Mala suerte. El “argentino” que se coló en un barco inglés y terminó en uno de los naufragios más dramáticos de la historia
Antes de partir hacia la Expedición Imperial Transantártica, al gran capitán Ernest Shakleton se le filtró un joven en Buenos Aires que se transformaría en uno de los colados más famosos de la historia de la navegación
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“Erguido, intacto, orgulloso en el fondo del mar, es el barco hundido más bello que he visto”. Así describió Mensun Bond, arqueólogo marítimo inglés el hallazgo, a más de un siglo de su hundimiento, del barco Endurance. El rompehielos del carismático capitán Ernest Shackleton que en 1915 –edad de oro de las expediciones polares– se le animó a esa última frontera de la exploración humana que era la Antártida, dormía a 3008 metros de profundidad en el Mar de Weddell, a seis kilómetros del lugar en el que se registró su largo y lento naufragio. El anuncio del pasado 9 de marzo recuperó las extraordinarias historias de cada uno de sus tripulantes: de los 27 que zarparon hacia el Polo Sur a conquistarlo y de los 28 que, después de una aventura de 21 meses atrapados entre la nieve y el hielo, volvieron a la civilización sanos y salvos para contarlo. Polizón incluido.
“Se buscan hombres para viaje peligroso. Salarios bajos, frío extremo, largos meses de completa oscuridad, peligro constante, retorno ileso dudoso. Honores y reconocimiento en caso de éxito”, dicen que decía el aviso que en 1914 publicó Shackleton en el Times de Londres para encontrar voluntarios. Aunque la publicación es incierta –en la hemeroteca del bicentenario diario nunca se halló el original– forma parte del mismo folclore que asegura que inmediatamente respondieron al llamado cinco mil bravíos candidatos de todas las edades, condiciones y capacidades.
Amante de la poesía, de buen genio, poco ortodoxo y bastante rebelde –su padre quería que fuera médico pero a los 16 años se escapó de ese destino para unirse a la Marina Mercante y cumplir su sueño de llegar al punto más austral de la Tierra–, Shackleton confió en su instinto para armar el equipo humano que lo acompañaría en su expedición científica, bautizada Expedición Imperial Transantártica. Al jovencísimo meteorólogo y antropólogo Leonard Hussey lo contrató, dijo, “porque sabía tocar el banjo y se veía gracioso”. Con similar criterio eligió a marineros, mecánicos, biólogos, un bombero y hasta un fotógrafo, Frank Hurley, gracias a quien se conservan las increíbles imágenes de un periplo que incluyó encallamiento en una banquisa del Mar de Weddell, supervivencia en sucesivos campamentos de hielo –a merced de un frío rabioso, de virulentas corrientes marinas y de vientos inclementes que los movían de un lado a otro–, rescate, agasajo y vuelta a casa.
Célebre él –ya había participado de travesías a la Antártida en 1901 y en 1907– cuando aquel 8 de agosto de 1914 zarpó del puerto de Plymouth entre los acordes de “Dios salve a la Reina”, ni en su más compleja fantasía hubiera imaginado que en la escala del puerto de Buenos Aires se le iba a filtrar un jovencito que se convertiría en uno de los más famosos colados en la historia de la navegación.
Perce Blackborow era uno de los nueve hijos de un mayordomo de barco de la ciudad portuaria de Newport, en Gales del Sur. Familia con vida sencilla y dura, los Blackborow estaban acostumbrados a ganarse el pan con esfuerzo. Perce empezó a trabajar en los muelles a los 12 años. A los 16, mintiendo ser mayor de edad, se embarcó en un mercante que recorría las costas de todo Inglaterra. Y tres años después viajaba a Sudamérica –en un barco, el Golden Gate, que habría encallado frente a Montevideo–. Con 19 años, sin transporte y lejos de su hogar, conoció en Buenos Aires a William Bakewell, un estadounidense que había trabajado como peón de rancho en Montana y que, como él, decidió volverse un marinero errante. Bakewell lo convenció de pedir trabajo a bordo del Endurance, que por esos días se estaba abasteciendo en estas costas. El estadounidense fue aceptado, pero Perce, muchachito sin experiencia, no. Pudo conformarse, sin embargo, con un trabajo temporal en el puerto: limpiar las perreras de los casi 70 perros de nieve que viajarían con la expedición.
El barco dejó Buenos Aires el 26 de octubre de 1914. Tres días antes de llegar a la isla Georgia del Sur, un marinero se le acercó a Frank Worsley, el capitán elegido por Shackleton para llevar el timón del Endurance, y con tono muy preocupado le dijo: “Si quisiera acercarse al casillero en el que se guardan los impermeables, señor… No sé si usted llegará a ver lo mismo que creo haber visto yo”. En su diario, Worsley recordó: “Seguí al marinero y lo que vi por debajo de unos abrigos que colgaban a veinte centímetros del suelo fue un par de piernas. Metí la mano, tiré con fuerza y salió el joven Blackborrow, el chico al que habíamos rechazado”.
Cuando Shackleton fue informado del hallazgo, estalló en furia, pero no le quedó más opción que aceptar al polizón. El fotógrafo Hurley, por su parte, escribió: “Sir Ernest, con su característico humor irlandés, consideró el incidente como una divertida broma del destino y lo trató humanamente. Le dijo: «Vamos al lugar más desolado del mundo. Siempre hace frío y todo es peligroso. ¿Tiene alguna idea de dónde te estás metiendo?»”. Escribió además el episodio:
Martes 27 de octubre. 4 PM: Tras parar a enviar correo a nuestras familias desde el faro de Recalada –a la altura de Monte Hermoso– el señor Holness descubrió los pies de un hombre saliendo por debajo de los chubasqueros que colgaban de su locker. El señor E [por Ernest Shackleton] preguntó qué clase de hombre era…
–Oh, un hombre grande y feo, señor, más grande que cualquier otro hombre a bordo, y parece realmente peligroso.
Entonces bajaron a verlo con sus propios ojos y se dieron cuenta de que los pies pertenecían a Blackborrow, el joven agradable que había sido contratado como mano de obra temporal en Buenos Aires. Perce estaba de pie, Shackleton le ordenó sentarse.
–¿Qué hace aquí?
–Quiero ir con usted, señor.
–Ahora se va a poner a trabajar, y será enviado de vuelta a casa desde Georgia del Sur.
–Puedo trabajar, pero por favor no me mande de regreso.
–¿Sabe que si a bordo de un barco pasamos hambre, a los polizones es a los primeros a los que nos comemos?
–Conseguirían mucha más carne si se lo comieran a usted, señor.
Le dieron un puesto como asistente del cocinero Charles Green y se le asignó una paga de tres libras al mes. Shackleton lo hizo pasar por una maliciosa ceremonia de iniciación: mandó a atarlo a la proa de uno de los botes salvavidas y lo dejó un rato largo ahí, mientras una manada de orcas lo olfateaba a su antojo. El chico resistió estoico. De vuelta en cubierta firme, el capitán lo felicitó por su valentía, lo abrazó y anunció al resto del grupo que ya era parte del equipo.
Técnicamente, “un polizón es una figura delictual en que una o varias personas se mueven furtiva e ilegalmente por cualquier medio de transporte, ya sea avión, bus, barco o tren”. La palabra deriva del francés polisson, que significa niño travieso. En genealogía existe “el mito del polizón”, extendidísimo y muy difícil de resistir, según el cual muchos de nuestros abuelos o bisabuelos llegaron a América escondidos en un barco. La leyenda suele nacer en el seno de cada familia cuando no se buscó o no fue posible conseguir la información oficial de la primera entrada a puerto del ascendente o ante la certidumbre de que pudo haber cruzado el océano algo flojo de papeles. Una vez instalada en el imaginario, se extiende, de forma más o menos romántica, durante generaciones. La realidad es que, históricamente, más del 90 por ciento de los polizones son detectados y siempre, de alguna forma, su nombre queda registrado en algún lado.
Los polizones son casi tan antiguos como la navegación. Por eso existen reglas y leyes que regulan la situación de estos grandes colados. Desde la fundación de la primera compañía de seguros marítima –la Lloyd’s de Londres, en 1688– y durante décadas, ninguna cobertura se hacía cargo de ellos. Si se los descubría dentro de aguas territoriales se los podía mandar en bote hasta la costa desde la que habían salido. Fuera de aguas territoriales, el barco o la empresa naviera debían asumir su manutención y atención médica, con lo que era habitual darles un trabajo que compensara sus gastos. En la actualidad están amparados por el Convenio FAL 65 –Convención de Facilidades para el Tráfico Internacional Marítimo–, que exige que al ser descubiertos sean tratados según los principios humanitarios.
Después del profeta bíblico Jonás –que previo a ser engullido por una ballena huyó de la lujuriosa y corrupta ciudad de Nínive escondido en un barco–, el primer gran polizón conocido de la historia fue el adelantado explorador y descubridor del Océano Pacífico Vasco Núñez de Balboa. Antes de esas glorias, año 1509, se dedicaba en La Española –hoy Haití y República Dominicana–, al poco hidalgo negocio de la cría de cerdos. Queriendo librarse de unos acreedores que lo perseguían tras el gran fracaso de su negocio porcino, se filtró adentro de un barril con su perro Leoncico en la expedición liderada por el conquistador y geógrafo español Martín Fernández de Enciso. Cuando éste lo descubrió, amenazó con bajarlo en la primera isla desierta que encontrara, pero la tripulación lo convenció de los conocimientos que podría aportar tan distinguido colado sobre una zona que conocía ya de sobra.
En el Endurance, asistiendo a Green con la preparación de la comida para 28 hombres famélicos, Perce se volvió uno más. Shackleton llegó a considerar a ese chico tranquilo, fuerte, ingenioso, querible y muy meticuloso tan bien como a cualquier otro miembro de su equipo. Se interesó por su formación y lo alentó para que aprovechara sus pocos ratos libres para leer textos de la bien surtida biblioteca del barco.
Encallaron en febrero de 1915. El grupo vivió durante once meses dentro de ese sólido armazón de roble macizo y abetos –el barco había sido construido en Noruega por un maestro constructor de naves de madera, con otro fin, el turismo de lujo, y otro nombre original, Polaris–. Al hacerse evidente que colapsaría, lo abandonaron para instalarse con sus tiendas de campaña sobre las placas sólidas del hielo antártico. Y cuando el campamento Patience Camp, en el que vivieron tres meses, prácticamente se derritió con ellos encima, Shackleton ordenó que subieran a los tres botes salvavidas y se lanzaran a las aguas del peligroso Mar de Weddell. A la deriva durante varias semanas, finalmente llegaron a la Isla Elefante. El primero en desembarcar, por cortesía del capitán, fue justamente Perce Blackborow. Shackleton recordó tristemente: “Iba a ser el primer desembarco de un ser humano en la Isla Elefante, y se me ocurrió que el honor debía pertenecer al miembro más joven de la Expedición. Blackborow parecía estar en un estado casi de coma. Para evitar retrasos lo ayudé, quizá con un poco de rudeza, a que cayera por la borda del bote. Quedó sentado entre las olas, sin moverse. Entonces recordé que tenía ambos pies severamente congelados. Saltamos y lo llevamos a un lugar seco. Fue una experiencia bastante dura para él, pero ahora puede decir que fue el primer hombre que pisó la Isla Elefante”.
El polizón Perce se había infiltrado en el Endurance sin ningún tipo de protección. Los miembros del equipo llevaban botas suaves y gruesas hechas con piel de reno y aisladas con sennegrass–un pasto seco noruego–, pero él apenas se arregló con lo puesto. En la Isla Elefante, prácticamente inmóvil por el congelamiento y la gangrena, pasaba los días metido en su bolsa de dormir, haciendo pequeños esfuerzos como remendar ropa, jugar a las cartas y al ajedrez, despellejar las focas y pingüinos del almuerzo o cortar su grasa en cubitos para alimentar las estufas.
Shackleton había ya partido con cinco de sus hombres a pedir ayuda a la isla Georgia del Sur –un trayecto de más de 1200 kilómetros, improbable pero imperativo– cuando los médicos James McIlroy y Alexander Macklin decidieron amputarle al joven los dedos del pie izquierdo. Lo operaron sin anestesia, aunque con suficiente cloroformo. Contó Lionel Greenstreet, segundo capitán del Endurance: “Le dejaron solo los muñones. El pobre mendigo se comportó espléndidamente y se fue sin ningún problema. Tiempo de inicio a fin: 55 minutos. Cuando volvió en sí estaba alegre como si nada y se puso a bromear”.
Fueron rescatados el 30 de agosto de 1916 por el rompehielos Yelcho de la armada de Chile. El 3 de septiembre llegaron a Punta Arenas, en donde una multitud los esperaba para celebrarlos. Sonaron las campanas y las alarmas contra incendios y la recepción duró varios días con sus noches. Los sorprendió que la Gran Guerra mundial seguía su curso y que Europa estaba prácticamente devastada. Perce pasó los siguientes tres meses ingresado en el hospital local y fue el último miembro de la Expedición Imperial Transantártica en volver a casa, en febrero de 1917. Ya en Newport, recibió la Medalla Polar por su participación en la expedición, se ofreció para servir en la guerra (fue rechazado), trabajó en la Marina Mercante y luego en los muelles locales y siempre mantuvo un bajísimo perfil. Hasta a Mrs. Chippy, el gato del Endurance que aparece junto a él en una de las pocas fotos que existen del polizón, lo sobrevivió la gloria. Desde 2004 la hábil mascota del maestro carpintero Harry Chippy McNish –parece que era capaz de caminar por los cabos en medio del mar más agitado– tiene una escultura de bronce en tamaño natural sobre la tumba de su dueño en el cementerio Karori de Wellington, Nueva Zelanda. Tiene novela, llamada Mrs. Chippy’s Last Expedition: The Remarkable Journal of Shackleton’s Polar-Bound Cat, en la que en forma de diario íntimo se cuenta la aventura del naufragio desde el punto de vista de su famoso felino. Y en febrero de 2011 apareció en una estampilla emitida por la oficina de correos de las Islas Georgias del Sur y Sándwich del Sur.
Perce escapó siempre a todo lo que le recordara que había sido un heroico sobreviviente. Se casó con Kate Kearns, una chica irlandesa, y tuvieron seis hijos. En un día de invierno lluvioso, frío y húmedo, fue al funeral de un hombre del pueblo que no tenía familia y contrajo un resfriado que agravó su bronquitis crónica y sus problemas cardíacos. Murió a los 54 años, el 8 de enero de 1949, y fue enterrado en el cementerio St. Woolos. Lo sobreviven varios nietos, sobrinos nietos y bisnietos. En febrero pasado varios de ellos se acercaron al parque Bellevue, de Newport, a plantar en su memoria un ejemplar de Haya del Antártico, planta arbórea que normalmente crece en los puntos más extremos de América del Sur. En el cementerio online Findagrave.com, que presume de haber concretado desde 1995 más de 210 millones de homenajes virtuales, la esquela de Perce Blackborow tiene su foto junto a Mrs Chippy. En marzo último, cinco días después del hallazgo del mítico Endurance, sucedió un detalle bonito: al polizón más esquivo, valiente y posiblemente querido de los mares, alguien anónimo le dejó una rosa.