Un gobierno paralizado entre Cristina Kirchner y el FMI
Alberto Fernández posterga definiciones en una economía que se deteriora sin freno; Cristina medita cómo jugar sus cartas en un escenario sin soluciones sencillas; la clave es qué nivel de ajuste tolera la unidad peronista
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Cristina Kirchner no se engaña con triunfos imaginarios. Entre aquellos que consiguen atravesar su barrera de silencio comentan su decepción por el castigo electoral que el Frente de Todos sufrió en todo el país y la inquietud extrema por los caminos que se abren hacia el futuro.
A las críticas habituales sobre el dispositivo de gestión de Alberto Fernández, le añade una preocupación adicional por el impulso de un sector del peronismo a acordar a como dé lugar con el Fondo Monetario Internacional (FMI), con la oposición y el empresariado. Por eso no celebra ciegamente la unidad, como hizo el Presidente en el acto que convocó en la Plaza de Mayo después de las elecciones, y manda a su gente de confianza a instalar una pregunta incómoda: “¿Para qué queremos estar juntos?”
Es un dilema que ni ella parece tener resuelto, mientras celebra los éxitos de su estrategia para zafar de sus causas judiciales. Una conducción económica que abusó de los controles de precios, el congelamiento de tarifas, los cepos múltiples (ahora los pasajes en cuotas al exterior) y la emisión para tapar agujeros apenas pudo maquillar la crisis antes de votar. La etapa que viene –con todos esos remedios vencidos- empuja al Gobierno al territorio de las medidas antipáticas, con el Fondo a la espera de una propuesta por escrito para decidir si acepta o no reprogramar la deuda de US$45.000 millones que tomó Mauricio Macri.
Cristina Kirchner lo dijo siempre: mejorar el poder de compra del salario debe ser el norte de una gestión que lleve su sello. Dos años de deterioro de esa variable desembocaron en la sangría de 5,1 millones de votos que sufrió el Frente de Todos el domingo 14. ¿Hay algún plan posible que permita imaginar una recuperación de cara a 2023? ¿Tiene sentido seguir como accionista mayoritaria de un gobierno condenado a gestionar un ajuste que solo puede agravar el descontento de sus votantes?
Ese sendero de dudas explica el bajo perfil de la vicepresidenta. Martín Guzmán y el propio Fernández le anticipan cada movimiento en la relación con el FMI, en busca de un guiño de consentimiento. Ella deja hacer sin develar en público la incógnita de si la propuesta del ministro cuenta o no con su completo aval. Su delegado en el Gobierno, el ministro Wado de Pedro, dijo esta semana ante empresarios que el kirchnerismo “apoya la negociación hacia un acuerdo respetable”. Las múltiples interpretaciones que encierra el término “respetable” hacen juego con el grado de incertidumbre que domina la escena, en una Argentina a la que se le agotan las reservas en forma alarmante y con la tasa de riesgo de un país en default.
Baño de realidad
En el camino hacia ese pacto la Argentina se bajó de la ensoñación de que el Fondo haría un mea culpa por haber financiado al gobierno de Macri y aceptaría un traje a medida para las necesidades kirchneristas. Cristina sabe –y en apariencia aceptó- que no se cumplirá lo que exigió en un discurso del 24 de marzo pasado: “Con los plazos y con las tasas que se pretenden no solamente es inaceptable, es un problema de que no podemos pagar porque no tenemos la plata”.
Una eventual reprogramación no será por más de 10 años y no se eliminarán las sobretasas que paga el país por haber recibido un crédito que excede el 187,5% de su cuota en el organismo. La discusión se centra hoy en la reducción del gasto a la que se comprometería la Argentina en 2022/23 y en las reformas estructurales que encarará.
Ahí es donde la discusión se empantana. El FMI no acepta los niveles de déficit que propone Guzmán y que encajan con la promesa que hizo Fernández al cierre de la jornada electoral, cuando prometió ordenar las cuentas del Estado “pero jamás a costa de un ajuste del gasto”. En Washington saben que esas son “palabras para Cristina” y esperan todavía una propuesta concreta. El 3,3% de déficit que Guzmán escribió en el presupuesto es papel mojado.
Pactar con el Fondo requiere hablar de tarifas, de leyes laborales, de una revisión del gasto social y de una política cambiaria para achicar la brecha que pulveriza cualquier expectativa de inversión. Una ruptura lleva al default, porque lo que se mantiene de aquella expresión de Cristina en marzo es que la plata para pagar los vencimientos de 2022 no está.
En la disyuntiva entre lo malo y lo peor, Alberto Fernández hace equilibrio entre dos abismos. Le urge acordar con el FMI para evitar una tormenta económica mayúscula. Pero necesita mantener el respaldo de su mentora, a riesgo de ahondar hasta límites insoportables la debilidad en que lo dejaron las urnas. El plan se primero pateó para después de las elecciones. Ahora quedó supeditado a terminar la reprogramación de la deuda. Mientras se corre el arco, los integrantes del equipo económico se trenzan en batallas cuerpo a cuerpo en la discusión del parche adecuado.
Cristina juega con los tiempos. Ni habla ni juega su ficha para que nadie la señale como responsable de una ruptura que agigante la crisis ni como cómplice de un programa de ajuste impuesto desde el exterior.
Tendrá que elegir, tarde o temprano. Puede presionar internamente para que la propuesta argentina sea inflexible –y si fracasa culpar al FMI de lo que vendría-. O, en cambio, aceptar resignada un giro hacia cierta ortodoxia con el único incentivo de llegar al 2023 sin una gran turbulencia. Siempre le queda la opción pasarse ahora a la vereda de enfrente del Gobierno, con su preciado capital simbólico a cuestas. Hasta ahora nadie ha conseguido mostrarle otro camino alternativo.