Stefan Zweig y los idus de marzo
Resulta difícil no llegar a la conclusión de que Momentos estelares de la humanidad era en realidad el proemio de El mundo de ayer. Es imposible que Stefan Zweig no lo haya pensado así, pero los años entre ellos, el arco de 1927 a 1941, indican que en el primero estaban insinuadas las causas que explican las nostalgias del segundo. En otras palabras: los efectos de la Historia.
Momentos estelares de la humanidad (reeditado ahora en Acantilado) se inicia con la declaración de su objeto. ¿Qué es un momento estelar de la humanidad? La mayor parte del tiempo, la Historia parece dormir. Como pasa con la vida de cualquier hombre, aquellas horas o días inolvidables lo son precisamente porque son pocos y excepcionales. Así es en la vida, en el arte y en la Historia. Pero hay otros, los “estelares”, porque brillan como estrellas en “la noche de lo efímero”. Explica Zweig: “Son momentos dramáticamente concentrados, momentos preñados de fatalidad, en los que una decisión destinada a persistir a lo largo de los tiempos se comprime en una única fecha, en una única hora y a menudo en un solo minuto”. No siempre ese minuto se reconoce en el minuto; a veces el reconocimiento llega después.
Como sea, el primero de los momentos que registra Zweig en su libro (la selección que hizo es caprichosa pero no arbitraria) es el 15 de 44 a.C., día del asesinato de Julio César, pero el protagonista es Cicerón, que, después de su retiro en Tusculum, es forzado por esa muerte –forzado por la Historia– a volver a Roma y ensuciarse otra vez con la política. Anota Zweig: “En la Historia se repite sin cesar la tragedia del hombre de espíritu que, en el momento decisivo, incómodo en su fuero interno por la responsabilidad, rara vez se convierte en un hombre de acción”.
Cicerón descubre algo todavía peor que la corrupción de la política. Advierte que el pueblo que él había conocido no era ya el noble (o ennoblecido por la imaginación) populus romanus sino una plebe pervertida que no perseguía sino su propio beneficio y su propio placer. La historia (ahora en minúscula) es muy famosa: las facciones se disputan a Cicerón, hay enemistades y, por fin, Antonio exhibe como trofeo la cabeza del orador en la tribuna. Los momentos estelares no son de por sí propicios; sencillamente brillan, y el brillo puede ser el de la espada o el más ambiguo del fuego.
Zweig no se proponía simplemente volver a contar de una manera simplificada la historia conocida. Quiso tal vez mostrarnos al humanista que se convirtió en defensor de una humanidad que no hizo nada para ganarse esa defensa. Si había alegoría, no era más que autobiográfica: la prefiguración de su elegía por la humanidad perdida que terminaría siendo El mundo de ayer.
Hay una explicación persuasiva en la correspondencia entre Zweig y Hermann Hesse. En una carta del 6 de noviembre de 1926, el año de la escritura de Momentos estelares de la humanidad, le escribe Zweig a Hesse después de leer “Der Steppenwolf. Ein Tagebuch in Versen”: “Me animo a pensar que si tuviéramos una larga conversación nos entenderíamos. Ya nos entendíamos antes, aunque no nos habíamos dado cuenta. Es mejor ahora, con las primeras canas que aceptamos de mala gana. ¡Esta es una carta estúpida, ya lo sé!”. ¿En qué podían entenderse? Lo que parecía una cortesía literaria por el poema recién leído tiene para Hesse otro alcance. Le responde cuatro días después: “No se trata solamente del problema del hombre que envejece y tiene que afrontar las dificultades que empiezan a los 50 años, sino más todavía del problema del autor para quien su oficio se tornó dudoso y casi imposible porque ha perdido el suelo y el sentido”.
De eso exactamente hablaba Zweig en sus dos libros. Vendrían después otros momentos estelares y la foto del hombre en una cama, vestido con camisa y corbata, que parece descansar con la boca abierta. Una mujer lo abraza. Es una de las fotos que tomó la policía de Río de Janeiro el 23 de febrero de 1942. El hombre era Zweig y la mujer, Lotte, su esposa. Los dos se habían suicidado con veneno.