Abbey Road Studios. La casa con jardín de Londres donde tocaron los Beatles y se transformó en el estudio de grabación más extraordinario del mundo
Hoy cumple 90 años el estudio que nació en un edificio familiar y donde se ampliaron las fronteras de la experimentación en el sonido
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Cuatro hombres con batas marrones llegan a 3 Abbey Road, sin anunciarse. Cargan un bulto pesado, considerable, bien embalado; el paquete muestra con orgullo la inscripción ‘Harrods’.
Los ingenieros de sonido del famoso estudio de grabación, que a esta altura creen haber visto todo, se sorprenden. Siempre hay más, siempre puede haber algo nuevo, piensan, y esa tarde son testigos de lo inesperado.
Custodiados por la escolta de ojos atónitos, los transportistas entran diligentes al Estudio 2. En pocos minutos, el envoltorio cede y se transforma en una cama que instalan ahí mismo, sobre la geometría del piso de madera, entre esas paredes blancas con paneles acústicos color ocre que el mundo entero seguiría reconociendo muchas décadas más tarde.
Segundos después, otra cuadrilla: ahora llegan almohadas, sábanas, mantas. “A pedido del Sr. Lennon”, dicen, escuetamente. Nadie en ese lugar que todavía se llama EMI Recording Studios entiende qué está ocurriendo.
Es 9 de julio de 1969. Ocho días antes, durante unas vacaciones en Escocia, John Lennon y Yoko Ono habían chocado el British Leyland Austin Maxi color blanco en el que viajaban. Las secuelas del accidente se resumieron en 100 horas de hospital, 17 puntos en la cara para John y 14 en la frente de Yoko, quien además sufrió una herida en la espalda.
McCartney, Harrison y Starr se habían enterado de la noticia por su productor, George Martin, en la primera jornada de grabación del álbum que luego bautizarían Abbey Road, como la calle, y que a su vez después contagiaría su nombre a ese edificio.
Esa misma tarde, un Lennon totalmente vestido de negro apareció por fin en el estudio, sereno y de buen humor, un ánimo no demasiado común a esa altura en la trayectoria del grupo. Entre sus compañeros hubo entusiasmo, abrazos de bienvenida, y después, lo inevitable: ¿Para qué el armatoste de Harrods montado en medio de la sala?
“¿La cama? La cama es para ella”, les respondió.
En camisón, con una tiara de flores sobre su cicatriz y expresión convaleciente, Yoko Ono hizo su entrada, ante las miradas fulminantes de Paul, George y Ringo. Fue el preludio de las semanas enteras que pasaría hospedada allí, recibiendo amigos mientras los Beatles registraban uno de sus discos más perfectos y compartiendo sugerencias con la banda desde un micrófono que Lennon había hecho instalar justo por encima del lecho inconcebible. El final de los Fab Four estaba sellado.
Cinco décadas más tarde es Mirek Stiles, jefe de audio de Abbey Road Studios, quien revive la anécdota -también narrada en el libro El sonido de los Beatles por Geoff Emerick, ingeniero de grabación del cuarteto desde Revolver-, como bienvenida a LA NACION revista. El relato ya es parte de la tradición oral; pasa de generación en generación entre técnicos y empleados, como tantas otras historias archivadas en este comando todopoderoso de música, que hoy cumple 90 años. “La idea de Yoko y la cama no fue muy bien recibida. Ya sabemos cómo terminó todo”, remata con irresistible sarcasmo inglés, mientras sostiene la puerta de entrada.
Ocho escalones y un pequeño umbral separan el ruido callejero de la perfección del sonido.
Los comienzos
En Abbey Road Studios hay olor a café en el aire, el perfume matinal por excelencia. Son las 7.30 de un lunes de otoño; por supuesto, húmedo y nublado; por supuesto: Londres.
El paso de cebra en la intersección de Abbey Road y Grove End Road se olvidó para siempre del anonimato el 8 de agosto de 1969, cerca del mediodía. En ese momento, Iain Macmillan disparó la instantánea que lo convirtió en el cruce más glorioso del planeta; sobre sus líneas paralelas, ocho pies nacidos en Liverpool: dos con zapatillas blancas, dos en sobrio calzado negro, dos descalzos, el último par en botas bajas color beige.
Esta mañana, la intersección está semicerrada –una desilusión amarga–, rodeada en un antipático abrazo de conos naranjas mientras personal de mantenimiento de la ciudad resucita el asfalto. “Es imposible que la pintura dure más de cinco o seis semanas”, se excusa el capataz.
Sobre la acera hay otro imposible; preservar limpia la tapia que dibuja el perímetro del estudio, testigo de la procesión de fans. De su –utópica– blancura florecen nombres, deseos, ciudades, declaraciones de amor; incontables promesas sobre un altar manuscrito. “All You Need is Love, sueño cumplido”, aparece en español. “John + Connie”, encerrados en un corazón. Y también, una de Argentina: “Estudiantes de La Plata, campeón mundial 1968″.
Pero la fascinación real empieza del otro lado de esa cerca, en esta construcción renovada que era apenas un townhouse de tres pisos, nueve habitaciones y un jardín inmenso, en el barrio de St John’s Wood, cuando The Gramophone Company –después EMI– lo compró en 1929, por £16.500, y pasó dos años construyendo los primeros estudios. “La grabación electrónica apenas comenzaba”, cuenta Stiles. “Antes era mecánica –los músicos se reunían en torno a un gramófono–, pero en ese momento ocurrieron dos cosas clave: la electricidad se volvió más accesible y las empresas empezaron a desarrollar micrófonos”.
La industria, joven y temerosa, miraba de reojo los avances. “Había mucho recelo de los artistas. Pensaban: ‘Si la gente compra esas cosas llamadas discos, no vendrá más a mis conciertos’”, relata el anfitrión. “El miedo habitual hacia las nuevas tecnologías”.
The Gramophone Company corrió el riesgo e invirtió. Antes de la casa sobre Abbey Road, la música se registraba en grandes edificios municipales, en iglesias. “Lugares donde hubiera espacio. No existía el concepto de un ‘estudio’”, sigue. “La acústica era complicada; había filtraciones de sonido por todas partes. Ciertamente, nada ideal. Así fue como decidieron crear el primer estudio de grabación del mundo. Y eso es lo que somos”.
El 12 de noviembre de 1931, mientras la Orquesta Sinfónica de Londres interpretaba “Land of Hope and Glory”, de Edward Elgar, frente a un Estudio 1 colmado y las cámaras de la BBC encendidas, el edificio vivió su apertura triunfal. Todo se grabó con dos micrófonos en altura; hoy el promedio en uso es de 70, a nivel del piso.
Pensado para la música clásica –los paneles originales art déco habían sido diseñados por la eminente firma de arquitectos Wallis, Gilbert and Partners–, el Estudio 1 imitaba una sala de conciertos, con techos de 12 metros de altura y un sector demarcado como escenario. “Lucía genial, aunque desafortunadamente no sonaba bien. Los técnicos lo advertían, pero Gramophone no hacía mucho al respecto”, reconoce el guía del recorrido, en anticipo de otra buena historia.
Después de años de quejas desoídas, fue Arturo Toscanini quien montó la escena crucial, en 1939. “Entró al estudio, que habían redecorado especialmente para él, y empezó a hacer pruebas. Malhumorado, tiró la batuta al piso, se llevó las manos a la cabeza y gritó que jamás iba a poder grabar en un sitio espantoso como ese. En realidad, se cree que exageró el disgusto para salirse con la suya, que era usar el Queen’s Hall”. El italiano logró su deseo por partida doble; grabó en el teatro insigne –justo antes de que fuera bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial– y con su arrebato convenció a The Gramophone Company de iniciar la primera de varias mejoras al Estudio 1, que recién culminaron a mediados de los 70. “Finalmente”, presume Stiles, “está considerado como uno de los sitios con la acústica más exquisita del mundo”.
Hoy, el uso habitual del espacio es la música para cine y videojuegos de gran presupuesto. Los cazadores del arca perdida, de Steven Spielberg, en 1981, fue una de las primeras bandas de sonido creadas en Abbey Road. Le siguieron Rambo (1982), El regreso del Jedi (1983), el clásico distópico de Terry Gilliam Brazil (1985), Highlander (1986) –para la cual Queen compuso “Who Wants to Live Forever”–, Robocop (1987) y, ya más cercanas, las sagas Harry Potter y El señor de los anillos, o Skyfall (2012), entre muchas.
Otra página del anecdotario: cuando la explosión de los géneros populares desgastó el interés masivo por la música clásica, a fines de los 70, el Estudio 1 estaba tan desierto algunas semanas que los técnicos lo usaban para jugar al fútbol. “¡Una vergüenza!”, ríe Stiles.
Al otro lado de esta solemnidad de muros pálidos y atriles impasibles, está su contracara perfecta; el lugar que le arrancó la etiqueta de formalidad a la industria del sonido, la sala de grabación original del rock and roll en Londres –y sí, el espacio aquel donde John hizo instalar la cama para Yoko–: el antológico Estudio 2.
El pop, ese trabajo sucio
Estas paredes desconocen el silencio. Cuando no está en uso, un hilo constante de música brota desde la cabina y se proyecta a un volumen apacible sobre el piso. “Acá siempre debe escucharse algo”, dice Stiles. “Nos incomoda entrar y no oír nada”. Está claro que Abbey Road Studios es, también, un refugio de obsesivos.
Nueve décadas atrás, en el Estudio 2 sonaban artistas populares, bandas de swing y jazz enamoradas de las texturas cálidas que conseguían en este lugar. Entre los ingenieros, todo era profesionalismo y pulcritud; eran tiempos de trajes, corbatas y guardapolvos blancos, el atuendo que los distinguía de los músicos.
Ya a fines de los 50 comenzaron a circular otros personajes: Little Richard, Billy Preston, The Hollies, Cilla Black y, el 11 de febrero de 1963, cuatro veinteañeros con peinados mop-top aterrizaron para grabar -en un total de 10 horas- su álbum debut, Please Please Me.
“Cuando empezó el pop, los técnicos no querían saber nada; no querían ‘engrasarse las manos’, decían. Fueron los ingenieros más jóvenes y con menos experiencia los que aceptaron ocuparse del trabajo sucio”, cuenta Stiles. Entre esos novatos estaba Geoff Emerick, un adolescente de 16 años que acababa de ingresar a EMI como pasante y que, en su segundo día de trabajo, atestiguó la grabación del primer éxito de los Beatles, “Love Me Do”.
Hasta ese momento, los artistas tenían acceso únicamente al piso; jamás subían a la cabina de control. Entonces aparecieron en escena Lennon y McCartney. “Con esa personalidad burbujeante y toda su juventud se animaban a abrir la puerta y preguntar, casualmente: ‘¿Cómo está todo por acá? ¿Podemos ver? ¿Podemos tocar?’. Parecía una ingenuidad, pero estaban cruzando un gran límite”.
A mediados de la década, cuando la banda entró en su etapa más experimental, sacudió del todo –tal como Toscanini había hecho antes con su berrinche– las costumbres del Estudio 2. “Ellos tenían determinados sonidos en su mente, e intentaban cualquier cosa para plasmarlos. Como la tecnología era muy limitada, los ingenieros tuvieron que forzar las herramientas al máximo, empujar sus recursos”. Una vez más, los deseos del artista fueron órdenes. Con la inspiración de los Beatles, el apoyo de su legendario productor George Martin y el ingenio del pionero Emerick nacieron las distorsiones, los ecos, los loops de las cintas tocadas al revés, la redistribución de micrófonos y ciertos efectos disparatados, como grabar siempre la batería de Ringo con un atado de cigarrillos dentro del redoblante. De las 210 canciones que el grupo editó entre 1962 y 1970, 190 salieron a los oídos del mundo desde acá.
También en este lugar, donde los ladrillos están colocados de punta para mejorar la acústica y el parquet es un mapa de alfombras persas que suavizan el sonido, las estrictas sesiones de tres horas de duración se volvieron maratones nocturnas, los guardapolvos pasaron definitivamente al olvido y la creatividad traspasó fronteras, volviendo regla todo eso que, hasta la irrupción de los Beatles, era una imprudencia, una excepción.
Desde ese momento hasta hoy, el índice de artistas que desfilaron por la sala es inagotable. Pink Floyd, The Alan Parsons Project, Deep Purple, Duran Duran, Oasis, Sting, Lady Gaga, Kanye West, Sam Smith, Amy Winehouse, Adele. También hay nombres más próximos: Divididos grabó Narigón del siglo (2000) y Gustavo Cerati, la sección de cuerdas de “Verbo carne”, incluida en Bocanada (1999). Como resume Stiles, quien hizo su carrera en Abbey Road como ingeniero y fue responsable de las bandas de sonido de El señor de los anillos: la comunidad del anillo (2001) y Niños del hombre (2006), “Todo aquel que es ‘alguien’ en la industria de la música tiene que grabar acá”.
El Estudio 2 también fue epicentro de un hito: la creación del audio en estéreo. En 1934, el ingeniero electrónico Alan Blumlein hizo en él la primera grabación en dos canales de sonido (similar al oído humano), una hazaña que le valió un Grammy póstumo, en 2017. Paradójicamente, el formato mono siguió siendo el más popular por varias décadas, y los discos se lanzaban en las dos versiones. Abbey Road fue el primer álbum de los Beatles editado únicamente en estéreo.
Tradición y vanguardia
El tercero de los estudios originales, más pequeño, está reservado para grabaciones vocales y pop de corte íntimo. La grilla artística no se queda atrás: por el Estudio 3 pasaron Syd Barrett, Brian Eno, Fela Kuti, Tony Bennett, Radiohead, Jamiroquai y Frank Ocean. Allí, George Harrison grabó la bellísima “My Sweet Lord”, y Lennon, “Mother”.
A diferencia de muchos de los otros grandes estudios de hoy, donde el personal es contratado por proyecto, Abbey Road mantiene un plantel fijo. “Es la forma en que artistas e ingenieros forman una relación. Cuando el músico vuelve, sabe con quién se va a encontrar”.
Más maravillas: además de contar con lo más flamante de la tecnología digital, los estudios conservan muchos de sus primeros equipos analógicos; absolutamente todos funcionan. “Algunos artistas piden usarlos específicamente, no solo por una cuestión emotiva sino para lograr un sonido clásico”, observa Stiles, mientras muestra una increíble colección de micrófonos de los años 30, que incluye los utilizados por la familia real para sus discursos. “Somos muy afortunados; tenemos toda la tradición disponible, y también lo más nuevo”.
Algunas de las consolas analógicas –la más importante corresponde al Estudio 3, con 96 canales, un verdadero mar de perillas– permanecen encendidas todo el año. “Apagarlas es un incordio. Solo lo hacemos durante las vacaciones de Navidad, cuando descansamos por unos días. El resto del tiempo, trabajan”. La electricidad en el edificio es totalmente renovable.
Al final del recorrido, apartado sobre un pasillo, aguarda un piano. Es un Challen vertical bien conservado, de madera clara y amable. “Modesto”, en palabras de un técnico que pasa y saluda, apurado, rumbo al inicio de su día laboral. Con un gesto, Stiles invita a jugar con las teclas y descubrir su sonido. Solo después de unos segundos habla; es el mismo instrumento, dice, que ‘Paul’ tocó en “The Fool on the Hill”, y que se escucha en ese acorde suspendido hasta el infinito en el cierre de “A Day in the Life”. Sabe bien que la revelación emociona a cualquiera. “Es impactante. En apariencia es un instrumento corriente, era incluso económico en su época. Y sin embargo, es extraordinario. Es un buen símbolo de este lugar”, termina. “Tiene el peso de la historia”.