70 años de reinado. Cuál será el futuro de la corona británica después de Isabel II, la monarca más famosa del planeta
Con sus 95 años se mantiene como puente de armonía social y política; frente al inexorable fin de su era -y ante una nueva serie de escándalos-, todos se preguntan por el destino de la monarquía británica
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Durante los últimos seis siglos, solamente 15 monarcas han podido tener la dicha de alcanzar 70 años en su trono. El más conocido es Luis XIV, quien en 1713, dos años antes de su muerte, celebró por todo lo alto sus siete décadas como soberano de una Francia gloriosa. El último fue Bhumibol Adulyadej de Tailandia, quien murió el 13 de octubre de 2016 poco después de los festejos oficiales en Bangkok, y al que su pueblo confirió el título de Rey Bhumibol el Grandioso. Ahora le ha llegado su turno a Isabel II de Inglaterra, considerada el símbolo vivo de la realeza y seguramente la monarca más famosa del planeta. Su reinado, que el pasado 6 de febrero cumplió 70 años y representa un puente entre el pasado conservador y el futuro de la diversidad, la ha posicionado junto con la reina Victoria como una de las soberanas más queridas de todos los tiempos. Además, es el primer Jubileo de Platino en la historia de Gran Bretaña, y la ocasión se celebrará durante un fin de semana de cuatro días en junio. Las festividades, que incluyen un servicio de acción de gracias, un derby y el colorido espectáculo de un desfile que reunirá a más de 1400 soldados y 200 caballos, simbolizarán un momento único para Isabel, que cumplirá 96 años el 21 de abril.
Por otro lado, será un momento de sentimientos encontrados para la Reina, ya que se tratará del primer jubileo sin el príncipe Felipe a su lado, a pesar de que se perdió gran parte del Jubileo de Diamantes, en 2012, tras haber caído enfermo después de una travesía por el Támesis. Y no nos olvidemos que 2002, su año de Jubileo de Oro, se vio opacado por la muerte de su madre y de su hermana, la princesa Margarita.
Hay dos episodios, sin embargo, que no han dejado de preocupar por varios meses a los asesores de Su Majestad, ya que podrían arruinar todos los preparativos que Buckingham ha venido organizando meticulosamente desde hace mucho tiempo: el primero es el proceso judicial por abuso de menores contra el príncipe Andrés; y el segundo, la próxima publicación de un libro de memorias del príncipe Harry. Las alarmas están encendidas, aunque se espera que hasta junio las aguas no se pondrán más bravas de lo que están. Además, su círculo íntimo –el príncipe Carlos y la duquesa de Cornwall, los duques de Cambridge, los duques de Wessex, la princesa Ana y su marido, el vicealmirante Timothy Lawrence– hará todo lo posible para que la Reina brille como nunca. La protegerán como siempre y pondrán todo de su parte para que los británicos puedan celebrar con su querida soberana por todo lo alto. Porque ella es la superestrella del Palacio de Buckingham y, a pesar de sus 95 años, sigue contando con un atractivo único en todas las latitudes.
La corte de Saint James, muchas veces considerada fastuosa y distante, sigue generando fascinación no solo en Gran Bretaña, sino en el mundo entero. Alrededor de 30 millones de personas visitan Londres cada año y uno de los highlights siempre es el cambio de guardia a las puertas del Palacio de Buckingham. A pocos afortunados les toca coincidir con la ceremonia de apertura del Parlamento y ver pasar la carroza dorada que transporta a la Reina rumbo al Palacio de Westminster para dar su discurso anual, que marca el comienzo de la actividad política en la nación.
Ese día, millones de personas se agolpan para ver cómo la carroza del Estado irlandés tirada por seis caballos atraviesa el gran pórtico del Palacio de Buckingham con la reina de Inglaterra a bordo luciendo la Diadema de Diamantes que los joyeros Rundell, Bridge & Rundell diseñaron en 1820 para Jorge IV. Al mismo tiempo, otra carroza parte de la Torre de Londres. Es la que transporta sobre un almohadón de terciopelo la corona imperial del Estado, y que dejó de ser llevada por la Reina desde 2019 debido a su peso, que rebasa un kilogramo. Sin embargo, este ritual no dejó de realizarse, ya que es lo que marca la tradición y uno de los eventos más comentados del año. La Reina es esperada a las puertas del Parlamento por el Lord Canciller (el funcionario de más alto rango entre los Grandes Oficiales de Estado en el Reino Unido, al punto que supera nominalmente al Primer Ministro) con su traje negro bordado en oro, el Lord Gran Chambelán y el par mariscal de Inglaterra, quienes la escoltan hasta un salón privado. Allí ella reviste la capa púrpura forrada de armiño y reemplaza su diadema de diamantes por la corona imperial, cuya montura de oro en forma de hojas de roble está engastada con tres mil diamantes. Dos pajes de honor sostienen la cola de su capa e inicia la larga procesión hasta la Cámara de los Lores.
Hasta 2017, Isabel presidió la ceremonia acompañada por su marido, el príncipe Felipe, quien murió el pasado 9 de abril a los 99 años. Desde entonces, es el príncipe Carlos, su hijo mayor y heredero, quien la acompaña en la ceremonia de apertura y se sienta a su lado. Allí lee el discurso que fija las directrices políticas del Reino Unido para la próxima sesión del Parlamento. El Lord Chambelán extrae dicho discurso de un bolso bordado y se lo entrega a Su Majestad. En realidad, el texto es redactado por el Primer Ministro y aunque ella puede aconsejar hacer algunos cambios, no tiene derecho a alterar ni una sola palabra sin la autorización de su gobierno.
Muchos se preguntarán cómo puede ser posible que no pueda intervenir en su discurso cuando, según la ley, la tradición y la idiosincrasia popular, la Reina es el Jefe Supremo del Estado y posee poder absoluto. Es también la fuente de toda justicia, la cual se ejerce en su nombre; es Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y está al frente de la Iglesia Anglicana. El Primer Ministro y los miembros de su gabinete forman un gobierno en su nombre. Y no solo eso: ningún documento oficial tiene valor si no lleva la firma de la Reina. El escudo de Isabel II está grabado sobre los buzones de correo y las emblemáticas cabinas de teléfono color rojo. El nombramiento de cualquier alto funcionario va acompañado de un privilegio: besar la mano de la Reina.
Esta costumbre es un vestigio medieval del lazo que une al soberano con sus vasallos. De acuerdo con lo que pudimos ver en la afamada serie The Crown, casi todos los Primeros Ministros que gobernaron en la época de Isabel II se han plegado a esta costumbre, incluidos los socialistas más intransigentes. Harold Wilson, que tras su gobierno guardó una entrañable amistad con la Reina, se negó a ponerse jaquette. Lo mismo sucedió con Richard Crossman, ministro de extrema izquierda. Pero a fin de cuentas, ambos aceptaron entrar en este juego paradójico y protocolar que rige en todo lo que rodea a la soberana. Es que todo en el Reino Unido gira alrededor de la Corte; donde un diseñador de moda es condecorado con la Orden del Imperio Británico, donde una marca de carteras no solo se enorgullece de ser la favorita de Su Majestad, sino que se convierte en un objeto insignia de su estilo, y donde todos los comerciantes darían cualquier cosa por contar con un Royal Warrant (Orden real de nombramiento).
Institución rara e irracional si se quiere, sin la Corona el Reino Unido jamás hubiese llegado a alcanzar el lugar que ocupa en la historia. Porque tal y como dijo el constitucionalista Walter Bagehot, “el soberano tiene derecho a ser consultado, derecho a aprobar y derecho a hacer advertencia”. A pesar de estas “restringidas atribuciones”, varios monarcas, desde la reina Victoria hasta la propia Isabel II, han desempeñado un papel político directo e indirecto que dejó sus huellas en la política británica. Isabel II, por ejemplo, desempeñó un papel político crucial cuando en 1957, tras la dimisión de Anthony Eden, nombró a Harold Macmillan Primer Ministro por su gran conocimiento sobre lo que sucedía en una ya álgida Guerra Fría. A pesar de que él estaba a favor de la descolonización de África, la Reina estaba convencida de que era el hombre indicado para iniciar un período de prosperidad en materia de política exterior y reanudar una “relación especial” con Estados Unidos.
En todos los reinados de Gran Bretaña han existido momentos de crisis y quiebres tan abruptos que han llevado, por ejemplo, a personajes como Enrique VIII a romper su relación con la Iglesia católica después de que el papa Clemente VII no le permitiera divorciarse de Catalina de Aragón. Por capricho decidió poner fin a casi mil años de unidad entre Inglaterra y Roma y en 1534 firmó el Acta de Supremacía, la cual confirmaba el estatus de autoridad del Rey sobre la Iglesia y les exigió a los miembros de la nobleza que hicieran un juramento reconociéndolo. Poco más de 400 años más tarde, otro gran escándalo de origen sentimental y también relacionado con un matrimonio considerado “inaceptable” para la Corte sacudió a la Corona cuando Eduardo VIII decidió renunciar al trono para casarse con la divorcée Wallis Simpson. Una abdicación que haría posible la ascensión al trono de Isabel II, quizá la monarca más querida por los británicos junto con la reina Victoria.
Pero la estructura de la Inglaterra moderna y ese respeto que infunde la Corona como institución fueron logradas por la homónima de la reina, Isabel I, quien sucedió a su hermana María I en 1558. Al nacer, Isabel, fue declarada bastarda por su padre, que había mandado ejecutar a la madre de la criatura, Ana Bolena, por adulterio. Isabel se encontró con un país dividido y casi en la ruina. Al dirigirse a sus ejércitos la víspera de la batalla contras las fuerzas españolas de invasión, la famosa Armada Invencible, les dijo: “Tengo el cuerpo de una débil mujer, pero tengo el corazón y el coraje de una reina”. Durante su reinado, Shakespeare escribió sus más grandes obras. En general, y ya desde entonces, la monarquía inglesa supo adaptarse no solo a las condiciones económicas y políticas del país, sino también a las aspiraciones y necesidades de su pueblo.
En su libro La monarquía inglesa (1937), el ensayista francés André Maurois escribió que durante el siglo XX se presenció la desaparición de la gran mayoría de los tronos de Europa, y la monarquía dio paso a la república en países como Francia, Alemania, Austria, Portugal, Italia, Bulgaria, Rumania, Yugoslavia, Serbia y Grecia. Paradójicamente, los últimos cien años también han sido testigos del afianzamiento de la monarquía británica. En 1875, Joseph Chamberlain –el poderoso secretario de Estado para las Colonias del Reino Unido y máximo exponente del imperialismo– se proclamó abiertamente republicano y cuestionaba frecuentemente si llegaría al trono el hijo de la reina Victoria; hoy también se discute y se duda de si Carlos de Gales será coronado el día que su madre muera. Con total ignorancia en cuanto al respeto por la línea de sucesión que impera en la Corte, muchos afirman que William, el duque de Cambridge, podría subir al trono. Otros tantos, especialmente los jóvenes de entre 18 y 24 años, aluden al republicanismo con el argumento de que la monarquía es un sistema obsoleto, anacrónico y que se contrapone con la igualdad de oportunidades que todos los seres humanos merecen.
Pero en Gran Bretaña, hoy por hoy y de acuerdo con una encuesta de YouGov, el 61 por ciento sigue estando a favor de la monarquía como sistema de gobierno y demuestra que el sentimiento monárquico es del todo independiente de las ideologías políticas. Un laborista lo experimenta de la misma manera que un conservador. Pero, sin duda, la Corona debe su popularidad a las masas y no a las élites: es en el pueblo británico donde realmente radica el amor por su monarca y las tradiciones de una institución que nació con Guillermo el Conquistador. Una institución que en los últimos tiempos ha sido indudablemente golpeada como nunca, pero por la que curiosamente millones de personas aún sienten respeto y devoción. Ya lo dijo Winston Churchill: “Cuando el Reino Unido pierde una batalla, el culpable es el Primer Ministro. Pero cuando resuenan las campanas de la victoria, todos los ingleses gritan a coro: ‘Dios salve a la Reina’”. Y es así porque no existe otro país en el mundo donde el pueblo ve en su monarca una figura que representa protección y continuidad, bienestar y salvación. Para toda la nación británica, se trate de nobles o plebeyos, capitalistas o socialistas, la Corona es el símbolo vivo de la unidad del país.
Como si la historia se repitiera, el reciente escándalo del príncipe Andrés por supuesto abuso de menores nos remonta al mal comportamiento que en su momento tuvo el hermano mayor del abuelo de Isabel II, el duque de Clarence, quien debió haber sido el sucesor de su padre. Por mucho tiempo, Alberto Víctor de Clarence fue el vivo ejemplo de la tendencia libertina de la familia real inglesa. Al parecer, era uno de los clientes más asiduos del gran burdel masculino del West End de Londres, en la calle Cleveland, en el que jóvenes menores de edad que durante el día trabajaban como mensajeros en el correo complacían a miembros de la aristocracia a cambio de dinero. Aunque en su momento se dijo que Alberto murió de neumonía a los 28 años, se cree que padecía algunas enfermedades venéreas que en aquel entonces resultaban incurables. Al año de su muerte, su prometida, María de Teck, se casó con su hermano menor –el futuro Jorge V– y en muy poco tiempo se convirtió en una de las reinas más respetadas de Inglaterra y en la mujer que más influyó en la educación de su nieta, Isabel II.
Pero el escándalo que Isabel II debió sobrellevar también tuvo que ver con asuntos del corazón y estuvo directamente relacionado con su hermana, la princesa Margarita. Todo comenzó después de la ceremonia de coronación mientras los invitados aguardaban en lo alto de los escalones de la Abadía de Westminster la llegada de sus autos y carrozas. Ante la mirada de miles de espectadores y frente a cientos de cámaras de televisión, la hermana menor de la Reina tomó del brazo a un hombre. Con un gesto familiar y cariñoso, le cepilló el polvillo del revés de su sobretodo. Era el coronel Peter Townsend, héroe de la aviación británica durante la Segunda Guerra Mundial, que en ese momento se desempeñaba como edecán de la Reina Madre. La princesa Margarita lucía radiante, su sonrisa brillaba como nunca y no podía dejar de poner sus manos sobre las medallas que cubrían el saco del oficial. Ante tal escena, todo Londres comprendió que algo pasaba entre Townsend y la princesa, lo cual escandalizaría a toda familia real.
Townsend, excaballerizo del rey Jorge VI, era plebeyo y divorciado. En cuanto se conoció su relación con la princesa Margarita, los tabloides condenaron sin piedad su posible noviazgo. Un escándalo como ese, decía Churchill categóricamente, bien podía destruir los cimientos de la monarquía cuando no habían pasado ni 30 años del papelón de los duques de Windsor. La ley inglesa permitía a Margarita casarse con quien ella quisiera después de haber cumplido 25 años, pero si el hombre que elegía no cumplía los requisitos para una mujer de su estatus y condición, debía renunciar a sus derechos de sucesión y a su asignación. Un episodio del que Harry tuvo mucho para aprender en su momento, aunque al final de cuentas optó por una decisión muy parecida a la de su tío bisabuelo, el duque de Windsor, que al igual que él dejó su sentido del deber y su compromiso por la Corona por amor. Con una pequeña diferencia: fue el Parlamento quien decidió no dejar a Eduardo VIII reinar por casarse con una mujer divorciada. En el caso de Harry, fue su mujer quien lo alejó de sus afectos y lo transformó en un ser pretencioso y resentido que quiere seguir viviendo con los mismos privilegios de siempre.
La Reina se vio entre la espada y la pared, pues nada la haría más feliz que ver a su hermana plena y enamorada, pero sabía que su oficio como soberana y protectora de la Corona la obligaba a no aprobar ese matrimonio. Después de un año de separación –Peter fue destinado a la embajada británica en Bruselas– y de mucho sufrimiento, Margarita recibió a Peter a finales de 1955 en Clarence House para decirle que lo amaba con todo su corazón, pero que su deber como hermana de la Reina era poner su compromiso con la Corona por encima de todo. Tras estar devastada por un largo tiempo, finalmente decidió darle una nueva oportunidad al amor y años más tarde conoció al fotógrafo Antony Armstrong-Jones, con quien se casó en mayo de 1960 y a quien su cuñada le otorgó el título de Lord Snowdon. 16 años más tarde, sin embargo, el amor se apagó y tras una larga separación llegó el divorcio entre Margarita y Antony, lo que significó un recio golpe a las instituciones británicas. En 1953 era inconcebible que una princesa de sangre se casara con un hombre divorciado y ahora ella misma decidía poner fin a su matrimonio. Sin duda, Inglaterra había cambiado, aunque la Corona aún se mantenía como la institución más popular del país.
En julio de 1981, la ilusión regresó a palacio con el casamiento del príncipe Carlos y Diana Spencer. Una vez más el pueblo se agolpó en las calles de Londres para ver a sus futuros reyes convertirse en marido y mujer. Como si se tratara de un cuento de hadas, 29 millones de televidentes siguieron la ceremonia de 70 minutos en los cinco continentes. Y desde entonces, cada cosa que sucedía entre Carlos y “Lady Di” era noticia en los mayores tabloides del mundo. El 21 de junio de 1982, Diana satisfizo la preocupación más apremiante de cualquier familia real: dio a luz al sucesor de Carlos, el príncipe William. Dos años después nació su segundo hijo, el príncipe Harry. Pero, así como había pasado con Margarita y Antony, la felicidad no acompañó a la pareja y en 1992 el distanciamiento se volvió patente tras conocerse las infidelidades de Carlos con Camilla Parker Bowles, su amor de la juventud. Diana se sentía incomprendida y día a día se daba cuenta de que no tenía nada en común con Carlos, un hombre que fue educado para ser rey y que jamás entendió que su mujer tenía un corazón cuyas emociones muchas veces no eran compatibles con su oficio de royal.
Mientras duraron los trámites, Diana estuvo seriamente deprimida y padeció varias crisis de anorexia. Por fin, los príncipes de Gales llegaron a un acuerdo, y el divorcio se firmó el 28 de agosto de 1996. Desde ese día y por el cariño que sentían por ella, el pueblo la bautizó como “Reina de Corazones”. Casi un año más tarde, el 31 de agosto de 1997, Lady Di dejaba el mundo en el Hospital de La Pitié Salpêtrière, en París. Su novio, Dodi Al-Fayed, millonario empresario egipcio, murió al chocar el automóvil en el que viajaban juntos. Toda Inglaterra comenzó a llorar y a dar el último adiós a la “princesa del pueblo”, mientras la Reina permanecía en un inexplicable mutismo por cinco largos días. Un silencio que a gritos le decía a Isabel II que su pueblo la necesitaba y que querían compartir con ella el dolor de haber perdido a Diana. Una vez más su sensatez y buen juicio la hizo entender que tenía que hablarles a sus súbditos y que la Corona se fortalecería aún más si la familia real finalmente le daba ese lugar que ella siempre buscó.
Nada ni nadie ha hecho titubear a Isabel II, la cuadragésimo segunda sucesora de Guillermo el Conquistador, la sexta mujer que está al frente del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. La jefa del Commonwealth que reina simbólicamente sobre 19 países ente los que se encuentran cinco monarquías (Lesoto, Suazilandia, Brunéi, Malasia y Tonga), y sobre 34 repúblicas. Todos los eventos, felices e infelices, que ha vivido a lo largo de su vida la han convertido en una monarca marcada por la tradición, el deber y la responsabilidad. Su oficio de ser la soberana de un país en el que rige la monarquía como sistema de gobierno desde 1066 la ha llevado a preservar de la manera más juiciosa posible un sistema que es representado por la Corona, esa institución cuya simbiosis con el Parlamento forma un todo indivisible.
Cuando Isabel II fue coronada, en 1952, Inglaterra salía de una guerra espantosa durante la cual, por primera vez en diez siglos, su suelo había sido devastado por las fuerzas enemigas. El Imperio comenzó a desmembrarse, pero la grieta más grande realmente se produjo en el seno de la sociedad inglesa. Gran parte del tejido social se había mermado durante los años de la guerra y los primeros años de paz fueron muy duros económicamente. Pero de a poco la clase media se fue adueñando del poder, aunque muchos problemas asediaban aún a Inglaterra: las industrias habían perdido su ritmo de producción, los sindicatos se habían vuelto ferozmente combativos y muchos se cuestionaban los privilegios bajos los cuales aún vivía la nobleza y la aristocracia.
El gran mérito de la familia real no fue tanto el de adaptarse como el de representar todas las nuevas tendencias y maneras de pensar. Margarita se convirtió en una especie de activista social de alto rango a favor del relajamiento de las costumbres. Y el príncipe Felipe, con esa franqueza que siempre lo caracterizó, representaba como nadie a esa aristocracia que quería modernizar el Reino Unido y hacerla cada vez más visible en el nuevo concierto de naciones.
Mientras todo esto acontecía, la única persona que jamás alteró su manera habitual de ser y que siguió cumpliendo imperturbable con sus deberes fue la Reina. Precisa, constante, estricta y decorosa, siempre intenta tomar las decisiones más beneficiosas para la Corona. Porque así fue educada y, según se lo reiteraron el día que fue coronada, esa es la tarea para la que Dios la había elegido. Así lo ha demostrado a lo largo de 70 años de reinado. Carlos no podría pedir por un mejor ejemplo y un mayor referente para convertirse en un gran monarca.
Aunque algunos lo duden, la mayoría de los ingleses cree que Carlos será un excelente rey que sucederá dignamente a su madre, pues nadie como él conoce el funcionamiento de la Corona y su historia de vida le ha enseñado a escuchar su corazón y a empatizar con su pueblo. Un ejemplo es el haber aceptado pagar impuestos equivalentes al 50 por ciento de sus rentas. Un gesto que muestra que el príncipe de Gales sabe vivir a la altura de los tiempos y que también entiende lo que hay que darle al pueblo. Además, desde hace mucho tiempo siempre se ha interesado por mantener correspondencia con los ministros y estar al tanto del estado de la nación.
Después de los avatares familiares y políticos a los que ha sobrevivido a lo largo de casi mil años, es muy probable que la monarquía inglesa esté destinada a perdurar, por más que la popularidad de Carlos jamás igualará la de su madre. Aunque su reinado será corto comparado con el de su madre, el príncipe de Gales es consciente de que hoy en día se ha perdido mucho de la esencia británica, y que Gran Bretaña ya no es vista como una isla. Un tren une Londres con París en solo dos horas y media, por lo que la mayoría de los británicos ya no dirigen sus miradas hacia altamar, sino a la Europa vecina. Y esto a pesar del Brexit, esa maniobra orquestada por los fake news, y con la que millones de ingleses no están de acuerdo, pues muchos vacacionan en el continente y lo consideran parte de su vida.
La reacción de la Reina, retirándole al príncipe Andrés, su hijo predilecto, todos sus privilegios después del escándalo Epstein deja muy en claro que cuando es necesario ella sabe demostrar que no forma parte de una institución arcaica. El duque de York tendrá que enfrentar como un civil el proceso que la estadounidense Virginia Giuffre abrió en su contra alegando que fue abusada sexualmente por Andrés cuando tenía 17 años, mientras Jeffrey Epstein la traficaba. Muchos ingleses aún piensan que la monarquía es una institución necesaria, la única que permite preservar la estabilidad social y una forma de vida específicamente “británica”. Es muy probable que cuando Carlos llegue al trono implementará varias reformas dentro del funcionamiento de la familia real y modernizará una institución cuya continuidad parece bien asegurada. Por lo pronto, Isabel II puede estar segura de que pasará a los anales de la Historia como una de las mejores monarcas de la historia de su país. Porque nadie como ella ha sabido usar concienzudamente esos poderes y privilegios de una manesa sensata e inteligente.