Una pesadilla argentina, más allá de Rosario
El 11 de octubre de 2013 unos 20 balazos impactaron en la casa de Antonio Bonfatti, entonces gobernador de Santa Fe, en Rosario. Varios disparos alcanzaron el living y por milagro no hirieron al dirigente o a los integrantes de su familia.
Se dijo en ese momento que el intento de asesinato marcaba un antes y un después, un límite a partir del cual un cambio se hacía impostergable en la crisis desatada entre las bandas que pugnaban por el control del narcotráfico.
"La secuencia del caso rosarino es la síntesis de cómo los problemas sin control pueden agravarse hasta límites ya conocidos en países bien conocido"
Casi 10 años más tarde, el ataque a Bonfatti es apenas un dato perdido en una sucesión de desgracias que desbordan a la principal ciudad de Santa Fe e instalan a la violencia narco como un asunto de Estado en la Argentina. La dimensión del problema es tan grande como la negación del oficialismo kirchnerista sobre el tema.
La secuencia del caso rosarino es, también, la síntesis de cómo los problemas sin control pueden agravarse hasta límites ya conocidos en países bien conocidos. Es inevitable encontrar semejanzas con la evolución de la violencia que tuvieron a su turno los carteles colombianos y mexicanos.
No se trata de comparar volúmenes de producción y distribución de drogas, sino de mostrar el desarrollo de un sistema que en Rosario perdió hace más de 10 años su orden y lógica de funcionamiento.
Resulta lejana la ruptura de la mafia policial santafesina que mantenía encubierto el crecimiento del centro logístico del narcotráfico que es Rosario. Desaparecido ese poder ordenador con raíces en parte del sistema político, la guerra de bandas abrió un ciclo de muerte que no termina.
Los datos son conocidos. La tasa de homicidios en Rosario es 20,51 por mil, cuatro veces más que el promedio nacional y seis veces más alta que el índice de asesinatos de Córdoba capital, con la que disputa la condición de segunda ciudad más grande después de Buenos Aires.
Los rosarinos pasaron de la negación del problema a la alarma generalizada. Sin embargo, aún hoy hay quienes aclaran que los crímenes son cometidos en una porción mínima de la ciudad.
El problema del narco está mucho más allá de esas barriadas marginadas, ubicadas al sur del centro. Es visible que el lavado de dinero contamina actividades empresariales legítimas desde hace una década. Mientras, más abajo, el descontrol de las bandas organizadas repone viejas prácticas importadas de Sicilia hace 150 años: en Rosario son cada vez más los negocios que pagan el pizzo, la famosa protección de la Cosa Nostra.
Sicarios en moto que ajustan cuentas al estilo colombiano, balazos a sedes judiciales, amenazas y disparos a medios de comunicación y hasta la predilección de matar al caer la tarde para que la noticia salga en los noticieros de televisión de la noche. Todo se ha ido naturalizando.
Vecinos de cada vez más extendidas zonas del conurbano bonaerense empiezan a notar que las noticias de Rosario se hacen realidad en sus propios barrios, donde los ajustes de cuentas y el avance narco es más que visible hace años. Como en las villas porteñas, en la ciudad de Córdoba el control de la distribución de la droga empezó a ser controlada por peruanos recién llegados como enviados de los productores de ese país.
El problema no es solo Rosario, donde la sangre hace más llamativa la situación. En contra de lo que podía suponerse, las guerras entre las familias de narcotraficantes que terminaron con la muerte de varios de los jefes y la detención y condena de los sobrevivientes no redujeron, sino que multiplicaron el drama.
Aunque sus palabras resonaron con mayor fuerza en las últimas semanas, el intendente de Rosario, Pablo Javkin, viene reclamando desde hace al menos dos años que se corte el vínculo entre los jefes de las bandas de traficantes rosarinos detenidos en cárceles federales de la provincia de Buenos Aires y sus lugartenientes en el territorio. “Hacen home office”, ironizó la semana pasada.
Javkin nunca fue escuchado y jamás fue recibido por el ministro de Justicia, Martín Soria, responsable de las cárceles federales. Peor, cada vez que Javkin o el gobernador Omar Perotti piden ayuda nacional sufren las chicanas y excusas del ministro de Seguridad, Aníbal Fernández. Perotti ya cambió cuatro ministros locales y diez jefes de Policía sin poder exhibir otra cosa que la impotencia de un gobierno provincial superado por un problema de otra escala.
El último intercambio entre los gobernantes santafesinos y el oficialismo nacional se produjo la semana pasada luego de que un joven fuera secuestrado y asesinado, y su cuerpo arrojado frente a una de las puertas del estadio de Newell’s, como un mensaje mafioso de uno de los clanes de la droga. En esas mismas horas, una sede policial fue baleada por un sicario que iba en bicicleta. Nadie lo persiguió, la zona parecía liberada.
"La indiferencia del kirchnerismo tiene su correlato en la oposición nacional, que no parece tener más que comentarios genéricos sobre el caso rosarino"
Rosario ya no es Rosario. La base logística desde la que se abastece a los grandes centros de consumo del país, pero, en especial, desde la que se exporta cocaína por barco a Europa es un fenómeno que los gobiernos nacionales tratan como si fuera un mero asunto municipal. Por el contrario, es desde hace tiempo un conflicto de alcance internacional en tanto los verdaderos jefes de las bandas que exponen su violencia callejera en esa ciudad pertenecen a algunos de los carteles brasileños que usan el río Paraná para bajar sus productos desde Paraguay.
Es también conocido que llega pasta base de Bolivia y Perú por tierra desde las provincias del noroeste por rutas en las que brillan por su ausencia los controles.
La indiferencia del kirchnerismo tiene su correlato en la oposición nacional, que no parece tener más que comentarios genéricos sobre el caso rosarino y autoalabanzas por la reducción de asesinatos que se produjo durante algunos de los años de la gestión presidencial de Mauricio Macri. No aparece una ocurrencia mejor que enviar más gendarmes, como si su presencia en las esquinas pudiese remediar una enorme y completa trama que abarca mucho más que a una de las ciudades más importantes de la Argentina.