compleja.
-Pero hay gente que fue claramente cancelada por Hollywood…
-Sí, y ahí de nuevo hay que hacer una diferenciación. No es lo mismo quien tuvo una condena judicial que alguien que es incinerado en las redes. Tal vez deberíamos huirle a la homogeneización, a la idea de que todo el mundo funciona igual y que todos tenemos que verlo del mismo modo. Eso no enriquece. Dicho esto, yo siempre les voy a creer a las víctimas. No me importa cuál sea la situación; de eso no tengo ninguna duda. También creo que hay una charla muy importante a tener: la de la equidad. Varones y mujeres, minorías y mayorías, tendríamos que tener acceso a lo mismo. Antes de rasgarnos las vestiduras porque alguien escucha un disco de tal o le gusta el cine de cual, hay que lograr que una mujer, por la mismas tareas que hace un hombre, gane lo mismo. Hay que ser prácticos con esto. La asimetría en roles de poder, que siguen mucho más ocupados por varones que por mujeres en muchos ámbitos, es una porquería. Genera una realidad poco interesante; nos perdemos de un montón de cosas.
La La Land
En enero de 2020, Axel Kuschevatzky y familia –su esposa, la periodista Patricia Molina; sus hijos, Juan y Julia– aterrizaron en esa ciudad allá-acá que siempre había estado en su cabeza y que muchos llaman Tinseltown, L.A. (pronúnciese elei) o Shaky Town –cortesía de la falla de San Andrés y sus desplazamientos– para instalarse, por fin, en Culver City, un barrio angelino apacible, de casas bajas y buenas escuelas públicas, que hasta la década del 60 hervía de trabajadores de los estudios Metro Goldwyn Mayer. Acababa de formalizar Infinity Hill, la productora de cine y TV que maneja junto con sus dos socios (Phin Glynn y Cindy Teperman) desde tres sedes: Londres, Los Ángeles y Buenos Aires.
Un mes y medio después, fue marzo. Ese fatídico marzo. “Llegamos, los chicos empezaron las clases y se acabó todo por la pandemia. Fue bravísimo 2020: en California hubo seis terremotos, un incendio forestal que cubrió de cenizas el cielo por tres semanas, la violencia policial [alude al caso de George Floyd] desató saqueos y se impuso un toque de queda por diez días, se vivió la campaña presidencial más tumultuosa en décadas y, ya en enero de 2021, un intento de golpe de estado con la toma al Capitolio. Más el aislamiento. ¿Quién te prepara para emigrar a otro país y encontrarte con todo eso?”.
-“¡Qué suerte, te fuiste a EE.UU.!”, te dice la gente…
-¡Claro! En el imaginario popular no hay lugar mejor. Estás en Hollywood… Pero para mí estar acá siempre tuvo que ver con otras cosas. Yo no hago proselitismo del emigrar. A fines de los 90, cuando empecé a viajar, Los Ángeles era muy diferente; un lugar muy difícil de transitar y en el que estaba muy marcada la división entre el mundo latino y el anglo. Pero la evolución que hubo en veinte años fue enorme. Antes, la lejanía se padecía; había que conseguir un teléfono público y una tarjeta prepaga para llamar a larga distancia, los medios prácticamente no estaban en internet; no accedías a las noticias cotidianas. Hoy no hay ninguna chance de estar fuera de lo que pasa en Argentina. Cuando te mudás a otro país, la fantasía de mucha gente es que ya no te preocupa lo que pasa en el lugar del que venís. Y, en realidad, te comprás preocupaciones nuevas y las anteriores no se van. Nunca dejás de estar interesado, de ver qué pasa, de angustiarte.
-¿Te preocupan las noticias de Argentina?
-Claro, porque está la gente que amo. Me siento preocupado por las cosas malas y contento por lo bueno. Pero siempre estoy al tanto, no tengo distancia objetiva. La Argentina es un país de tensiones ideológicas; toda la vida fue así, pero la fractura hoy es mucho más profunda que en 2003, creo. La cotidianeidad se volvió más heavy. También me pasa que, de repente aparece una figura que se hace famosa súbitamente y no me entero. Y no puedo no saber quién es L-Gante; no me puedo quedar afuera. Físicamente estoy acá, pero en términos de trabajo, una parte enorme de mi tiempo es Argentina. Aunque con toda la información disponible hoy es muy fácil sentirte un bruto, sentir que te falta conocimiento.
-Se llama FOMO, ¿no? Fear of missing out, miedo de perderse algo.
-Es FOMO, pero también es síndrome del impostor, esta idea de que alguien, alguna vez, se va a dar cuenta de que no sabés lo suficiente. Creo que, quien no tiene un poco de FOMO y de síndrome del impostor no puede trabajar en esta industria, estar en el mundo de los contenidos… Hay que saber leer la temperatura del ambiente. Es imposible hacer cualquier obra narrativa y pensarla en un sentido completamente abstracto, como si no existiera nada más. Los contenidos con vocación masiva están obligados a conectar con la audiencia. Entonces, aunque no quieras, vas a comentar el mundo que te rodea. Esto no es un engranaje; no es una fábrica de zochoris…
Un gran ejemplo de ese no-ser una industria de embutidos pronunciados en lunfardo fue Staged, la serie que produjo para la BBC, con David Tennant y Michael Sheen como ellos mismos. Dos actores a punto de estrenar una obra en teatro quedan atrapados en el caos del aislamiento y la vida en casa, entre pantallas. “En Staged, la pandemia estaba, pero como excusa. No era necesario explicitar; queríamos hablar del hastío, del encierro, sin frivolizar nada. Y funcionó bien, porque había humor en un momento en el que precisábamos salir del padecimiento constante. Hicimos dos temporadas en tiempo récord. La serie empezó a tener una distribución importante, la tiene Hulu en Estados Unidos, Direct TV Latinoamérica, Canal+ en Francia, se vendió a China… Y en ningún episodio se dice jamás la palabra coronavirus, pero todos lo entendemos”.
De Aquí A La Eternidad
Este hombre que mira por el retrovisor sus primeros años sin ningún idealismo se siente, al fin, más afortunado; entiende las ventajas de empezar “de grande”, el placer de haber corrido por el andén para aferrarse del último vagón. “Yo lo sé: a mí me apareció la posibilidad de hacer lo que amaba y me prendí con toda la fuerza; no pienso soltarme jamás. El destino no está escrito. Creo que es una construcción cotidiana, como una pareja; todas las mañanas, reafirmás si vale la pena o no. Yo amo esto, pero además hago un trabajo personal para soportar las frustraciones, para no renunciar, para resistir las microcrisis”.
-Suena a madurez… ¿Hubieras podido sostener esta profesión a los 20?
-La madurez te da espalda para bancar ciertas cosas, y resignación [ríe]. No sé cuánto habría durado si hubiese empezado desde chico. Hubiera tenido menos empatía, luchado por cuestiones que no valían la pena. La vida está llena de batallas innecesarias; nos peleamos con la galaxia por tonterías; nos enojamos porque llueve cuando nos vamos de vacaciones... A los veinte pegás una patada y te vas. De nuevo, la analogía de las parejas; cuando sos muy joven, hacés un escándalo por nimiedades: “No puedo vivir así; dejás siempre la bacha sucia”. Después eso no importa más. Ahora, cuando me trabo mucho con un proyecto y quiero largar todo, pienso: “¿Qué hago con esto? ¿En qué lo puedo convertir?”.
-¿Siempre va a haber cine?
-Siempre vamos a contar historias. Porque lo que nos diferencia de otras especies del mundo animal no es solo el lenguaje sino la narrativa como forma de elaborar lo que nos rodea. Dónde las vamos a contar, eso es más discutible. Pero siento que el cine nos va a acompañar por mucho, mucho tiempo. Porque una cosa es ver una película y otra es ir al cine, porque una cosa es mandarte mensajes por WhatsApp y otra es reunirte con tu gente. Ir al cine es un ritual del orden de lo social, sentirte parte de un todo, reconocerte en un otro, llorar de emoción en una sala oscura. El cine es la extensión de la tribu alrededor del fuego. Y eso no se va a ir nunca.