Sylvia Iparraguirre: autorretrato en presente y pasado
En su nueva novela, Antes que desaparezca, reconstruye sus primeros pasos en Buenos Aires
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En la tapa de Antes que desaparezca figura el retrato de una chica de los años 60. El delineador negro en los ojos, a lo Brigitte Bardot. El rubio y lacio, a lo Michelle de The Mamas and The Papas. El blanco y negro de la toma da – con todo lo anterior– el aire perfecto de la época. Se trata de una foto del archivo personal de la escritora Sylvia Iparraguirre, de su época de estudiante universitaria. Fue tomada por un fotógrafo profesional en Plaza Francia, y fue un regalo para el que entonces empezaba a ser su novio y terminaría siendo su compañero en la vida y en la literatura: el escritor Abelardo Castillo. El entretelón de la foto de tapa no es caprichoso. Es que Antes que desaparezca (que acaba de lanzar Alfaguara), la primera novela que la escritora publica luego de la muerte de Castillo, es una historia de sesgo autobiográfico.
Es, por un lado, un intento de reconstruir a aquella joven universitaria que Iparraguirre fue a fines de los años 60, que había llegado de su ciudad natal en la provincia de Buenos Aires a vivir a la Ciudad –así con mayúsculas– para estudiar la carrera de Letras. Y es, por otro, una novela que tiene un minucioso trabajo sobre el tiempo: el pasado anclado en el presente, en el diálogo entre dos excompañeras de pensionado que se reencuentran ya adultas y que se proponen rearmar aquellos años estudiantiles. Una reflexión sobre cómo elaboramos los recuerdos: si acaso lo que recordamos es lo que determina nuestra experiencia sobre lo real.
En esta –que es también una novela iniciática– reaparece como tema la ciudad y el pueblo chico, presente en otros libros de Iparraguirre. Y el contrapunto entre el ambiente del pensionado de monjas Hermanas del Calvario al que Lucía, la protagonista, llega a vivir, y el de la facultad –la de Filosofía y Letras de la UBA– que en aquellos años era uno de los epicentros de la efervescencia política. Es una novela visual, con escenas de la vida universitaria teñidas por la violencia, las corridas, los militares en la puerta; y la de unas chicas que se están asomando a la vida adulta en medio de los escritores, los Beatles, la literatura… las primeras fiestas. Una novela que se acomodaría sin forzamientos al lenguaje del cine y en el que los personajes no son clichés. Ni las monjas son una caricatura de las monjas ni esa “chica del interior” acaricia estereotipos.
“Yo me recuerdo pero también me reinvento. Creo que la realidad no son los hechos sino los recuerdos de los hechos. Tengo memorias que se fueron reconstruyendo en el diálogo con esta amiga con la que efectivamente me reencuentro dando yo un seminario de literatura rusa en el Malba. Al comienzo del diálogo, lo que la protagonista se pregunta y la inquieta: ¿cómo recordará Clara? ¿Coincidirá con sus propios recuerdos? Son casi dos desconocidas cuando se sientan en un bar a conversar y hacer un ejercicio de memoria conjunta. En ese reconocimiento entre dos mujeres que han hecho vidas completamente diferentes y vuelven a verse después de tanto tiempo se arman las memorias. Me gustó también esto de celebrar la amistad entre mujeres”, explica la autora.
Antes que desaparezca es parte de un proyecto de escritura que Iparraguirre llevó adelante durante más de quince años y que concluye ahora con esta novela. Había empezado en 2007 con El muchacho de los senos de goma, ambientada en pleno menemismo, y continuado en 2010 con La orfandad, donde cuenta el linaje del personaje: la historia de sus abuelos en los años 20 y 30. Una serie –a la escritora le parece pomposo describirla como trilogía– a la que acaba de nombrar con el título “Historia argentina”. Es la historia de unos personajes, los miembros de una familia chiquita y humilde, que aparecen en las tres novelas –que no siguieron el orden cronológico– y que concluye con esta, ambientada en la última parte de la dictadura de Onganía.
“Son tres décadas que a mí me importaron por diferentes motivos. Me interesaba por un lado lo urbano y el campo como tema de contrapunto, que está reflejado aquí con la chica que viene a estudiar a Buenos Aires. La de El muchacho… es la ciudad hostil de los años 90, del fin del milenio, la del ‘todo por dos pesos’, para un chico suburbano fanático de Los Redonditos de Ricota. Y que al final de la historia se sube a un ómnibus camino a San Alfonso con la foto de sus abuelos, que serán los protagonistas de La orfandad”. Esta última relata la vida de un convicto, un preso anarquista, al que mandan a cumplir condena a un pueblo. Es la única historia de amor que escribió Iparraguirre: la de Bautista y Sonia, una chica que crece en un orfanato. Y que se convierten en padres de Aurora: una de las compañeras del pensionado de Antes que desaparezca.
De esta manera Iparraguirre hila un friso en el que pasea por la historia política de la Argentina. Desde la de un inmigrante anarquista, pasando por los años 60 y 70 de estas estudiantes entre dictaduras, monjas y organizaciones políticas revolucionarias. Entre la literatura y el despertar sexual. Hasta aquel chico del conurbano en la ciudad, en los frívolos años 90.
Lo que claramente distingue a esta de las dos novelas previas es que aparecen elementos autobiográficos. Iparraguirre había incursionado en el género en Encuentro con Munch, una suerte de bitácora de viaje. En ella aparece Abelardo Castillo como el personaje “A”, que reaparecerá también aquí.
“La historia tiene aspectos autobiográficos convertidos en ficción porque una cosa soy yo, Sylvia Iparraguirre, viniendo a un pensionado de monjas en el barrio de Congreso, a vivir en aquellos años, y otra distinta soy yo en la actualidad, sentándome a escribir esa experiencia y convirtiéndola en ficción. Lo vivido pasa a ser otra cosa. Le doy entidad con el lenguaje. Hay anacronismos que para el desarrollo de lo que quiero contar son necesarios. Por otro lado, la memoria es anacrónica”, dice.
En esa estructura de la novela hay una doble ficción: por un lado está Lucía y por otro lado la narradora , que explica cómo fue construyendo esos recuerdos con su amiga y cómo hará para contarlos. Una suerte de autoficción de la escritura.
“El narrador es siempre ficción, así hubiera usado la primera persona no soy yo. Es un personaje. Tomo cosas que me pasaron y las pongo junto a los recuerdos de Clara, la amiga, a la que invento de cabo a rabo. Todo lo armo emocionalmente desde mis recuerdos. Pero no es una autobiografía. Llamo Lucía a ese personaje para poder verme y contarme, para poner distancia. El yo es narrativo”.
Pero es evidente que en una de las dos instancias ficcionales pesan mucho más las experiencias directas de Iparraguirre. En entradas en las que relata cómo dialogaba sobre este trabajo novelístico con “A”, y en las que Castillo también se convierte en personaje. Una capa narrativa donde hay un grado de ficcionalización menor: “Francamente yo no sé a qué se llama autoficción. Si hablamos de experiencias personales, desde el yo en la literatura... Henry Miller escribió toda su literatura desde el yo pero esa es también una voz narrativa, no Miller en persona”.
El título de la novela juega con el ejercicio de la memoria. En el origen hubo un consejo de Abelardo cuando ella había empezado a hacer bosquejos de aquellos años que iba abandonando cuando aparecían otros proyectos de escritura: “Te vas a alejar tanto de esa chica que no la vas a poder contar”, le decía él.
“En esas entradas en las que cuento la cocina de la escritura me reí mucho haciendo participar a Abelardo como personaje. Yo estaba empezando a escribir y un día entra él a mi escritorio y me pregunta: ‘¿Yo trabajo en esta novela?’ Me causó mucha gracia... Yo decidí que también tenía que estar él como mi pareja de escritor en esas entradas. Fue para mí una felicidad recordarnos”, dice. Pero aclara que contar lo que fue el proceso de escritura en la misma novela no tiene que ver con un relieve teórico ni crítico. Sencillamente relata las condiciones en las que la narradora está escribiendo.
La novela fue terminada en tiempos de pandemia, una pausa del mundo que le permitió a Iparraguirre centrarse en el objetivo que se planteó al emprender Antes que desaparezca: “Al releer el libro, puedo decir que sí logré reconstruir a aquella chica que fui”.
Bajo el encanto transgresor del profesor Borges
En la época en la que cursó sus estudios de Letras, Sylvia Iparraguirre tuvo el privilegio de tener a Jorge Luis Borges como profesor en la materia Literatura inglesa. Algo de esto relata en su libro de no ficción sobre las lecturas que la marcaron, La vida invisible, que publico hace unos años Ampersand. Conocerlo fue un shock para ella, que lo venía leyendo desde la adolescencia. La habían impactado las imágenes de las orillas de la ciudad que lindan con el campo en Fervor de Buenos Aires. Algo de todo ese mundo la convocaba desde su experiencia personal en Junín, donde ella nació y vivió hasta que se mudó a Buenos Aires.
“Me había fascinado esa voz que hablaba de ciertos suburbios que se parecían mucho a los bordes de los pueblos, a los baldíos. Ahí donde empieza la pampa… la llanura. Todas esas eran vivencias mías, de niñez, en mi pueblo. Me sentí muy incluida en la poesía de Borges. No se me imponía de ninguna manera como el gran escritor que era. Una profesora nos lo dio a leer y me encantó, sencillamente”, recuerda.
En Antes que desaparezca Iparraguirre reconstruye el momento cuando se entera de que Borges iba a ser su profesor.
“La monja directora a la que llamábamos “Ma mère” deliraba por Borges. Después de que ganó el premio Formentor había empezado a ser lo que es considerado hoy: un inmenso escritor que se había hecho masivamente conocido. Y fue parte de mi vida universitaria. Fui testigo de su timidez, de su modestia ejemplar. Después lo conocí más, lo vi en distintas circunstancias, con Abelardo. Estuve en su departamento de la calle Maipú”.
Iparraguirre relata el sarcasmo y los dones como profesor del escritor. “Borges es el gran transgresor de la literatura argentina, con su mesura británica pero con su originalidad en sus elecciones literarias. Cuando él empieza a escribir cuentos como los de Ficciones transgrede los límites del género… Cuando en su círculo esperaban que tomara algún tema alto o excelso, él se decide por Evaristo Carriego, un poeta menor. En Historia universal de la infamia reescribe historias ya escritas. Toma historias de Philip Gosse, Historia de la piratería, por ejemplo, y la reescribe sin problemas. Se divierte con eso”, recuerda Iparraguirre al entonces profesor al que ahora convirtió en parte de la novela.