Adelanto libro. Máxima, luces y sombras de una reina
A punto de celebrar 50 años, y ocho en la corona de los Países Bajos, el libro Máxima. La construcción de una reina aporta detalles de tres momentos clave en su vida
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CAPÍTULO II
“Una mujer ambiciosa”
El verano en Manhattan siempre fue agobiante, y entre julio y agosto la mayoría de la alta sociedad neoyorkina se toma vacaciones. Quienes no tienen la suerte de poder hacerlo buscan una bocanada de aire fresco en el mar, a pocos kilómetros, cerca de las aguas del Atlántico. Coney Island es el balneario más popular, en Brooklyn. También están Rockaway Beach y Fort Tilden, en Queens; o Long Island, con variedad de arena para todos los gustos. Algunas playas son pagas, otras muy concurridas y muy pocas son desoladas. A pesar de que esos destinos eran los que estaban más cerca de sus posibilidades, Máxima nunca los visitaría.
Cuando arribó al aeropuerto internacional John F. Kennedy, el verano de 1995, el calor la dejó atónita. No podía siquiera pensar mientras cargaba las valijas e interpretaba las indicaciones que le había dado su anfitrión, Raúl Sánchez Elía, para poder llegar a su casa de descanso, en Southampton, el exclusivo reducto de las familias más acaudaladas de Manhattan. Él era un empresario poderoso que había estado casado con Lucrecia Botín, la hija de Jaime Botín, ex presidente de Bankinter y famoso por intentar sacar ilegalmente de su país un Picasso valorado en casi treinta millones de dólares, además de prima de Ana Botín, presidenta del Banco Santander y una de las mujeres más ricas de España. Máxima se contactó con Raúl un mes antes de viajar, por intermedio de una amiga, hablaron por teléfono y se cayeron bien mutuamente; él le dio consejos para su búsqueda laboral en la banca y ella supo agradecer con su simpatía arrolladora. Así fue como antes de su llegada recibió la invitación de Raúl para pasar las primeras semanas en su casa de Southampton, “el refugio” para ricos e influyentes.
“En Manhattan no tendrás nada para hacer, ni siquiera te darán una entrevista de trabajo. Esta es la dirección de mi casa, estás invitada. Solo decime qué día te espero”, le dijo Raúl a Máxima. Ella no lo dudó y al bajar del avión, después de casi once horas de viaje, hizo tres horas más para llegar al destino final, a bordo del Hampton Jitney, un conocido servicio de bus que conecta Manhattan con los Hamptons.
Allí descubrió un mundo inesperado pero fascinante. En los noventa hubo una oleada de jóvenes latinoamericanos vinculados a las finanzas, que llegaban a la Gran Manzana para trabajar en el mercado financiero, y la futura reina consorte era uno de ellos. “Nueva York era el centro del universo y la mayoría de los países latinoamericanos habían salido de la recesión o de un régimen dictatorial. De repente, éramos aceptados porque nuestros países estaban generando trabajo. Era un fenómeno de esos tiempos que los latinos de familias tradicionales viniesen a trabajar a Wall Street, debido a que sus empresas familiares de alguna manera beneficiaban a los Estados Unidos. Parecía injusto que la banca hiciera rico al que ya lo era, pero se contrataba a los jóvenes financistas y latinoamericanos de esa época porque utilizaban sus contactos (y los de sus padres o abuelos) para llegar a nuevos clientes. Además, los latinos éramos aceptados porque éramos divertidos y los americanos buscaban sangre nueva”, confesó un financista centroamericano, que describió a los Hamptons como “el destino dorado y obligado de los neoyorkinos”. Ahí tenías que estar para ver y ser visto.
“Un día después de que llegó a Nueva York, Máxima apareció en la playa y empezó a juntarse con un grupo de latinos y europeos que eran amigos de Raúl. Lo primero que les dijo era que estaba desesperada por conseguir trabajo”, contó una persona que la conoció por ese tiempo.
Una amiga de Máxima accedió a contarnos cómo se manejaban esos jóvenes extranjeros: “Nosotros estábamos comenzando nuestras carreras y no teníamos veinte mil o cuarenta mil dólares para pagar por el alquiler de una casa en los Hamptons. Entonces nos uníamos y compartíamos entre varios. Un chico panameño organizaba una casa que estaba llena de latinos, había otro que se encargaba de rentar con ingleses; también había una casa que alquilaban los alemanes. Pero todos socializábamos, nos encontrábamos por las noches en alguna fiesta en la casa de alguien. Máxima llegó a la casa de Raúl Sánchez Elía, el más adulto del grupo, el que más plata tenía y con una casa espectacular con salida a la playa. Tuvo suerte. O fue astuta. No sé”.
La misma fuente asegura que el grupo de extranjeros que conoció Máxima en el verano de 1995 no era una simple banda de jovencitos probando suerte en Manhattan. Todos habían llegado allí con credenciales académicas, pertenecían a familias con mucho poder y tenían el mismo objetivo de ser importantes como financistas. El príncipe Maximiliano Nicolás María de Liechtenstein, miembro de una de las familias más ricas de Europa, era uno de los que estaban en las playas neoyorkinas cuando Máxima apareció en escena. También había dos argentinos, Emilio Ocampo y Alejandro Tawil. El último se convirtió hasta el día de hoy en un amigo cercano. En ese momento, aunque su panorama era muy distinto al de cualquiera de ellos, todos asesoraron a Max. Así la apodaron instantáneamente.
A Máxima le faltaba algo muy preciado e importante para ese círculo social: un apellido de abolengo. Zorreguieta no tenía estirpe ni linaje. “En la Guía Azul pasa de Zorraquín a Zorrilla”, asegura una conocida mujer de la alta sociedad argentina, que tuvo a sobrinos e hijos de amigos estudiando y trabajando en Wall Street durante la misma época en que lo hizo Máxima.
Antes de llegar a los Estados Unidos, Máxima puso en práctica lo que le había enseñado su padre: lo más preciado es el networking, es decir, los buenos contactos. Viviendo entre nobles y niños ricos descubrió que no sería tan sencillo conseguir trabajo. “Cuando querés entrar en los bancos, se fijan mucho dónde estudiaste, si hiciste algún máster en Princeton, Georgetown, Stanford, Harvard, Oxford… Ella no tenía nada de eso. Venía de una universidad argentina, nada más. Pero lo que sí tenía era una gran ambición”, confesó uno de los latinos del grupo. Y completó: “Después de ese verano, Máxima estuvo durmiendo de sofá en sofá. Buscó trabajo durante meses y estaba desesperada. A la mayoría de nosotros nos contrataban al salir de la universidad por el famoso Optional Practical Training (OPT), pero ella no lo tenía y estuvo a punto de irse. Hasta que la llamaron de Credit Suisse. Para esa época, estaba quedándose en la casa de Alejandro Tawil. Él ahora vive en Mozambique y sigue siendo muy exitoso con su compañía de inversiones Third Way Africa, tanto como Raúl. Ambos eran los poderosos del grupo, y Máxima, casualmente, se hizo muy cercana de los dos”.
Por algún motivo que se desconoce en la página de la Casa Real donde se publican los estudios y trabajos de Máxima no se menciona su paso por Credit Suisse, y es posible que la razón sea no dejar en evidencia la cantidad de meses que pasó desempleada. Pero nuestra fuente da fe de que así fue, porque además de pertenecer al mismo grupo de amigos coincidieron en su primer trabajo.
Antes de cobrar su primer sueldo empezó a buscar departamento. Estaba cansada de tener toda su vida dentro de una valija y andar de aquí para allá sin tener un lugar que llamar hogar. Pero se llevó una decepción cuando vio que los precios eran muy elevados, que con su sueldo no tendría oportunidad de alquilar algo para ella sola en Manhattan, y que todos sus amigos ya contaban con roommates. Entonces aparecieron en escena Victoria Goldaracena y María Frattini, dos argentinas con amigos en común que buscaban una nueva compañera. El departamento estaba ubicado en el barrio de Chelsea, que en esa época empezaba a ser transitado por artistas bohemios debido a la escalada de precios en los grandes lofts del Soho, y ubicado a metros del subte, el medio de transporte por excelencia de la ciudad. Pero lo que más le gustó fue que podría ir caminando a la oficina de Credit Suisse. Cerró el trato de inmediato con Vicky y María y se acomodó en el único cuarto vacío. Así empezaba una nueva etapa en la Gran Manzana.
CAPÍTULO VI
“EL NUEVO MUNDO DE MÁXIMA”
La mejor manera de enseñar es con el ejemplo, dijo alguna vez Albert Einstein. Y en el caso de Máxima contó siempre con el inefable punto de referencia que representa la hoy princesa Beatriz, su suegra y reina de Holanda entre 1980 y 2013, una mujer que mantuvo a rajatabla una actitud y una presencia llenas de austeridad y sensatez durante todo el tiempo que ocupó el trono holandés. Un rasgo de los calvinistas que a Máxima, quien aún profesa la fe católica, le sigue costando mucho entender.
Beatriz comenzó su reinado en medio de protestas lideradas por un movimiento de okupas pertenecientes a la generación de los baby boomers que organizaron el mayor episodio de este tipo de disturbios en el país desde la Segunda Guerra Mundial para reclamar por la escasez de viviendas de interés social. Con el lema “sin casa, sin coronación”, la llegada al trono de la madre de Guillermo Alejandro marcó un antes y un después en la relación del pueblo con la familia real, ya que seiscientas personas resultaron heridas en las protestas.
De cualquier forma, para muchos holandeses sigue siendo inolvidable ese vestido color marfil de corte piramidal y mangas tulipa que lució Beatriz —creado por Theresia Vreugdenhil, una de sus diseñadoras predilectas— y que dejó en evidencia las grandes diferencias que existen entre el estilo de Máxima y su suegra. Beatriz usó la discreta tiara de perlas con brillantes, considerada una de las piezas con más historia de la colección Orange y que muchas mujeres de la familia real eligieron para innumerables actos oficiales. Máxima, en cambio, para el día de la proclamación de su marido como rey de los Países Bajos, se decantó por un vestido del holandés Jan Taminiau en color azul cobalto —en la Antigüedad se lo asociaba con el infinito, la inmortalidad, la realeza; además de ser el color de los faraones y las vírgenes— confeccionado en gasa con aplicaciones de pedrería, cristal, manga larga y falda con bordados. Un composé que, si Walt Disney hubiese llegado a ver seguramente lo habría inmortalizado en alguna de sus taquilleras películas. Como si no fuera suficiente, la complementó con una capa al tono con hombros realzados y “coronó” con la llamativa tiara de zafiros con brillantes —la segunda más importante del cofre y que por su estatus tenía permitido usar— y a la que mandó reformar especialmente para tan regia ocasión.
Beatriz siempre conoció muy bien su físico y supo adaptarlo a cualquier situación protocolaria. Junto con las holandesas Sheila de Vries y Theresia Vreugdenhil, las diseñadoras de su mayor confianza y creadoras de su estilo, pensaba los modelos que luciría en cada momento priorizando en especial su comodidad. Y eso lo aprendió de su madre, la querida reina Juliana, quien siempre estuvo muy cercana y pendiente de su pueblo. Beatriz creció con la idea de que “el hábito hace al monje”, pero sobre todo con una regla de oro que su madre le repitió incansablemente: una reina debe parecerlo, sin excesos ni excentricidades.
Y lo cumplió. Recorrió el mundo, se convirtió en la mayor anfitriona de su país, bajó todos los años por las pistas de esquí de Lech y se refugió en su casa de la Toscana junto a sus íntimos, pero siempre lo hizo fiel a su estilo y acorde con las circunstancias. Desde que se convirtió en soberana hasta su discretísima despedida el día de la proclamación de Guillermo Alejandro, Beatriz de Holanda dio cátedra de elegancia y sencillez. Ese día optó por un vestido azul rey, su color favorito y uno de los que predomina en el escudo de los Orange, que combinaba a la perfección con un broche con un gran zafiro rodeado de brillantes y sombrero a tono confeccionado en fibra de banano por Suzanne Moulijn, su sombrerera de cabecera. Todo pensado, por supuesto, por su vestuarista desde 1982, Emy Bloemheuvel.
Es probable que la comparación entre Beatriz y Máxima suene odiosa o parezca superflua, pues sus historias de vida y sus orígenes son totalmente dispares. Sin embargo, es más que necesaria considerando que aun siendo la antítesis conservan algo en común: a lo largo de los años, ninguna de las dos cambió su esencia. Desde un principio a la mujer de Guillermo Alejandro le gustó experimentar con colores chillones, bisutería XL y sombreros estrambóticos, por lo que desde que ingresó a la corte holandesa no ha dejado de sorprendernos, para bien o para mal. En cambio, su suegra nunca dejó de ser sobria a la hora de vestirse y ni siquiera modificó su peinado, que conservó siempre corto y por encima de los hombros, un mandato bajo el que son educadas todas las princesas y reinas de sangre. “Es exótica, tiene pasión, brillo y extravagancia y no trata de ser distante como Beatriz”, declaró en 2013 para una entrevista con la BBC Han van Bree, un historiador especializado en la familia real holandesa.
Máxima tiene aún mucho que aprender de su suegra. Sigue en el proceso de construirse una imagen adecuada al de reina consorte y es evidente que, en cada aparición pública, no pierde su objetivo de posicionarse entre las royals mejor vestidas del mundo. Una carrera que no ha sido nada fácil. Según los periodistas monárquicos de Europa, la argentina tiene por encima de ella a Rania de Jordania, Charlotte Casiraghi, Letizia de España, la duquesa de Cambridge, la princesa Charlene de Mónaco, la princesa Victoria de Suecia, la princesa Sirivannavari de Tailandia e incluso la ecléctica princesa saudita Deena Al-Juhani Abdulaziz. Un escalafón que aún parece muy alto de trepar.
Aparentemente, los especialistas de moda más exigentes pretenden que la reina consorte de Holanda deje de lado las excentricidades y elija conjuntos más sobrios, pero sobre todo hechos en Holanda, tal y como lo hacía Beatriz, para asistir a cada evento oficial. “Será una de las tantas formas con las que complementará sus funciones acompañando a su marido por el mundo, no solo por su apoyo al diseño y la industria holandeses, sino porque de esa forma representará y defenderá los intereses de Holanda con la misma austeridad y decoro con que lo hicieron sus antecesoras”, declaró un periodista holandés que vive en la Argentina.
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¡Cómo evolucionó el estilo de Máxima! En su primera aparición en el palacio Noordeinde de La Haya, el 30 de marzo de 2001, eligió un sencillo vestido terracota apenas adornado con un broche del lado derecho y que al parecer era un par de tallas más grande. Para los conocedores de protocolo fue un hecho calamitoso, porque el broche en forma de flor que lució estaba ubicado de manera incorrecta. Las reglas básicas indican que los prendedores siempre deben usarse del 106 lado izquierdo, a menos que se utilicen para sostener la banda de alguna orden o que el vestido no tenga manga de ese lado. Así, Máxima demostró en su primera aparición pública el poco conocimiento que tenía sobre las reglas de oro de cómo usar estas piezas de joyería tan populares entre los miembros de la realeza. Pero más aún impactó que nadie dentro de la Casa Real haya reparado en ese detalle. Qué diferencia entre esos primeros años en los que aún se la notaba insegura con su estilo a estos últimos en los que reafirma en cada aparición (y sin vergüenza a ser criticada) su amor por el color y su pasión por las joyas, que nunca faltan. Porque cuando el protocolo no le exige que lleve tiara, Máxima aprovecha para lucir piezas de sus diseñadores de bisutería favoritos, tales como la heredera naviera griega Marianna Goulandris, las holandesas Renée Arnold y Ellen Beekmans, o los argentinos Celedonio Lohidoy y Federico de Alzaga. Este último su ex novio y fundador de la firma Aracano, muy popular hoy entre influencers como Lauren Santo Domingo y Carolina Herrera Jr. “Tiene una personalidad muy segura de sí misma. Posee una calma única y es muy educada. Se toma su tiempo para todo, aunque sabe perfectamente lo que quiere. Puedo decir que Máxima es la clienta ideal que te escucha y que respeta mucho la opinión de otro. Realmente me encanta trabajar con gente así”, contó Lohidoy. “Le gusta lucir piezas que la representan. Mis diseños no llaman la atención por su valor material sino por su valor energético y el mensaje que trasmiten y eso lo entendió muy bien la reina Máxima desde un principio. Ella tiene acceso a cualquier joya del mundo, por lo que me hace sentir muy especial que me elija. Nos conocimos porque varias de mis clientas son amigas de ella. Un día vino a verme y se enamoró de las arañas que ha utilizado ya en varias ocasiones. Después se llevó varias mariposas, un clásico mío, que ella luce como nadie. También me ha comprado algunos collares y varios escarabajos”, concluyó el bijoutier argentino. Con los años dejó de lado lo entallado y ahora se decanta un poco más por estilismos cómodos, pero siempre dejando al descubierto los brazos, los hombros o el cuello y, por supuesto, marcando la cintura. Para Máxima los escotes le aportan juventud, aunque algunas veces le jugaron una mala pasada al dejar en evidencia más de lo necesario. Pero aprendió. A sus cincuenta años, nunca más volvió a mostrar sus atributos como aquella vez en el casamiento de Guillermo de Luxemburgo o volvió a usar un entallado vestido de corte sirena como el que llevó a la boda de Victoria de Suecia con Daniel Westling, en 2010. Entendió que la coquetería y la discreción rara vez pueden caminar juntas de la mano.
CAPÍTULO X
“EL DOLOR MÁS GRANDE”
Luego de una llamada al 911, alrededor de las diez y cuarto de la noche de aquel fatídico miércoles 6, los oficiales de la Comisaría 11 rodearon la entrada de Río de Janeiro 228, el edificio de cincuenta y cuatro departamentos. Acompañados por dos médicos del Sistema de Atención Médica de Emergencias (SAME), la policía ingresó y cercó el séptimo piso.
Además de encontrarse con Inés muerta, tuvieron que atender a María, que se había desvanecido. Las luces de la policía alertaron a los vecinos y algunos bajaron a la calle para intentar encontrar respuestas. Todavía no se conocían datos fehacientes. Solo que alguien había muerto. Otros decidieron quedarse como espectadores, pegados a las ventanas. Para la medianoche, algún que otro fotógrafo ya daba vueltas por el lugar. Y para las cinco de la mañana se colmó de gente. Los medios se instalaron en la cuadra y por más de tres días la casa de Inés fue la oficina de muchos periodistas.
Los habitantes del edificio descubrieron esa mañana que la chica de perfil bajo, que habitualmente cargaba una guitarra a su espalda, era la hermana menor de la reina Máxima de Holanda.
El cuerpo fue trasladado a la Morgue Judicial para realizar la autopsia de rigor, y los resultados preliminares descartaron agresiones de terceros. En cuestión de horas la noticia dio la vuelta al mundo. Máxima no tenía consuelo.
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El vuelo 701 de la aerolínea KLM aterrizó en Ezeiza a las cinco y veintiocho de la mañana del viernes 8 de junio de 2018. La operación que se había montado en el aeropuerto internacional fue tal que en cuanto los reyes descendieron del avión junto a sus tres hijas, se esfumaron del lugar. La prensa los vio recién después del mediodía, en el cementerio Memorial de Pilar. Ingresaron a bordo de una camioneta, igual que un año atrás cuando despidieron a Coqui. Esta vez, no se esperaba una misa de responso tan convocante.
El shock era muy grande para la familia y la seguridad se hizo notar. Horas previas, los servicios secretos holandeses habían chequeado el lugar; también hubo grupos comando, y minutos antes del arribo de la familia real dos helicópteros sobrevolaron el lugar. El día anterior, en un comunicado del Servicio de Información del Gobierno, la Casa Real anunció que debido a la trágica noticia, la reina consorte de los Países Bajos cancelaría su agenda, por tanto ese día no acudiría a la apertura del evento Holland Festival en Ámsterdam ni a la presentación de un nuevo centro especializado en el Hospital Universitario de Groninga (UMCG). Tampoco participaría en la visita de Estado, estipulada entre el 11 y el 15 de junio, a Letonia, Estonia y Lituania. En un segundo comunicado, más escueto, decían que Máxima se encontraba “muy conmocionada y triste”.
Por las imágenes que circulan del entierro, Máxima volvió a mantener la compostura y no lloró frente al público como en su casamiento. Encontró consuelo en la música, como en la despedida a su padre, apenas diez meses antes. Esta vez cantó dos canciones, “No woman, no cry”, de Bob Marley y “Knockin’ on Heaven’s Door”, de Bob Dylan. Conociendo el repertorio musical de Inés, y su pasión por la música, supo que cantar junto a Martín significaría mucho para su hermanita.
El entrenamiento para ser la consorte del rey había dado sus frutos, Máxima se había convertido en una mujer que podía tolerar sus emociones en público. María, su madre, y la princesa Amalia, su hija mayor, sí mostraron angustia y dolor en sus rostros. Las dos caminaron junto al féretro tomadas de la mano. Guillermo Alejandro contuvo con abrazos a la menor de las princesas, Ariane. Después, fue el turno de Alexia. Había mucho dolor e interrogantes ese día entre los familiares y amigos de Inés. El Rey conocía acerca del dolor que atravesaba su mujer internamente. Él también había perdido a su hermano menor. La muerte de Johan Friso de los Países Bajos había sido trágica, como la de Inés Zorreguieta. El 17 de febrero de 2012, mientras esquiaba en las pistas de Lech, Friso fue alcanzado por una avalancha que lo tuvo desaparecido durante veinticinco minutos. Cuando lo encontraron, la falta de oxígeno le había ocasionado un daño cerebral que lo dejó dieciocho meses en coma. Friso murió en el palacio Huis Ten Bosch, donde su madre, que ya no era soberana, había decidido trasladarlo para su mejor cuidado, luego de que fuera diagnosticado “en estado de mínima conciencia”.
Máxima decidió quedarse en Buenos Aires unos días más. El lunes 11, a primera hora, apareció en la Fiscalía Nacional en lo Criminal y Correccional N° 19, interinamente a cargo de Cinthia Oberlander. Quería saber todo sobre las últimas horas de Inés; quienes conocen los manejos de una Corona europea también conocen sobre los mecanismos de silencio que se mantienen en estos casos. Seguramente, bastó con que la reina consorte de los Países Bajos se hiciera presente para que la cantidad de información que había circulado los días previos dejara de correr.
Ese mismo día, ya segura de que las fuentes judiciales relacionadas al caso dejarían de actualizar la causa y, por ende, al no haber nueva información, la muerte de Inés dejaría de ser interesante para los medios, Máxima citó a su madre y a sus hermanos en el restaurante Fervor. Su presencia en la exclusiva parrilla de Recoleta no pasó desapercibida, especialmente porque la reina Máxima llevaba un extravagante suéter de cachemir con puños de piel. “Lo que tenía puesto era un escándalo. Atractivo y cuestionable para el momento que atravesaban ella y los suyos”, dijo una habitué del lugar que presenció la escena. Cuando Máxima ingresó al lugar, de reojo pudo ver que Juliana Awada también se encontraba en el lugar. La saludó y siguió hacia su mesa. Pero cuando terminó de comer con su familia, decidió compartir la sobremesa con quien entonces era la primera dama argentina, dejando a María del Carmen, Juan y Martín relegados. Otro gesto que dejó perplejos a los presentes. De hecho, también se supo que no bien resolvió los temas legales en Buenos Aires, voló al sur para avanzar con refacciones que había encargado hacía meses en la estancia que fue adquirida años antes.