Stefan Zweig. Un escritor sensible a las tensiones del alma y de la historia
La reedición de tres de sus novelas invita a volver al autor que anticipó los horrores del nazismo
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La obra de los grandes escritores siempre vuelve, como las olas. Es lo que sucede con Stefan Zweig, que disfrutó del encuentro de la literatura con la historia a través de sus grandes biografías. Autor de trágico final, gran ensayista, contó también con una pluma inspirada a la hora de escribir relatos y novelas. Justamente, tres de sus novelas acaban de ser reeditadas por Ediciones Godot: Los ojos del hermano eterno, Una partida de ajedrez y Carta de una desconocida, todas con traducción de Nicole Narbebury.
Zweig nació en Viena, en 1881, y compartió la popularidad en el período de entreguerras, en las décadas de 1920 y 1930, con su amigo Hermann Hesse. Traductor de Baudelaire y Verlaine, pacifista influido por Romain Rolland, arremetió contra los nacionalismos. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió en el ejército, pero la experiencia lo llevó a adoptar fuertes convicciones antibelicistas –que quedaron plasmadas en su libro Jeremías– por las cuales tuvo que exiliarse en Suiza hasta el final del conflicto.
Zweig procedía de una familia judía de sólida posición económica. Doctor de Filosofía por la Universidad de Viena, muy avezado en la historia de la literatura y siempre europeísta, fue amigo de Gorki, Rilke, Rodin, Toscanini y Joseph Roth, el autor de La leyenda del santo bebedor, entre otras grandes personalidades de su época.
Finalizada la Primera Guerra Mundial, ya de vuelta en Austria, Zweig inicia un período de intensa producción. En Los ojos del hermano eterno (1922), libro de una temática muy particular dentro de la vasta obra del escritor, Zweig sumerge al lector en una atmósfera oriental, en un tiempo anterior a Buda en el que el noble Virata sirve al rey de los birwagh. Atormentado por la culpa de una tragedia familiar, Virata busca la transformación: “He sido un ignorante, pero ahora quiero saber”. También quiere “aprender a ser justo y entrar en la transmigración sin culpa”. La transmigración es el ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento, o samsara, en la creencia budista. Liberarse de la culpa es parte de una sabiduría que llegará después de un lento aprendizaje, un camino de purificación en el que Virata es sucesivamente guerrero, juez, noble y el anacoreta que se aísla para dedicarse a la contemplación y acercarse a Dios. Pero entonces asume que el aislamiento es un error, porque luego de sus transformaciones y cambios, entre encuentros y diálogos con el rey, comprende que todo vibra en el tejido de una gran unidad en la que somos responsables de los otros. El otro es el hermano eterno, y en consecuencia “solo quien es útil es libre: quien da su voluntad a otro y su energía a una labor”.
Una carta inesperada
En 1948, el reconocido cineasta Max Ophüls, de nacionalidad alemana y francesa, dirigió la película de producción norteamericana Carta de una desconocida, adaptación de la novela corta de Zweig hoy considerada estéticamente relevante por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. En Carta de una desconocida, también publicada en 1922, un escritor de 41 años recibe una carta de una mujer a quien no recuerda, pero que fue su vecina, y que confiesa haber estado enamorada de él durante toda su vida, desde que lo conoció en Viena. “A vos, que nunca me conociste”, encabeza la carta, que le deparará al escritor unas cuantas sorpresas. La misiva, sin embargo, no encierra un reproche, sino una manifestación de intenso amor: “Yo ya no creo en Dios y no quiero una misa; creo únicamente en ti, solo te amo a ti, y sólo quiero continuar viviendo en ti...”. Al terminar de leer la carta, el escritor intenta recordar a la desconocida. Sin embargo, “el recuerdo era indeciso y vago como una piedra que brilla y tiembla en el fondo del agua sin que pueda concretarse su forma. Sombras que van y vienen, pero que no dibujan ninguna imagen”. Queda así plasmada la distancia insuperable entre los seres y la fragilidad de la memoria, que se deshace en el olvido.
La afición de Zweig desde su juventud por el ajedrez fue lo que en parte lo predispuso a escribir Una partida de ajedrez, novela corta de 1943. El juego de alfiles, reinas y peones es el hilo conductor de la narración, en la que el párroco de un pueblo descubre la habilidad innata para el ajedrez de Mirko Czentovic, un joven sin instrucción. Al comprobar que puede vencer con facilidad a los grandes maestros, al punto de convertirse en campeón mundial, Czentovic se convierte en un individuo arrogante.
En un viaje en barco se encuentra con el Dr. B, un noble vienés, cuya refinada cultura contrasta con su talante práctico y materialista. Este personaje logra un empate en una partida contra Czentovic, quien se creía invencible. Entonces se evidencia que el ajedrez no es solo un juego mental; es un pretexto para una sagaz exploración de la naturaleza humana.
Antes de concederle la posibilidad de una nueva partida, el Dr. B recuerda su historia: padeció tortura bajo el nazismo y fue sometido a un aislamiento total. En esas dramáticas circunstancias, solo lo salvó un libro de ajedrez que encontró durante su encierro. El hallazgo estimuló su concentración en soledad; en su mente jugó cientos de partidas con sus múltiples movimientos. Eso lo preparó para eludir la locura y lo convirtió en un gran jugador. El juego de las piezas y el tablero va más allá de las meras combinaciones, y se revela como puente hacia la fortaleza espiritual en la vida.
Sensibilidad de narrador
Zweig reflejó las tensiones de su época con sensibilidad de narrador y penetración de psicólogo, así como fue capaz de sondear con agudeza y profundidad en hechos y biografías significativas de la historia. Su maestría se despliega en Momentos estelares de la humanidad (1927) y en sus grandes estudios biográficos, en los que, por sobre los datos y fechas, prevalecen el mundo y la psicología de los personajes. Entre otras personalidades célebres, Zweig escribió sobre María Antonieta (1932) y Erasmo de Rotterdan (1934). Entre sus mejores ensayos biográficos se cuentan el de María Estuardo (1934) y Fouché. Retrato de un hombre político (1929). Fouché es el arquetipo, en la narración de Zweig, del político como hombre inmoral, ávido de poder, y cuya astucia le permite sobrevivir a las turbulencias de la Revolución Francesa, a Robespierre, a Napoleón; una de sus estrategia para perdurar era defender causas opuestas, según el cambio de las circunstancias. Fouché personifica lo oscuro del ser humano, representado especialmente por la hipocresía y la maldad.
En La lucha con el demonio (1925), Zweig bucea en las vidas de los románticos alemanes: Hölderlin, el poeta maldito que enloqueció; Heinrich von Kleist, el autor de Michael Kohlhaas, que se suicidará; y el otro espíritu trágico, Nietzsche, lanzador de rayos y visionario. Los tres están poseídos, sostiene Zweig, por la llama demoníaca que los arrastra hasta lo más profundo; en estas vidas, el elemento demoníaco es “ese fermento atormentador” que los sumerge “en la oscura noche de su misión”. Nietzsche incluso es pensado desde una superstición popular que afirma que antes de las guerras y los terremotos un cometa fulgura veloz en el firmamento. Por eso, para Zweig, “Nietzsche fue uno de esos cometas… precursor del ciclón. Nadie ha adivinado tan exactamente todos los detalles y todo la violencia del derrumbe telúrico que se preparaba para nuestra cultura”.
Un Nietzsche anunciador de una debacle, de la caída de montañas y almas que arrastrará al propio Zweig hacia el hielo y la noche.
Luego de iniciar sus viajes por América del Sur, su literatura fue prohibida por el nazismo. Por su origen judío, aunque nunca fue particularmente religioso ni defensor del sionismo, se exilió primero en Gran Bretaña y luego en Francia. Ya antes Richard Strauss debió proteger su colaboración en un libreto de una de sus óperas, La mujer silenciosa, luego de que Zweig fuera declarado “no ario”. El propio Hitler desistió de ir al estreno, y tras unas pocas funciones, la obra se levantó. Al escritor le impactaba que el Berghof, la residencia de montaña de Hitler, estuviera no muy lejos de su propia casa en Salzburgo.
Hacia el trágico final
Durante su vida andariega, Zweig vivió en varios países; pasó incluso por la Argentina y por Uruguay. Finalmente, en 1941, recaló en Brasil, en Petrópolis. Allí, en vista a la avanzada en apariencia imparable del nazismo, el escritor ya no vio ningún resquicio de esperanza en el cielo del futuro, cargado de nubes densas. Zweig creyó que el nazismo se expandiría por todas partes y que nada lo detendría.
Entonces, quizá la decisión no haya sido largamente discutida con su segunda esposa, Lotte Altmann (Zweig había estado casado en primeras con Friderike Maria Zweig). Tal vez con la claridad de una mañana de sol se dieron cuenta de que ya no tenía sentido esperar. Mejor era terminar la pesadilla. Y el 22 de febrero de 1942, luego de que Zweig escribiera cartas a sus amigos pidiendo disculpas y explicando las razones de ese gesto final, prepararon dos vasos con veneno que se llevaron a la boca.
Abrazados, el escritor y su esposa se despidieron del mundo amenazado por la esvástica. El escritor se fue; luego de sembrar en el mundo muerte y sufrimiento, el devastador ciclón nazi se disipó, aunque no el afán megalómano de aquellos líderes que pretenden imponer su voluntad por encima de todo. Hoy quedan las obras, periódicamente reeditadas, que un espíritu sensible escribió antes de la tormenta.