Antes que preguntar se trata de responder
Una pregunta recorre el mundo y se formula de varias maneras: ¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a mi familia? ¿Por qué a mí? Este interrogante parece partir de la idea de que lo que ocurre es injusto. Podemos preguntarnos mil veces por qué, y podremos encontrar mil y una respuestas, pero ante determinadas situaciones no habrá un por qué hecho a la medida de nuestro dolor, de nuestra confusión, de nuestro agobio, de nuestra tristeza, de nuestra furia o de nuestra incertidumbre.
Preguntarnos por qué ante aquello que nos mortifica, e insistir en este cuestionamiento, equivale a comprarse un abono a la impotencia, a la angustia, al dolor emocional crónico. Aun así, hay momentos en que nos parece haber dado con el por qué. Creemos haber resuelto el enigma. ¿Calma eso la angustia? ¿Serena la mente? Las respuestas a la pregunta ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?, son analgésicos que anestesian el dolor, pero lo reingresan potenciado una vez que pasa su efecto. Ningún por qué cambia la situación que vivimos ni rescribe la historia. Es frecuente que con el por qué surjan los reproches hacia otros, o las auto reprimendas por lo que se pudo hacer y no se hizo o lo que se hizo y no se debió hacer o lo que no se previó, o, peor, que se vea en lo que ocurre un merecido castigo, o la mala suerte.
Preguntar por qué nos deja de cara al pasado y de espaldas al camino que nos espera. Todas las respuestas estarán atrás, en lo ya recorrido en lo irreversible. Eso genera impotencia, desasosiego, también resentimiento. Nos movemos en un círculo repetitivo que nos lleva una y otra vez al mismo lugar. Pero, además: ¿Por qué no? ¿Hemos firmado un contrato de inmunidad? ¿La vida o sus representantes nos han otorgado un certificado de garantía contra el dolor, contra las pérdidas? Un componente esencial de la vida es la incertidumbre, el imponderable, aquello que está fuera de nuestro control, de nuestras previsiones e incluso de nuestra lógica, que todo pretende explicarlo y acomodarlo.
Si no obtenemos la respuesta que nos satisfaga es porque nos pusimos en interrogadores, cuando en verdad somos interrogados. Decía Víktor Frankl que no hemos venido a esta vida a preguntar sino a responder. ¿A quién hemos de responderle? Justamente a la vida. Ella nos pregunta a través de situaciones y circunstancias. Lo hace todo el tiempo. Algunas de sus preguntas son fuertes, dolorosas. Pero todas tienen razón de ser. ¿Cómo respondemos? A través de nuestras elecciones, de nuestras decisiones. Y a través del modo en que nos hacemos cargo de las consecuencias de esas elecciones y de esas acciones. Ejercemos nuestra responsabilidad.
Esa es la pregunta esencial. ¿Para qué me ocurre lo que me ocurre? ¿Para qué a mí? ¿Para qué ahora? Al interrogarnos así dejamos de mirar hacia atrás, hacia lo inmodificable, y se nos abre el panorama del porvenir. Aquello que nos ocurre, aún lo más difícil, tiene una razón que debemos descubrir. No se revela sola. Esta ahí para que nos conectemos con nuestros valores, con nuestros propósitos existenciales, para que revisemos el estado de nuestros vínculos, las prioridades de nuestra vida. La terapeuta y escritora austríaca Elisabeth Lukas, discípula Frankl, recuerda en su libro El sentido del momento: “En el ser humano se libera una serie de energías misteriosas tan pronto como aflora la consciencia de un para qué”. Esa noción de sentido suele manifestarse aún en el sufrimiento y, muchas veces, sobre todo en él. El apego nos lleva frecuentemente a no aceptar que las cosas son como son y a desperdiciar la oportunidad de explorar nuevos caminos y de poner en uso potencialidades que hemos olvidado o desechado. Preguntarnos todo el tiempo “por qué” no nos ayuda a desapegarnos, nos devuelve una y otra vez al mismo lugar del que procuramos salir o del que hemos sido evacuados.