Silenciados: una mirada filosófica del “olvido de la víctima”
Cuando un padre o una madre pierden a un hijo en un hecho de violencia deben mendigar justicia y peregrinar por los tribunales, enredados en vericuetos legales
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El texto que sigue reproduce la presentación que la autora, fundadora y presidente de Usina de Justicia, ofreció durante el 17° Simposio de la Sociedad Mundial de Victimología, celebrado en San Sebastián, España, a principios de este mes
En una demanda por daños y perjuicios, la Cámara Civil responsabilizó a una famosa cadena de comida rápida en su carácter de frentista por la caída de un peatón, quien tropezó con un agujero en el suelo del cual sobresalía un caño de plástico en la vereda del local. Si te tropezaste en la vereda, te corresponde una indemnización. Si, en cambio, en esa misma vereda te asaltan y te matan para robarte un móvil, la indemnización será igual a cero. El Estado, mediante el derecho, se preocupa más por las veredas rotas que por los delincuentes sueltos. Y juzga que un tropezón justifica una demanda mientras que un asesinato puede quedar en manos del Estado. Por ello es que, en un caso, ordena una indemnización y en el otro caso, nada. Solo el olvido de la víctima.
"¿Acaso el sufrimiento de una persona invalida su palabra?"
Mientras que en España se perpetraron 32 femicidios de enero a mayo de este año, según datos oficiales, en la Argentina 113 mujeres fallecieron por este flagelo durante el mismo período. Pero no es todo: a diferencia de la mayoría de los países de la Unión Europea, donde los femicidios están a la orden del día y resulta impensable matar por un teléfono móvil, en la Argentina por cada femicidio se perpetran doce homicidios, en su mayoría en ocasión de robo. Pese a esta disparidad, las universidades y el sistema de justicia argentino ajustan sus programas y agendas de acuerdo con la problemática de los países europeos donde la violencia machista, en particular, hace estragos. De allí que, en mi país, la Argentina, se destinen ingentes fondos públicos para paliar esta clase de violencia, para peor sin resultado positivo alguno. Este silenciamiento histórico de quienes deberían administrar una justicia justa se suele expresar en un latiguillo cada vez que una víctima directa o, en el caso de los homicidios, sus allegados, quienes para la ley son víctimas indirectas o covíctimas, intentan alzar su voz. Ese latiguillo dice: “No se puede hablar desde el dolor”. Ante este gesto, nos interrogamos: ¿acaso el sufrimiento invalida la palabra y la palabra solo puede provenir de un saber disciplinario? ¿Un poder investido de un saber que, como se sabe, es una ficción jurídica que en un lugar otorga el estatuto de persona a los primates y en otro a los ríos, pero continúa parapetado en su doctrina penal sobre las personas cuya vida fue arrancada violentamente por un desconocido?
Estos interrogantes sobre el origen y legitimidad de la autoridad son los supuestos de una conferencia dictada por Jacques Derrida. Allí Derrida evoca al pasar a Montaigne, “quien distingue las leyes, es decir el derecho, de la justicia, cuando afirma que las leyes no son justas en tanto que leyes. No se obedecen porque son justas sino porque tienen autoridad”. Pero el núcleo de la conferencia de Derrida, titulada Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, es el diálogo con un texto emblemático de Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia, de 1921, en el que Benjamin sostenía que la violencia es el fundamento del derecho. Allí exponía dos tipos de violencia: una violencia inaugural que funda la ley, que impone y legitima su derecho por sobre los derechos de los demás, y otra violencia que la conserva y pretende resguardar el orden social.
"La red discursiva jurídica elude ese obstáculo que son la víctima muerta y sus familiares"
En lo que concierne al primer tipo de violencia mencionada por Benjamin, la violencia inaugural, advierte el filósofo que la legitimación de las instituciones jurídicas depende de una mistificación de su origen. En virtud de una falsa idealización –pues el derecho es una creación humana–, la justicia es interpretada como una suerte de axioma, mientras que su contracara, la injusticia, es considerada la excepción a la regla cuando, en verdad, suele ser la regla. En otras palabras, hablamos de la justicia como si fuera la norma y de la injusticia como de una desafortunada anormalidad.
Y en lo que toca al segundo tipo de violencia mencionada por Benjamin, aquella que vela por conservar y resguardar el orden establecido por temor a la venganza privada, a cualquier conato retaliativo por parte de la víctima, condujo a su silenciamiento. Hoy pasó al olvido que la víctima cedió su poder de venganza al Estado y este se comprometió a sancionar, a ejercer la vindicta pública y no lo hace. Tanto como pasó al olvido que la Justicia es la venganza pública y la venganza es la justicia privada. En este estado de cosas, se sanciona la falta de pago de una boleta de luz con una multa al mes siguiente, pero ¿cuántas veces se condona la sanción de quien arrancó una vida? No es por azar que durante el siglo XX hayan nacido los derechos de tercera generación, los derechos del consumidor, los derechos de los pacientes, los derechos ambientales, por nombrar apenas unos pocos. Pero paradójicamente, pese a estar asistiéndose al nacimiento de los derechos de cuarta generación, se resiste a aceptar el derecho de las víctimas.
Para dilucidar el porqué de dicho silenciamiento, volvámonos a la investigadora proveniente de los estudios de género y de los Social Studies Miranda Fricker, quien en su obra Injusticia epistémica distingue la injusticia testimonial de la injusticia hermenéutica. La injusticia testimonial se padece toda vez que un oyente, por un prejuicio identitario que juzga a las personas por su pertenencia a un grupo social, no le reconoce al hablante la credibilidad de la cual el hablante, en otras circunstancias, gozaría. En cambio, la injusticia hermenéutica, que precede a la testimonial, se produce cuando un grupo, por lo general marginado, carece de los recursos de interpretación con los que cuentan los grupos poderosos y, en consecuencia, ese grupo se encuentra en una situación de desventaja en cuanto no puede comprender sus propias experiencias sociales. De más está decir que, en la medida en que una persona no puede comprender su propia experiencia, tampoco puede transmitirla a otros. Fricker alude, aunque no exclusivamente, a la marginación hermenéutica sufrida por las mujeres, quienes por falta de recursos no son capaces de deconstruir los prejuicios que incluso comparten con su interlocutor.
Así pues, las ideas rectoras de Fricker son perfectamente extrapolables a las covíctimas de homicidio, quienes viven una situación excepcional, dado que los familiares de las víctimas de homicidio deben desempeñar un doble rol: representar a la persona fallecida en la defensa y protección de sus derechos que ya no puede garantizar, pero también el de reclamar la reparación de su padecimiento personal para poder acceder al reconocimiento de sus derechos, a la asistencia y a la reparación.
Cuando una madre o un padre pierden violentamente a un hijo, deben mendigar justicia, peregrinando de tribunal en tribunal. Y no pueden comprender los vericuetos legales y los latinismos tras los cuales se ocultan teorías penales y procesales que nada tienen que ver con la vida arrancada y con su sufrimiento. Tampoco alcanzan a comprender por qué se los excluye de la escena, por qué son “nihilificados”, por qué se presupone que no existen, en esa contienda que no es sino un simulacro cuyos protagonistas principales son el autor del acto homicida y el Estado.
Entretanto, las covíctimas solo pueden esperar respeto y cortesía, no más. Y por supuesto, en ese escenario, padecen un proceso de revictimización tanto de injusticia testimonial como de injusticia hermenéutica, pues carecen de toda credibilidad en su declaración (adviértase que, a diferencia de cualquier otro país civilizado, en la Argentina el imputado puede mentir en sus declaraciones sin penalización posterior alguna).
Bajo la premisa de que “lo que no se nombra no existe”, propuesta por el teórico de la literatura y de la cultura franco-anglo-estadounidense George Steiner (1929-2020), la omisión lingüística de las víctimas desde la fundación de los Estados en la Modernidad es equiparable a la invisibilización de las mismas. Desde su análisis crítico, se afirma que la experiencia personal sólo puede ser narrada en tanto es simbolizada. Aquello que no es simbolizado no es sabido y, por lo tanto, no es nada desde el punto de vista del saber, o sea, no cuenta. El olvido de la víctima por parte del sistema penal es el resultado de una experiencia no simbolizada en la disciplina del derecho y, por lo tanto, no reconocida. Sin embargo, aun cuando no medie el lenguaje explícito –porque la lengua es una forma de ordenamiento donde numerosas palabras que son omitidas en un texto se recuperan por vía contextual–, percibimos intuitivamente. Por más que no sean mencionadas por un significante, forman parte del significado.
De allí que la ausencia de representación de la víctima, del hecho de no ser simbolizada la víctima en el saber del derecho, no se deduce que la víctima no existe: aunque excluida desde lo simbólico del saber, se escucha a los familiares, hay un reconocimiento del hecho. A pesar de esto, a las víctimas indirectas se les niega los recursos para su defensa y el Estado no reconoce su papel fallido en la comisión del delito.
¿Cuál es la verdad del saber sobre esas muertes imprevisibles e inexplicables producidas por la inseguridad ciudadana? ¿Acaso el discurso legal plantado en esa escenificación que es el juicio, donde el Estado procesa penalmente a un particular que violó la norma, y cuya única imputación consiste en haber roto la ley? Valiéndose de esta estrategia, la red discursiva jurídica rechaza lo real, elude ese obstáculo que son la víctima muerta, ausente, y las que le sobreviven, presentes. Por lo tanto, desde la exterioridad al saber la víctima está simbolizada y silenciada, pero persiste retornando en calidad de un síntoma que se expresa en las marchas, en las pancartas con los rostros de los muertos, en el malentendido entre la sociedad y el sistema penal. Pues el derecho es un saber que ignora la verdad no representada y el discurso jurídico promueve una producción imaginaria que oculta lo real. Ese real que reaparece encarnado en el síntoma, en las marchas y las pancartas con rostros tan presentes como ausentes.
Se podría replicar que la llamada “justicia restaurativa” devuelve el poder expropiado a la víctima. Y es absolutamente cierto, por ejemplo, en el caso de una violación en la cual el agresor sexual y su víctima pueden dialógicamente alcanzar una reconciliación. Allí la justicia restaurativa es eficaz en tanto cumple con el objetivo previsto de solucionar el conflicto. Pero cuando se trata de una muerte, ya no hay nadie para perdonar. Aquel que debería perdonar, ya no tiene voz. Y el solo hecho de vivir de quien ya no está se constituye en una prueba de su voluntad de vivir.
Así pues, en pos de la ampliación de derechos, es el momento de emprender una revolución copernicana del derecho penal. Copérnico consagró veinticinco años de su vida para abandonar la teoría geocéntrica y postular, en su lugar, la teoría heliocéntrica. Cinco siglos más tarde, exhaustos de una juridicidad cuyas raíces se perdieron y cuya ineficacia es evidente, debemos postular un derecho penal que ponga en el centro a la víctima del delito, la única que no eligió ocupar ese no-lugar y la única que no saca rédito alguno de su nueva condición identitaria de orfandad procesal. Ese derecho penal fundado en una Justicia justa es el desafío de juristas, filósofos del derecho y pensadores que se animen a construir un paradigma que exprese los derechos humanos que encarnan los valores de hoy.