“Zurdos”, una expresión que remite a un momento trágico de la Argentina
La palabra que Javier Milei usó en Madrid para referirse a quienes defienden ideas de izquierda es algo más que una simple definición
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“Soy un liberal en un país de zurdos”, se autodefinió el presidente Milei en la presentación de su libro en Madrid. Confieso que al inicio la ocurrencia me hizo sonreír. Pero inmediatamente las palabras se volvieron a cargar de significado y por eso de sentido. La mezcla de comedia y tragedia en la que vivimos, que arranca con la promesa de la restauración democrática y termina en el fracaso político de la polarización, sacó del debate público las palabras y actitudes propias del respeto democrático y del sentido histórico. Como en el juego de las sillas vacías, todo parece cambiado de lugar.
Desconcertados, todavía no sabemos si los que se definen liberales en realidad son nacionalistas conservadores, y los “zurdos” de ayer son los demócratas liberales de hoy. Como en nuestro pasado trágico derechas e izquierdas se mataron literalmente, palabras como “zurdos” y “fachos” están dolorosamente connotadas. Suenan como insultos, sin que aún las hayamos limpiado de su carga de muerte ni reconciliado en una democracia en la que, al menos en teoría, debe haber lugar para todos, en pie de igualdad, para intercambiar argumentos y construir una conversación democrática. De modo que es imposible entenderlas en su verdadero significado fuera de nuestra turbulenta y trágica historia del siglo XX.
"Como en el juego de las sillas vacías, todo parece cambiado de lugar"
¿Por qué en la Argentina se les dice “zurdos” a los que en todas partes se nombra con todas las letras, “izquierda”, para designar un pensamiento político que, simplificado, antepone la igualdad a la libertad y se identifica con el comunismo y el socialismo? Se trata de una denominación nacida de la Revolución Francesa, definida por el lugar físico que ocupaban los diputados en la Asamblea Nacional Constituyente. A la derecha, los que defendían al rey; a la izquierda, los que impulsaban un cambio. Sin embargo, el tiempo, que todo lo modifica, nos desafía a entender nuevas situaciones: el cambio hoy lo propugna la derecha. En tanto el pensamiento político de la izquierda fracasó en sus promesas de igualdad y se refugió en la defensa de las causas de identidad, defendidas antes con prepotencia que con persuasión.
Ambas palabras, derechas e izquierdas, son sustantivos, nombran concepciones ideológicas antagónicas, dos cosmovisiones del mundo y la vida que encuentran expresión política dentro de las democracias liberales, el más generoso de los sistemas, que ofrece bancas de representación inclusive para aquellos que descreen de la democracia y utilizan los Parlamentos para atentar contra el sistema que les da fundamento político.
"El insulto, que apunta a herir, es un fracaso del hombre"
Sin embargo, las expresiones, “zurdos” y “fachos” son descalificaciones morales, personales, utilizadas como insulto. No argumentos ni conceptos. Si el origen de las denominaciones de izquierda y derecha remiten a la Revolución Francesa, en la Argentina cuesta descubrir el origen de la expresión “zurdo”, a no ser reconocer la negatividad de la metáfora “siniestra”, también el nombre de la mano izquierda.
Lo cierto es que la palabra “zurdo” como descalificación personal ha sido usada y abusada tanto por el peronismo como por los sectores de la ultraderecha militar, para quienes dudar es una jactancia de los intelectuales. El golpe del 1976 la sustituyó por “subversivos”, para justificar la “aniquilación” ordenada por el decreto presidencial de la viuda de Perón, Isabelita. Por su parte, los grupos armados del peronismo nunca se reivindicaron de izquierda, sino se definían como revolucionarios, herederos del nacionalismo popular. En Europa, la denominación de izquierdas, que salió fortalecida tras la Segunda Guerra Mundial por el papel que tuvieron los comunistas en la resistencia al nazismo, quedó malherida debajo del cemento y los hierros de la caída del muro de Berlín, que obligó a los partidos y los intelectuales de izquierda a la reconversión democrática. En la Argentina, la restauración democrática devolvió el derecho al pensamiento libre, sin persecución de la opinión. Se desplegaron las banderas rojas, entraron en el juego electoral los partidos de izquierda, y el peronismo kirchnerista, que nunca fue de izquierda, inauguró un nuevo eufemismo: “Progresistas”. Una definición que se niega a sí misma, ya que no hay formas concretas de medir el progreso sin caer en las estadísticas. Las nuestras, lo único que aumentaron fue la pobreza, la inflación y la desazón.
Mas difícil de medir son las cuestiones culturales, los valores que compartimos, la forma en que hablamos o callamos, lo que decimos y cuánto nos respetamos en las diferencias. No es un delito el pensar de izquierda o de derecha. La democracia liberal garantiza nuestro derecho a expresarnos libremente. Con cuatro décadas de continuidad electoral, ya podríamos haber desarrollado una cultura de convivencia democrática. Sin embargo, los años del patrullaje ideológico del kirchnerismo han amasado una cultura política autoritaria, de obediencia y de temor a decir lo que se piensa para no caer debajo de la balacera de los insultos y las descalificaciones personales, exacerbadas y facilitadas por las redes sociales. Más aún cuando provienen de las máximas investiduras, que poseen poderosísimos sistemas de comunicación y propaganda.
Por eso, las palabras no son inocentes. Acarician o lastiman. Al insulto no hay que tomarlo de manera literal, porque no trasmite un concepto sino que su propósito es malherir, escribió en estos días Fernando Aramburu, el autor de esa novela inmensa, Patria, en la que se pueden leer en clave argentina los tiempos del terror en el País vasco. “El insulto es un fracaso del hombre”, porque revela el pobre manejo de los recursos de la inteligencia humana.
Mucho tiempo antes, el emperador Marco Aurelio escribió, en sus Meditaciones, que ni el más agresivo se resiste a la amabilidad, y aconsejó no asemejarse en el insulto. Personalmente, en mis tiempos en la tribuna política seguí a rajatabla otro consejo extraído de la sabiduría del refranero español, olvidada en estos días a un lado y el otro del Atlántico: “Solo di palabras dulces, no vaya a ser que te las tengas que tragar”.