Voltaire dixit: lo perfecto es enemigo de lo bueno
La velocidad y la tecnología no siempre son amigas de la mejor calidad en el trabajo de corrección, pero hay que adaptarse a los tiempos y evitar la queja constante
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Treinta y cinco años han pasado desde que comencé a trabajar como traductora de inglés y treinta como correctora de español. Así como en el caso de las traducciones los errores de sentido al pasar de la lengua fuente a la lengua meta eran la peor pesadilla, en el caso de las correcciones, los errores de ortografía eran el fantasma más temido. Yo comencé a trabajar como correctora de traducciones. Por lo tanto, realizaba las dos tareas en una, porque tenía que cotejar la versión traducida con el original en inglés y, al mismo tiempo, evitar que hubiera errores tanto ortográficos como sintácticos en la versión en español. Tampoco debía haber erratas, por supuesto. Esta conjunción de ambas tareas era la tormenta perfecta para que se conjuraran todos los demonios. Despertares abruptos a la madrugada preguntándome si había prestado atención a tal o cual cosa, si no me había olvidado de hacer algún cambio, si había comprendido cabalmente una frase específica. Entregar una novela y llamar días después a la editorial para confirmar que, por ejemplo, tal apellido hubiera quedado escrito de la misma manera a lo largo de todo el texto. Y un sinfín de sobresaltos y obsesiones propios de la profesión que jamás se superan aunque pasen los años.
Es cierto que eran épocas en que se manejaban otros tiempos, y que tanto a la calidad de la corrección como a la de la traducción se les prestaba una atención que ha ido disminuyendo con el paso de los años. Pero también existían instancias de tiranía en los plazos de trabajo. Tal vez no cotidianas como ahora, pero las había. Y a diferencia de lo que ocurre en la actualidad, no teníamos el entrenamiento para resolver y tomar decisiones con el que contamos en el presente. Recuerdo cuando participé de la traducción del libro Diana, su verdadera historia, de Andrew Morton, texto que hubo que traducir en tan escasos días que cada capítulo estaba asignado a un traductor diferente. Tenía que estar en las librerías antes de que surgiera cualquier cambio en la tumultuosa vida de la princesa de Gales que hiciera que el libro oliera a naftalina antes de llegar a los lectores. No había internet ni Wikipedia ni diccionarios online. Apenas computadoras. El solo hecho de levantar y abrir un Merriam-Webster o el diccionario de la lengua española de la RAE, por citar solo los esenciales, implicaba un cansancio físico inenarrable después de horas de hacer en forma permanente el mismo movimiento y la fuerza para tomarlos y sostenerlos.
Si bien más cercana, mi experiencia cuando hice la adaptación de los siete tomos de Harry Potter del español peninsular al español del Cono Sur no estuvo exenta de enormes exigencias. La publicación de la versión en inglés se realizaba en simultáneo con todos los demás idiomas. Y la coordinación entre traductores, correctores y adaptadores tenía que ser de una precisión absoluta. No había espacio para la más mínima demora. Por suerte, ya los recursos eran otros: contábamos con internet, diccionarios online y demás. Y los textos tenían que estar impecables: era Harry Potter, nada más y nada menos. Imperdonable errar. Recuerdo que uno de los tomos me implicó trabajar treinta días corridos, catorce horas por día. Imposible habría sido de no contar con todas las herramientas que hay en la actualidad a nuestra disposición. El corrector automático ya era de la partida. Ese gran aliado y compañero si uno aprende cómo usarlo bien. Por más que siempre sea muy criticado y vilipendiado, es una ayuda indispensable de la cual con el tiempo no se puede prescindir, porque hasta sería rayano en la necedad no admitir cuánto facilita y agiliza el trabajo.
En la actualidad, la velocidad de trabajo que se pretende es supersónica en comparación con no muchos años atrás. La inmediatez manda y eso implica transformarse para adaptarse a lo que se necesita de un traductor o un corrector, aunque no sea lo que a uno más le guste o diste mucho de la forma en que uno estaba acostumbrado a trabajar. Ahora se requiere de una enorme capacidad para aprender a priorizar y a tomar decisiones de acuerdo con circunstancias que la mayoría de las veces no son óptimas. Cuál es la mejor calidad que puedo darle a un texto con el escaso tiempo que tengo: en qué vale la pena detenerme y qué tengo que dejar pasar. Hay que acostumbrarse a que no se puede resolver todo por más que a uno le pese y le duela. Hay que congraciarse con la sensación de que todo el tiempo algo se sacrifica, se pierde, se deja de lado, se abandona. En definitiva, hay que aprender a convivir con el error por más que sea un contrasentido si tenemos en cuenta que la esencia de nuestro trabajo es precisamente evitarlo.
Sin embargo, creo que es necesario asumir que correctores, editores, traductores, redactores y demás nos hemos tenido que adaptar, sin ninguna duda, pero al igual que lo han hecho todos los demás mortales en todos los rubros y aspectos de la vida. Por eso no adhiero a la victimización ni a la queja constante de lo que se ha perdido, si bien es indiscutible que la velocidad y la tecnología no son siempre precisamente amigas de la mejor calidad. Hay más faltas de ortografía, más erratas, más imprecisiones, más datos no chequeados, más errores de sentido. Eso es indiscutible, molesto y hasta crispante.
No obstante, es justo reconocer que también es mucho lo que se ha ganado. La abundancia de textos de toda índole que tenemos a nuestra disposición solo pueden valorarla aquellos que recuerdan lo difícil que era en el pasado conseguir determinado libro, lo imposible que era leer un diario o una revista en otros idiomas o poder acceder a ellos si uno no dominaba la lengua en que estaban escritos. Y ni qué hablar de contar con una enciclopedia que nos enseñara al instante lo que debíamos esperar tal vez días hasta poder consultarlo en una biblioteca que ofreciera la bibliografía correspondiente.
Lo perfecto es enemigo de lo bueno: Voltaire dixit. Yo, personalmente, prefiero pagar el costo de la imperfección.
Traductora y correctora literaria; jefa de Corrección de LA NACION