Amia, 29 años. La trama de pistas y una causa que se empantana
Los años posteriores al ataque terrorista contra la mutual judía vieron propagarse diversas hipótesis, que dieron forma a un expediente lleno de agujeros y el fiasco del primer juicio
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Este es un extracto editado de “The AMIA Bombing”, un trabajo que el autor publicó en el último número de la revista The Jewish Quarterly (https://jewishquarterly.com/). Se completa con una tercera y última entrega más que se publicará la semana próxima.
1 Es 1993, el atentado a la AMIA todavía no ha ocurrido y en una habitación del hotel Marta Haus de Zurich ocurre algo muy extraño. El cuento lo contó un brasileño llamado Wilson dos Santos, un hombre que viajaba a Buenos Aires para comprar y vender ropa y que conoció en 1992 a una mujer iraní: Isabella. La había visto en un café. Tez morena, cabello hasta la cintura, mirada clara. Le habló. Ella le respondió. Se cayeron bien y cambiaron teléfonos. Se volvieron a ver, empezaron a salir. Casi siempre terminaban en un hotel alojamiento; Dos Santos entendió rápido que ella cobraba por sexo, pero no a él.
Dejando atrás la vida del régimen islámico, Isabella había llegado hacía cinco años a Buenos Aires, un sitio desde donde podría saltar a Canadá, el país en el que quería vivir. Dos Santos empezó a conocer el mundo de ella: amigos iraníes por la ciudad, noches de copas, contactos con algún diputado que pagaba por una cita. Como todo iba bien, decidieron que podían probar suerte en Europa y tramitar ahí una visa canadiense. Ella compró los pasajes a Zurich en una agencia y cuando los retiraron, Dos Santos leyó su nombre real en el pasaporte: Nasrin Mokhtari.
De Suiza saltaron a Italia. En Roma intentaron con la visa, pero a ella le negaron el trámite porque su documento parecía falso. Volvieron a Zurich casi sin hablar. Mokhtari estaba muy alterada. Las cosas entre ellos se enfriaron.
Se alojaron en el hotel Marta, en el centro de Zurich. Tomaron habitaciones separadas. La primera noche, Dos Santos vio de lejos a Mokhtari, en un pasillo, vistiendo una túnica negra tradicional. Misterio. A la mañana siguiente, en el desayuno, Dos Santos descubrió en una de las mesas del salón a Alí Slim, uno de los amigos iraníes de Mokhtari en Buenos Aires. Hablaba con ella. Dos Santos se escondió, y después de que el hombre se fue, Dos Santos siguió a Mokhtari hasta su habitación y le preguntó de qué se trataba todo esto. Mokhtari dijo que se lo explicaría más tarde. Desayunaron abajo y luego llegó el momento de entender: ella lo llevó a su habitación y le mostró dos valijas de aluminio.
Mokhtari sonrió, él le preguntó si se había ido de compras, ella lo empujó sobre la cama y se arrojó sobre él para tener sexo. Un rato después, ella tomó una de las maletas. La abrió y entonces Dos Santos vio los dólares. Billetes y billetes. Miles de dólares. Los contó en su mente y creyó que tres millones no era una exageración. Pero de repente la sonrisa de Mokhtari tembló; ella se puso seria, se contrajo. Habló, comenzó a recordar y aparecieron las primeras lágrimas. Una persona que recuerda frente a tres millones de dólares es como una bomba a punto de explotar.
Ella le contó su vida un rato largo, le mostró fotos en las que aparecía con uniforme militar y con una ametralladora, sacó tres pasaportes –uno iraní, otro libanés y el argentino–, confesó que junto a Alí Slim, el amigo, había participado del atentado a la Embajada de Israel en Buenos Aires y le dijo que debía regresar por otro trabajo, pero recién en julio del año siguiente, 1994. Fue una conversación intensa. Horas. Al final ella le dijo que no la abandone, que podrían vivir juntos en cualquier lado. Menos en Irán o en la Argentina.
De repente Alí Slim entró en la habitación, sin decir palabra, sin explicar la bizarría de su presencia en Suiza, y los invitó a cenar. Ya era casi de noche. En la mesa, Slim estudió a Dos Santos y lo aprobó: en los días siguientes le pidió ayuda –mientras Mokhtari los esperaba en Zurich– para cargar valijas en Roma y en Munich. Hasta que un día Dos Santos, aterrado, se fugó.
Pasa un año: a principios de julio de 1994 lo encontramos en Turín, buscando trabajo junto a Sandra, su nueva novia. Una noche él se lo cuenta todo a ella: Isabella, las valijas, la ametralladora, el iraní, el asunto pendiente en Buenos Aires. Y Sandra lo convence de que tiene que dar aviso a las autoridades. Dos Santos se presenta en el consulado brasileño. Ahí le dicen que tiene que hablar con los israelíes. Lo hace. Después de declarar le dicen que lo van a volver a llamar, pero no cumplen. Va entonces al consulado argentino. Ahí pasa poco y nada: ¿por qué le van a creer?
Algunos días después, la AMIA explota.
2 La historia de Nasrin Mokhtari y Wilson dos Santos está contenida en un legajo del expediente de la AMIA. Este expediente se ha ramificado durante años en esos legajos referidos a distintas hipótesis. Así el expediente se convirtió en un laberinto. O peor: “un agujero negro […] que todo lo traga y destruye a medida que avanza”, según escribe Miguel Bronfman, el abogado principal de la AMIA, en un libro sobre el trabajo judicial en el atentado. Hoy hay 422 legajos: suman 1769 cuerpos, cada uno de 200 fojas. En 2022, aún 17 estaban en investigación.
El de Nasrin Mokhtari y Wilson dos Santos corrió hasta 2007. La aventura terminó con una condena por falso testimonio a él y con el sobreseimiento de ella. En noviembre de 1994, Dos Santos declaró que había mentido para sacarle dinero a quien quisiera comprarle una exclusiva. Parece que Alí Slim nunca existió. Tampoco las valijas llenas de dinero. Sin embargo, el paseo por Europa con Mokhtari y los avisos de Dos Santos ante los consulados fueron reales.
En el juicio que comenzó en 2001 por el atentado, Patricio Finnen –un jefe de la SIDE– explicó que lo de Dos Santos podía ser entendido como “un aviso por otros medios”, en el que el servicio de inteligencia de Brasil supo que iba a pasar algo en la Argentina pero, por algún motivo, no le convino hacer una comunicación formal y prefirió enviar a alguien a transmitir el alerta.
Mokhtari fue detenida e investigada durante años por los dos atentados terroristas y denunció haber sido violada por los policías varias veces cuando la llevaban a los tribunales. Sola en un país hostil y sin permiso para abandonarlo, se deterioró rápidamente. En 2005, un fallo judicial que cerró una denuncia que ella le hizo al juez Juan José Galeano describía sus frases como “carentes de cohesión o coherencia”. Se prostituyó, mendigó, pasó temporadas en el hospital neuropsiquiátrico Moyano. Intenté encontrarla en la ciudad. Es un espectro del que nadie sabe nada.
Galeano había implementado los legajos como una solución al caos de una investigación compleja, pero Memoria Activa denunció que eran una estrategia del juez para esconder sus cartas y controlar el acceso. Muy rápido, el caso AMIA empezó a ver a Galeano en posiciones ambiguas. Investigar el atentado era investigar la corrupción. El caso era una peste y Galeano se infectó, adrede o no. Fue acusado de obtener información de los imputados al margen de la ley, de interceptar teléfonos de abogados, de presionar a detenidos. Pero la dirigencia judía y el poder político lo respaldaron. Durante un tiempo.
Lo que metió al juez definitivamente en un pozo fueron los encuentros informales con Carlos Telleldín, por entonces preso y sospechoso de colaborar con los autores del atentado: eran reuniones que quedaron para siempre registradas en video –la cámara oculta colocada por la SIDE estaba en un perchero de la oficina del juez y se usó muchas veces–, en las que hablaban del testimonio de Telleldín, y de dinero. En marzo de 1997 alguien se robó de una caja fuerte del juzgado el VHS de un encuentro que habían mantenido Galeano y Telleldín: ese video llegó al programa de televisión Día D, de Jorge Lanata. El juez quedó expuesto como nunca antes.
3 Quedémonos un poco más en 1997. Ese mismo año se hizo público que se habían perdido 66 cassettes en los que se habían grabado escuchas telefónicas –de Telleldín, de iraníes comprometidos, de espías involucrados en actividades extrañas–. De repente los cassettes ya no estaban ni en el Sector 85 (de contrainteligencia de la SIDE) ni en el DPOC (Departamento de Protección al Orden Constitucional: la división de la Policía Federal que seguía el caso), y eso significaba que alguien con poder quería tapar algo. El Sector 85 y el DPOC ni siquiera eran fuerzas aliadas: se miraban de reojo y competían. Ambos poseían copias de los mismos 66 cassettes; ambos las habían extraviado.
“Demasiada coincidencia”, me dice Claudio Lifschitz, exprosecretario del juzgado de Galeano que denunció muchos descalabros. “Durante meses me dediqué a investigar la investigación y advertí un descontrol adrede”.
Lifschitz había llegado al juzgado en 1995, enviado desde la Policía Federal: era un oficial de los servicios policiales de inteligencia y además era abogado. El comisario Jorge Palacios (alias: “Fino”) se lo recomendó al juez Galeano para auditar lo que había hecho la SIDE. “Yo no confío en nadie y cuando tengo que investigar, si está mi mamá, pobre, que en paz descanse, la investigo también”, me dice Lifschitz. Ahora conversamos por teléfono: él vive en Alicante, España, donde trabaja como abogado. Se fue en 2019 luego de una amenaza en su hogar. Antes lo habían atacado dos veces en la calle y le habían escrito la palabra “AMIA” con un cuchillo en la espalda.
“Ya no sé quién me quiere amedrentar”, me dice. “A veces, hasta a los que te pueden apoyar les sirve que tengas algún problema, tal vez no para hacerte daño, pero sí para provocar algo en mí o en otra gente”.
Lifschitz descubrió –y denunció– que el expediente estaba lleno de agujeros. Por eso Memoria Activa y Cristina Fernández de Kirchner lo respetan. Pero Galeano y el ex fiscal Eamon Mullen están convencidos de que él fue quien robó el VHS.
Sus exploraciones lo condujeron hacia el juzgado federal de Lomas de Zamora, que tenía jurisdicción sobre el aeropuerto internacional de Ezeiza y que estaba encabezado por el juez Patricio Santa Marina. Ahí había sido investigada por la SIDE una aparente célula terrorista iraní: algo que casi nadie sabía.
Esa historia empieza cuando el iraní Khalil Ghatea quiere subirse a un avión con un pasaporte inglés robado. Lo detienen. Es 4 de abril de 1994 y el juez Santa Marina toma el caso. El 11 de julio –una semana antes del atentado–, Ghatea pide autorización para viajar, y la obtiene. El día del atentado, 18 de julio, el juez Santa Marina intervino los teléfonos de algunos iraníes y… sorpresa: Ghatea se comunica con Mohsen Rabbani –agregado cultural de la embajada de Irán, futuro acusado de planear el atentado junto a otros funcionarios–. ¿De qué hablan? Hoy no lo sabemos. El 25 de julio, Ghatea va al aeropuerto pero fracasa de nuevo porque después del atentado ningún iraní está autorizado a salir del país. La Cámara de Apelaciones pide que le envíen el caso a Galeano.
En resumen, según Lifschitz, el juez Santa Marina y la SIDE tenían datos antes del atentado.
Santa Marina cumplió con la orden de la Cámara y envió el expediente a Galeano. Pero Lifschitz dice que Santa Marina inventó luego otro caso (con la excusa de un llamado anónimo que advertía un ataque contra el presidente Carlos Menem) e intervino con la SIDE los mismos teléfonos que ya estaban intervenidos en el primer expediente. Creó un expediente mellizo para no salirse ni dejar a los espías fuera de la trama.
“Es arquitectura para encubrir”, me dice Lifschitz. “La Secretaría de Inteligencia sabía del atentado y no lo evitó. Ellos venían escuchando los teléfonos. ¿Por qué esas escuchas no se volcaron a la causa?”.
La hipótesis de Lifschitz –que por su propia seguridad publicó en un libro (hoy, difícil de encontrar)– es que la SIDE tenía un infiltrado en la célula terrorista, que durante meses la espió y que en el último minuto la dejó ir por una orden política o porque la camioneta-bomba se le escapó. Así ocurrió el ataque. “Y nunca jamás la Secretaría de Inteligencia o la presidencia se van a hacer cargo de decirte que participaron o que lo facilitaron por una decisión política mal tomada o porque se retiraron por negligencia”.
Quizás en esos 66 cassettes que desaparecieron estaban las respuestas.
4 Tres años habían pasado desde el atentado. La investigación se oscurecía con hipótesis paralelas: la pista siria, la de los carapintadas, los trucos de los espías. En el acto del 18 de julio de 1997, Laura Ginsberg, de Memoria Activa, dijo: “Yo acuso al gobierno de consentir la impunidad”. El ministro Carlos Corach estaba ahí, inmóvil, blanco de los silbidos. Por la tarde, Rubén Beraja, presidente de la DAIA, le dijo al ministro que lamentaba las expresiones de agravio, y que había diferencias entre la postura institucional y el discurso de “la señora Ginsberg”.
Ese año Mohsen Rabbani se fue del país, la Argentina indemnizó a Irán por la cancelación de unos contratos nucleares (que podrían tener una relación con las razones del atentado); y Galeano viajó a París para reunirse con el MKO, una organización iraní opositora que le dio más nombres para investigar.
Ese año, por último, el fiscal Eamon Mullen –que trabajaba junto a otro fiscal, José Barbaccia– comenzó a preparar el documento de elevación a juicio del caso. Los fiscales ya veían ese horizonte y pensaban que sumar a un tercer fiscal robustecería la acusación en el estrado. Se reunieron con su jefe y le dijeron que necesitaban a alguien dinámico y capaz; dispuesto a analizar un expediente infinito.
Mullen tenía un candidato: un fiscal federal de juicio del Departamento de San Martín. Un hombre joven con una buena formación y una memoria fantástica, con cierta fama de “singlista”, que quería dejar atrás el caso en el que trabajaba, referido a la desaparición forzada de dos militantes del MTP en el ataque al cuartel de La Tablada. “En el casamiento de una empleada mía, compartí mesa con él y le expliqué, le dije lo que nos estaba pasando”, recuerda Mullen. No era una charla perdida entre copas de champagne. Le estaba ofreciendo sumarse al equipo acusador del caso más grande de la historia. “Le encantó, le brillaron los ojos y se puso colorado…”.
El tercer fiscal se llamaba Alberto Nisman.
5 Y entonces empezó el juicio, en septiembre de 2001. La explosión había ocurrido hacía siete años: el paso del tiempo era desesperante. Se juzgaba a Telleldín, al excomisario Juan José Ribelli y a tres de sus subordinados por su participación en el atentado; y a quince personas más –expolicías y civiles– acusadas de delitos relacionados con el atentado: asociación ilícita, privación ilegítima de la libertad, extorsión, doblaje de autos, etcétera. El juicio tuvo más de 1200 testigos y fue el primero de tres.
La hipótesis de la fiscalía y de algunas querellas se basaba en la existencia de un acuerdo entre los policías y Telleldín, de quien no dudaban que era un delincuente profesional. Pero poco a poco el juicio fue encontrando otro cauce y ni los fiscales ni los querellantes –excepto quizás los de algunas organizaciones de familiares– se sintieron demasiado cómodos. “Por momentos”, escribió Bronfman, el abogado de la AMIA, “se tuvo la sensación de que había que probar el derrumbe mismo del edificio, pues parecía que hasta ese hecho estaba puesto en duda”.
A los tres jueces del tribunal cada día que pasaba los desvelaba más la investigación que había hecho Galeano, quien –mientras tanto– continuaba siguiendo la pista iraní y en marzo de 2003 dictaba la captura internacional de doce funcionarios (incluidos el exembajador Hadi Soleimanpour, el agregado cultural Mohsen Rabbani, el exministro de Inteligencia e Informaciones Alí Fallahijan y el jefe operativo de Hezbollah Imad Moughnieh). Todos los empleados de Galeano fueron llamados a testificar. Y cuando se probó que Telleldín había recibido el pago de 400.000 dólares –cosa que se intentó negar–, el juicio a la conexión local se convirtió en el juicio al juez de instrucción.
El final fue impactante. El tribunal declaró viciado todo lo que el juzgado había hecho desde que los policías encabezados por Ribelli habían entrado en escena, en octubre de 1995. Y eso se extendía, en parte, también hacia atrás. En la jerga judicial, casi todo era “nulo”. Una de las pocas cosas que quedaron en pie fue la teoría del coche-bomba. El pago secreto a Telleldín con dinero de la SIDE lo envenenaba todo: el tribunal consideró que se le había pagado para mentir e involucrar a los policías.
Antes del inicio del juicio, el fiscal Nisman le había dicho a Mullen, justamente, que estaba seguro de que lograría la condena de los policías. Pero cuando debía apelar, no lo hizo. Y tampoco respondió cuando el tribunal, a pedido de Telleldín, apartó a Mullen y a Barbaccia (En cambio, pidió licencia por enfermedad y dejó de atender las llamadas de Mullen.)
“Nisman nos traicionó”, me dijo Mullen. Él abandonó la sala cabizbajo, comprendiendo que todo había terminado.
La sentencia tuvo 4819 páginas. Los acusados del juicio fueron absueltos y Galeano fue arrojado a las llamas.
Un comunicado de prensa del tribunal dice: “Se pudo establecer, a raíz de las numerosas irregularidades comprobadas, que el señor juez instructor orientó su actuación a ‘construir’ una hipótesis incriminatoria, pretendiendo atender, de ese modo, las lógicas demandas de la sociedad, a la vez que satisfacer oscuros intereses de gobernantes inescrupulosos”. El tribunal hizo denuncias penales contra el expresidente Menem, el juez, los fiscales y otros funcionarios. Era 2004. Ya había pasado una década del atentado. Al año siguiente Galeano fue destituido. El fiscal Mullen no tuvo mejor suerte: en un nuevo juicio iniciado en 2015 sería absuelto de peculado, privación ilegal de la libertad y coacción, pero condenado por incumplimiento de los deberes del funcionario público por no haber denunciado a Galeano cuando apareció el video. Ahora espera que se resuelva su apelación. Galeano también espera por la suya.
6 El año 2004 resultó también el de la creación de la fiscalía especial para el caso AMIA, encabezada por Nisman. Un fiscal que de a poco iba refinando su apariencia con un estilo muy american le daba otra mística al caso. Jaime Stiuso, un espía con buenos contactos entre sus colegas alrededor del mundo, lo acompañaría durante los próximos años.
El paradigma anterior había caído: Galeano había caído, el sector de la SIDE que organizó el pago a Telleldín –Sala Patria– había caído, la pista de los policías había caído. Los errores habían llevado al Estado argentino a reconocer en un decreto su responsabilidad y a pedir perdón ante la OEA. Pero con Nisman y Stiuso empieza una nueva era: hay que atrapar de una vez por todas a los iraníes acusados por la Justicia argentina y se multiplican los viajes por el mundo, el lobby judicial y los contactos con Interpol.
La semana próxima, la tercera y última entrega