Anticipo libro. La Menesunda, una parte de la historia
El periodista Fernando García reconstruye en un libro el fenómeno cultural e irrepetible del Instituto Di Tella. Aquí, un fragmento dedicado a la emblemática obra de Marta Minujín y Rubén Santantonín
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Yuyo Noé entró hecho una furia por la puerta de Florida 936 y se dirigió a la sala del fondo del CAV donde se oían ruidos de martillo que salían de una estructura que estaba tapiada como si fuera una especie de secreto atómico. Se paró frente a las placas de madera y dio varios golpes fuertes con los nudillos cerrados.
—¿Quién es? —le preguntaron del otro lado.
—¡Soy Noé, Felipe Noé! ¡Ábranme, ábranme! —contestó el arcángel neofigurativo al borde de un ataque de nervios.
Del otro lado de la estructura Marta Minujín pedía, shhhh, que por favor no le abrieran. Hasta que Leopoldo Maler, uno de sus colaboradores, tomó el asunto por su cuenta y se acercó hasta donde esperaba Noé manteniendo la puerta entornada.
—¿Qué te pasa?
—Es que me han dicho que me están copiando, que acá hay una acumulación de cosas. Y eso no puede ser, quiero verlo.
—¿Querés verlo?
—Sí.
Y entonces Maler le abrió la puerta y Noé pasó, miró un poco todo y volvió a irse más tranquilo que cuando había llegado. Nadie le estaba copiando nada.
Esto pasaba en mayo de 1965 y faltaban entonces más de diez días para que el Di Tella estrenara La Menesunda. El murmullo non stop de Floridanópolis ya había provocado esta visita intempestiva de Noé (el primero que la vio en estado de work in progress) como un anticipo de lo que el futuro le tendría reservado a la obra. Con el paso del tiempo La Menesunda se volvería signo: su solo nombre venido del antes clandestino lunfardo estaría en adelante por la experiencia del Di Tella y la cultura pop de los 60; por la entronización de Marta Minujín como artista de masas y el progresivo fade out de Rubén Santantonín, su coautor.
Maler estuvo ahí entonces para abrirle la puerta a Noé porque su prima Marta lo había incorporado para filmar la construcción (en la que terminaría involucrado) del laberinto que iba a proyectarse contra un espejo. Había llegado de Londres después de un viaje de cuatro años impulsado por un concurso para trabajar en la BBC pero por una regulación de seguridad vigente desde los días de la guerra no pudo hacerlo en la televisión (ningún extranjero podía hacerlo) y lo destinaron a la radio. Al mismo tiempo hizo un curso intensivo de nueve meses en la Royal Company de teatro y se puso a filmar un corto sobre un prisionero político de la Guerra Civil Española que terminó ganando el premio esa categoría del Festival de Londres. Cuenta que se sintió abrumado por el premio y que decidió volver a Buenos Aires, donde se reencontró con Marta y su familia, unida a la suya por lazos muy profundos:
—La nuestra es una vieja historia porque los abuelos de Marta fueron los que rescataron a mi familia de los pogromos en Rusia, por lo cual nos criamos todos muy unidos. El abuelo de Marta era como mi abuelo. Llegó a la Argentina muy joven, siendo judío, y se sobrepuso al prejuicio que había contra los inmigrantes de clase baja. Cada uno de sus hijos fue extraordinario. El padre de Marta, por ejemplo, era excepcional. Y Abraham, su tío, fue uno de los primeros pediatras que hubo en Buenos Aires. Tenía una terraza llena de juguetes y los domingos hacía funciones de títeres para sus pacientes. Yo era más amigo de Luqui, el hermano mayor de Marta que murió de leucemia a los 20 años. Él era el personaje entonces. Un tipo alto y bellísimo y el primero en usar blue-jeans que yo recuerde, toda una leyenda en la calle Santa Fe. El nombre era Luis Andino porque había nacido en Los Andes. Lo tuvieron en un rancho y el padre, para darle calor, hizo un fuego y se terminó quemando todo, tuvieron que cargarlo en una mula para llevarlo a una estancia al borde de las montañas. Por eso lo llamaban así. Marta era todavía una flaquita a la que nadie le daba mucha bola. El padre estaba furioso con ella porque traía modelos de la calle para dibujar y los metía en la casa. «¡La van a matar!», decía.
Maler cuenta toda esta historia desde República Dominicana, donde vive desde hace muchos años luego de haber desarrollado una vida de artista conceptual pos-Di Tella en Londres durante los años 70 y 80.
—Leopoldo había estudiado para ser abogado, nada que ver. Llegó al Di Tella de mi mano y nunca más se fue. Lo influencié como loco en todo lo que hizo después —dice Marta.
Y Maler dice que sí, que es cierto; que a ella le debe haberle contagiado la valentía para hacer cosas en su vida de las que no estaba seguro.
De vuelta en Buenos Aires, se instaló en un departamento de la calle Mansilla, otro pequeño satélite de Floridanópolis, que permanecía veinticuatro horas abierto y reencontró a su prima convertida en la ganadora del Premio Nacional Di Tella 64 con una obra que no terminaba de comprender del todo pero que había sido entronizada por el voto dividido de un jurado internacional: Clement Greenberg (Estados Unidos), Pierre Restany (Francia) y Jorge Romero Brest (Argentina). El primero era un modernista irreductible, alte Schule, que mantenía una postura inclaudicable sobre la propiedad autónoma de la obra de arte (el principio más profundo de la abstracción); Romero, quien al fin era el que apuntaba con el dedo qué artistas iban a participar del premio, ya desplegaba su vicio neofílico (del informalismo a la nueva figuración y el pop) y, para Restany, una obra como la de Minujín, que podía vincularse a la de la francesa Niki de Saint Phalle, era la mejor demostración de que su idea del Nuevo Realismo (Nouveau Réalisme), que consagraba la emergencia de un nuevo folclore urbano, podía verificarse fuera de París y convertirse en una opción a la hegemonía anglo del Pop Art. Romero y Restany se inclinaron por los objetos blandos de Minujín (hechos del material donde dormimos y hacemos el amor, nada menos), que así introdujeron en la codiciada vidriera de los premios Di Tella la primera noción de que el arte podía estar en cualquier lugar y tener cualquier forma. Hasta ahí, aun cuando se pusieran en juego estéticas desafiantes, las obras premiadas habían permanecido fieles a la forma consensuada del arte: cuadros (Pucciarelli, Testa, Noé, Macció) o esculturas (Kosice, Louise Nevelson). ¡Revuélquese y viva! era un llamado abierto a experimentar la obra en lugar de contemplarla (en la misma sintonía del Are You Experienced? de Jimi Hendrix) y establecía una relación intrínseca con el «premio especial» otorgado al mendocino Emilio Renart, el elegido de Greenberg, por su Integralismo bio-cosmos número 3, una pieza que también ponía en crisis la noción de escultura presentando una suerte de gran vagina mutante que parecía palpitar con la energía bizarra de las criaturas del cine de horror clase B. Ahí estaban el colchón para «revolcarse» y la forma (expandida) del sexo femenino: rock and roll. El premio era para el fin de las formas del arte pero también para esa mesa del Moderno que Minujín y Renart habían compartido.
Romero, entonces, había elegido a Martita para convivir y a Marta, la hembra primordial de Squirru, para que fuera la imagen del nuevo arte argentino a los ojos de la crítica mundial.
—Romero Brest estaba enloquecido conmigo porque decía que él se sentía joven en mi presencia y yo adulta en la de él. Teníamos un diálogo fantástico. Nos juntábamos mucho a conversar en el Saint Moritz. Pero se llevaba mal con Santantonín y Greco no le caía bien; lo eligió a Pucciarelli, cuando Alberto era mil veces mejor. Después del premio, Greco salió a pegar unos carteles que decían «Dime por quién votas y te diré quién eres».
—¿Entonces todo dependía de si le caías bien o mal a él?
—Sí, era muy déspota. Yo tuve una suerte bárbara de que él y Restany me apoyaran.