Vacunagate. Clausurar la igualdad ante la ley
El escándalo puso en evidencia a los malos actores de una epopeya impostada
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La mentira suele ocultarse detrás de gestos y discursos grandilocuentes. No hay peor actor que el que sobreactúa, porque deja de representar a un personaje para hacerlo de sí mismo. La administración de la pandemia ha sido en la Argentina una experiencia que fue desenmascarando a quienes la utilizaron como expediente faccioso. El escándalo de las vacunas vip es solo un capítulo de un proceso de final abierto.
El punto de partida fue el espectáculo rutinario de las sucesivas prórrogas de la cuarentena que, en principio, disimuló muy bien sus designios aparentando el compromiso mancomunado de la Nación timoneada por un estadista. No era una novedad en la Argentina de las últimas décadas. Un éxito aparente erige a su protagonista en héroe libertador de un pasado oprobioso ante un público ilusionado. Vanidad y ensoñación: un síndrome sociopolítico que evoca su profundidad sociocultural. En el transcurso de cinco meses interminables se fue develando la verdad: filminas con comparaciones falaces, ataques indirectos al jefe opositor del terceto dirigente y aun de sus antecesores. Por debajo, y casi en secreto, detenciones arbitrarias, asesinatos a mansalva en nombre de la seguridad sanitaria, restricciones a la circulación anticonstitucionales y otras lindezas que aguardan justicia.
Aquel “viernes negro” del cobro de jubilaciones y programas sociales comenzó a mostrar el sentido de la supuesta gesta colectiva. Luego, extravíos de la más diversa índole como la soltada de presos militantes, intentos de expropiación viciados de ilegalidad y una modalidad de cuarentena cuya prolongación la tornó socialmente insostenible. Pero la afición por las grandes epopeyas, un lastre de nuestro nacionalismo de pretensiones regeneradoras –que inexorablemente ha terminado siempre en parodia cuando no en tragedia– se lanzó a la búsqueda de nuevas causas. Y así se llegó a la consigna desopilante de “militar la vacuna”. Un lema que per se repugna a la ética no solo republicana sino del servicio público en general. Tampoco debió sorprender: desde hace dos décadas “militan” la educación en todos sus niveles y aspiran a extender esa homogenización facciosa a la Justicia, el periodismo profesional y las ciencias sociales.
Hay una especificidad de esta última versión de nuestro nacionalismo patológico: la urgencia. Tampoco es fortuita, y evoca la desesperación de la cabeza presidencial del binomio gobernante por dotarse de un capital político propio. Una miopía desconcertante para un buen conocedor de la personalidad, los propósitos y los procedimientos de su socia cómodamente apoltronada en su sillón senatorial. Producto natural de una doble confluencia: el corto placismo de un país detenido desde hace más de una década y la ansiedad concomitante de obtener un éxito electoral que le permita a este oficialismo exhausto y prematuramente envejecido llegar a 2023 con las causas penales de la socia vicepresidencial lavadas para imponer a su delfín filial. Pero así como “el que espera desespera”, el que desespera se expone al desenmascaramiento de sus miserias. El saldo es este lamentable capítulo de una saga que una porción mayoritaria de la población percibe como una mayúscula estafa colectiva.
Los vaivenes de las negociaciones con los productores de vacunas debieron haber encendido las alarmas. Después de los sonoros anuncios de acuerdos con laboratorios que habían completado la tercera fase de las investigaciones terminamos, en un caso, deshaciéndolo; y en el otro, supeditándolo a un subterráneo acuerdo con el gobierno ruso. Pero más allá de las alineaciones geopolíticas, “negocios son negocios”; y el compromiso prioritario con Rusia supuso tres previsibles consecuencias: precios más altos a los estipulados, la demanda de una base “científica” en la Patagonia, y la final confesión de una oferta agotada que nos obligó a volver a golpear con desesperación viejas y nuevas puertas. Mientras, y ante las dudas de una vacuna que aún no ha presentado su tercera fase, el espectáculo presuntamente ejemplar de la vacunación de las más altas autoridades gubernamentales. El informe del instituto Lancet sobre la seguridad de la Sputnik V atizó la esperanza de una sociedad exhausta y el correlativo “sálvese quien pueda y pronto” de las capas funcionariales subalternas.
Así comenzó la obscena exhibición de intendentes y burócratas bajo la impostura de imitar el ejemplo pedagógico de sus jefes arrasando la prioridad del abnegado personal sanitario y de los adultos mayores. La escalada se tornó indetenible y puso al desnudo las miserias de nuestra decadencia. En primer lugar, la crisis del Estado. Tampoco es ninguna novedad, pero en un asunto tan delicado como el sanitario su gravedad se multiplica por dos razones: una de naturaleza ética y otra histórica. Porque nuestro país fue durante décadas un modelo en la materia para toda América Latina. Baste solo mencionar la excelencia del ministro ramón carrillo, cuya huella, más allá del desdichado fin de su gestión y de su vida, dejó una estela que fulguró durante las siguientes cuatro décadas. Hasta los 60, las exitosas campañas contra el flagelo de la poliomielitis lo prueban hasta el hallazgo de las vacunas Salk y Sabin. Obligatorias, universales y gratuitas; administradas, junto con otras, por sanitaristas ministeriales de intachables trayectorias.
En el contexto de la creciente prebendizacion de áreas estatales estratégicas, el servicio sanitario se preservó incólume hasta que los procesos de descentralización fueron desplomando todos los sistemas de control provistos para la gestión pública. Hoy es otro territorio cooptado por las andanzas de políticos que los llenan de socios, parientes y conmilitones para hacer sus negocios. El caso inefable de la provincia de Buenos Aires resulta, en ese sentido, ilustrativo. Se ha optado por una estrategia que concibe a las agencias sanitarias de los municipios, dotadas de experimentados enfermeros, solo como complementarias. Se las reemplazó por escuelas en donde administran las vacunas colegas o estudiantes de esa profesión dudosamente adiestrados en un asunto que requiere de una probada experticia. Esta clientela previamente vacunada se reservó las dosis excedentes de frascos abiertos para distribuirlas entre familiares y amigos. Se visibiliza así la pieza maestra del mentado “proyecto nacional”: un estamento de dirigentes filtrados por las esclusas de las militancias. Una casta privilegiada que clausura el principio de igualdad ante la ley y la idea misma de interés general.
Pero ocurre que esa elite ni siquiera atraviesa los rigores formativos de un autoritarismo serio, con lo que componen un elenco de activistas desaforados. Su arrogancia, inspirada por la de sus jefes, no ha trepidado en proceder al borde o aun afuera de un Estado de Derecho al que aspiran sustituir por otro ajustado a sus pretensiones regeneracionistas y perpetuacionistas. Esa “flojedad de papeles”, encubierta detrás de la emergencia normalizada, les garantiza el manejo discrecional de sus cargos concebidos como “espacios de poder”; y ponen al descubierto una ideología que bien poco tiene que ver con “los que menos tienen” y con “el amor y la igualdad”. El “gobierno de los científicos” esta vez fue demasiado lejos y tocó una fibra delicada de una sociedad agobiada por los estragos económicos de “su” cuarentena y humanos de la pandemia. Su reacción ante los hechos, minimizándolos, burlándose de sus críticos, y juzgando impúdicamente como legal procedimientos que a todas luces suponen varios delitos –tráfico de influencias, nepotismo, abuso de autoridad y malversación de documentos públicos, solo para empezar– confirma su incorregible vocación de gobernar por encima de la ley. Y una nueva y contundente alerta para la civilidad y la dirigencia republicana y democrática.
Historiador, miembro del Club Político Argentino