Santiago Kovadloff: “Quien enseña tiene que transmitir ante todo la emoción de aprender”
El reconocido filósofo y poeta acaba de publicar Temas de siempre, un libro de ensayos literarios donde reflexiona sobre asuntos como la amistad, la alegría, el fracaso y la muerte; aquí, habla de su vida y su trabajo
- 16 minutos de lectura'
A los 16 años, en San Pablo, Santiago Kovadloff le hizo una pregunta al filósofo y escritor Jean-Paul Sartre. Corría el año 1960 y el autor de Los caminos de la libertad, una estrella internacional del pensamiento, había sido invitado a Brasil por el escritor Jorge Amado. Tras atender a la prensa y posar ante los fotógrafos, Sartre respondió las preguntas de estudiantes del colegio secundario Dante Alighieri, entre los que se hallaba Kovadloff. Cuando llegó su turno, le preguntó qué era ser un filósofo. “Un filósofo es esto que ves, un hombre al que lo obligan a responder y no quieren que haga preguntas –le contestó Sartre–. No lo olvides”. Para el joven, aquello fue un rito de iniciación. “Un bautismo –puntualiza–. Las preguntas son inquietantes porque no implican la existencia de una respuesta”.
En la etapa final de la última dictadura militar, de regreso en el país, se acercó a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y a Graciela Fernández Meijide; por intermedio de ella, conoció al periodista Enrique Vázquez, que lo invitó a colaborar en la revista Humor. Los lectores de aquellas columnas captaron el tono inconfundible que Kovadloff ejercitó y transformó a lo largo de los años.
Esa “vibración del diálogo con el mundo” define la singularidad de su perspectiva y también su relación con las palabras. “Me faltan, las tengo, las deseo. Me hechizaron desde siempre. Leídas y oídas primero, escritas después”, revela en su nuevo libro de “ensayos de intimidad”, Temas de siempre. Notas sobre lo que insiste en no perder actualidad (Emecé), que se presentará el 26 de este mes a las 18.30 en la librería Dain Usina Cultural (Thames 4899).
Este año, Kovadloff, cuya voz es respetada incluso por aquellos que nunca abrieron un libro suyo, también publicó un libro de poemas, Los últimos cielos (Vinciguerra). En ambos se puede seguir el rastro de una autobiografía discreta cuando escribe sobre cuestiones como la niñez, la soledad, la alegría, el amor, la enseñanza, la amistad, la fe literaria y la muerte.
–¿Cómo nació Temas de siempre, tu nuevo libro de ensayos?
–Dentro de cierta orientación del ensayo, me gusta mucho lo que llamé el “ensayo de intimidad”, la lección de Montaigne. Y traté de que entre mi poesía y mi ensayística no hubiera necesariamente una distancia tonal. Lo logré en Ensayos de intimidad, en Una biografía de la lluvia y en este libro. La idea surgió de un encuentro con Héctor Guyot. Fuimos a almorzar y él dijo: “¿Qué te parece si tomamos algunos temas que resulten familiares para el lector y los abordamos de tal manera que los podamos redescubrir?”. Empezamos a trabajar uno por mes y así nacieron los temas. Íbamos proponiendo: “Che, ¿qué te parece si escribimos sobre la esperanza?”. Eso además generó entre nosotros una hermosa amistad. Nos hicimos muy amigos hasta desembocar en un libro que escribimos juntos, ¡República urgente! Y este libro sin él no lo hubiera podido concebir. Entonces, diría que si bien no es un libro que escribimos juntos, nació de nuestra cercanía y me permitió proseguir con una línea de ensayos en la que los temas de mi poesía, de alguna manera, están vivos. Me gusta mucho la prosa, me parece hasta cierto punto más esquiva que la poesía, porque el poema no te engaña. Cuando no tenés un verso, no lo tenés. Pero la prosa se presta a cierta plasticidad.
–¿Cómo trabajás el tono de tu escritura?
–De pronto, una frase me dice que encontré el tono, como si estuviera afinando una guitarra. La primera frase que surge con esa consistencia me dicta la tonalidad del ensayo. Y en general es una frase breve, que tiene la musicalidad de un enunciado coloquial y recoge la intensidad de una emoción. Después voy girando en torno al tema y cediendo la palabra a distintas perspectivas. Trato de que las citas, cuando las hago, se incorporen a la enunciación general. Hay una sentencia preciosa de Adolfo Bioy Casares que dice que el ensayo debe ser como una conversación junto al fuego. Me gusta el ensayo como una conjetura casi íntima, donde el pensamiento no quiere ser probatorio. En muchos escritos desarrollé esa idea de la distancia entre la monografía y el ensayo. Pero también es verdad que el ensayo de intimidad, el ensayo lírico, me animaría a decir, se aleja de esa función testimonial que muchas veces se le imprime al género para que se pronuncie sobre un asunto de importancia. No me ocupo de temas de importancia, salvo en mis trabajos más filosóficos.
–En tu obra conviven textos filosóficos, ensayos de intimidad, políticos y poesía.
–Esos son los registros. Cuando escribo una crónica política, ingreso a un tono político. No me repliego sobre mí. Cuando escribo un ensayo de filosofía y lo hago con pasión, trato de abordar temas que me inquieten personalmente, aunque no gocen de prestigio metafísico, digamos, como el silencio, la extinción de la diáspora, el tema de los profetas. Y donde trato de ser no estrictamente lógico en un sentido formal pero sí analítico. Y después está este registro que es hermano de la poesía.
–¿Influyó en los ensayos el hecho de que los textos iban a ser publicados en este diario?
–Es un punto interesante, porque el que me impulsó a trabajar con este espíritu fue Héctor. Pensé que periodísticamente no iba a andar. “Vamos a poner un título a esto, Temas de siempre”, dijo. Nombró la sección en la que fuimos publicando este tipo de ensayos y logró algo interesantísimo, me parece, que es llevar de algún modo lo autobiográfico al diario. Con decisión, me abrió una puerta notable que convirtió el suplemento en un espacio más de mi propia literatura. Yo escribía en el diario, pero a la vez no tenía que distanciarme de mis emociones para poder hacerlo.
–Me enteré leyéndote de que habías vivido tu infancia en el sur de Córdoba.
–Sí, viví en Laboulaye. Qué bárbaro. Lo que yo escribo sobre mi yegüita, la Sara, es absolutamente así. Mi papá un día apareció y me trajo de regalo un caballito. Yo era un chico. Imaginate para un porteño lo que es que le regalen un caballo. Fue hermoso, fue un amor a primera vista. Traté de decir lo que puede ser el amor con otro ser que no es humano, pero es más que humano. El encuentro fue trascendente.
–La autobiografía aparece como el recurso de otro género literario.
–Todos los ensayos tienen un sentido autobiográfico, pero no porque necesariamente narre cosas de mi vida, sino emociones que me son indispensables, que no puedo apartar de mi propia vida. Creo que la poesía es mucho más que un género literario, es un posicionamiento subjetivo. Cuando Mariana Araujo me sacaba fotos, buscando cierta luz, yo le decía eso: “Estás poetizando”. Porque la poesía es un modo de situarse, no es necesariamente un género, se traduce también en un género. Cuando supe eso, me di cuenta de que, al escribir mis ensayos llamados de intimidad, estaba la poesía. Y que mi poesía, por otra parte, tiene un sentido narrativo. Mis poemas son narrativos.
–¿Tu nuevo libro de poemas se puede leer como un autorretrato?
–Sí, la mirada de un hombre de ochenta años que se vuelve hacia las cosas que ama y que sigue amando. Pero también tiene, sin melancolía, una despedida. Creo que en Los últimos cielos hay un largo adiós. Me siento lleno de vida, no me siento envejecido ni marchitado, pero tengo ochenta años. No puedo eludir esa evidencia, ni quiero. Y además hay algo que acompaña esa evidencia del tiempo, y es que una expectativa quedó desbaratada. Yo creí que iba a tener algún indicio de enfermedad, pero la muerte es más sutil. Me hace sentir bien, pero está ahí, está ahí. Mi sueño es morir como Maurice Merleau-Ponty, sobre la mesa, con la pluma en la mano y de pronto que el corazón diga basta. Mi papá murió así, a los 94 años. Mis padres estaban internados en un geriátrico de San Pablo, muy lindo, muy digno. Él terminó de cenar, al rato tomó su coñac y se acostó para siempre.
–¿En qué idioma hablabas con tus padres?
–Mamá nunca terminó de aprender el portugués y se olvidó buena parte del español. Entonces hablaba muy fluidamente mal los dos idiomas. Esa mezcla de idiomas también era un autorretrato perfecto de mamá. Nunca terminó de llegar al Brasil y nunca terminó de despedirse de la Argentina. Extrañaba mucho. Creo que acompañó a su esposo, pero no llegó nunca. Y mi padre hablaba espléndidamente en portugués, pero con mucho acento argentino. Hablaba bien el inglés, un inglés de empresario que sabía expresarse. Y mi hermano, que vive en Brasil, se casó con una brasileña, tiene hijos brasileños, un nieto brasileño, y habla el castellano con un dejo de portugués. Hicimos juntos una edición de doscientos ejemplares de un libro que se llama El libro de dos hermanos, con fotos de él y poemas míos. Él es un diseñador de primera: inventó el logo de Claro, el del Banco Itaú. Y es un fotógrafo exquisito.
–¿Cómo surgió tu vocación filosófica?
–No me siento inscripto en una corriente determinada de la filosofía, si bien el pensamiento de la fenomenología es el que me marca más. Tengo alumnos y me gusta mucho la enseñanza, transmitir la emoción del pensamiento. Tuve un fracaso en mi carrera que fue para mí crucial. Estaba cursando filosofía moderna en la UBA con el profesor Andrés Mercado Vera. Tenía que dar el final, me tocó La crítica de la razón práctica de Kant y me pidió que expusiera. Yo había estudiado, expuse, dije qué era lo que Kant decía. Y cuando terminé, me dice: “Está bien, tiene un tres”. “¿Cómo? ¿Me equivoqué en algo?”. “No, no, en nada. Pero usted me contó lo que yo le pedí y no sé lo que usted piensa. Usted tiene que interpretar, no tiene que repetir”. Fue un momento luminoso. Primero me destrozó, porque me liquidó el promedio, pero qué enseñanza. Del pensamiento y de la enseñanza en la primera persona del singular, ¿no? Quien puede enseñar tiene que transmitir ante todo la emoción de aprender.
–¿Y con la poesía?
–Conocí a Ricardo Molinari cuando yo era muy joven; había venido a vivir acá a los veinte años para hacer la carrera y, además, porque quería escribir en castellano. Y lo fui a visitar y me recibió con mucha amabilidad; inolvidable la figura física de él, alto y con un cabello de oveja y una tez bien morena, hombre silencioso. Y entonces le conté por qué me gustaba su poesía. Y me dice: “¿Y usted conoce Europa?”. Le conté mi entusiasmo por España y Portugal, que eran dos temas centrales en su poesía, y le pregunté si iba a volver a Europa. Entonces me dice: “Sí, voy a ir a despedirme de las cosas”. Yo nunca había escuchado un verso así. Voy a ir a despedirme de las cosas. Fue poesía encarnada, la sensación de estar con un tipo que era poesía. Y claro, yo todavía era inmortal, tenía veinte años, y despedirse de las cosas cuando recién estaba saludándolas... Pero me marcó profundamente. Sin sentimentalismo, ahora me toca a mí empezar a despedirme de las cosas.
–¿El proyecto de reunir tus ensayos y poemas fue una decisión editorial o tuya, para acercarla a nuevos lectores?
–El de los ensayos de La aventura de pensar fue de la editorial, y el de Hombre reunido, con la poesía, fue una iniciativa mía. Ahora, tal vez, en algún momento, los reeditemos con los que siguieron. Pero el momento más desafiante fue cuando me propusieron editar toda mi obra. Es muy solemne eso, es muy fuerte. Toda no, porque yo no sé si terminé mi trabajo; escribir es afirmarse en el tiempo. Queremos hacer una colección, donde vayamos editando cada uno de los libros.
–Una Biblioteca Kovadloff.
–Así la llamó mi editora, Mercedes Güiraldes. Hoy recibí un llamado que todavía no me atreví a escuchar del diseñador Mario Blanco, que quería que habláramos de eso. Y bueno, estoy lleno de gratitud. Me gustaría mucho escribir un libro de gratitud hacia los escritores; así se llamaría: “Libro de gratitudes”.
–¿Y quiénes estarían?
–En primerísimo lugar, quiero celebrar a Heráclito, a Platón, a la figura de Sócrates “desplatonizada”, porque Platón lo puso a su servicio a Sócrates, y no es así. Sobre Montaigne ya escribí. Y todas aquellas figuras que al leerlas me llenan de alegría y de admiración. Cervantes, Pessoa, Borges.
–¿Contarías algo sobre la experiencia de la “universidad de las catacumbas” durante la dictadura militar?
–Escribí ese ensayo que se llamó “Una cultura de catacumbas” cuando me tuve que ir de la Facultad de Filosofía y Letras. En plena dictadura militar hubo un interventor que consideró que mi enseñanza de la filosofía griega, en realidad, encubría una hipótesis trotskista. Interesante, ¿no? Nunca se me había ocurrido. Se me hizo imposible enseñar, me tuve que ir, renuncié a la cátedra y empecé a enseñar en forma privada con estudiantes que venían a casa. Lo mismo hicieron muchos profesores. Teníamos la posibilidad de sostener un espíritu democrático de estudio, de libertad crítica, en un clima complicado, porque una vez me tocó tener un alumno que no volvió. Manteníamos un espíritu de estudio, de convivencia y también de miedo.
–¿Con el retorno de la democracia no volviste a enseñar en la universidad?
–No, seguí con los grupos privados. De vez en cuando daba alguna clase en alguna universidad, un seminario, pero me dediqué a la docencia privada, porque además me permitía vivir, porque con los salarios de la universidad era imposible. Enseñando en casa, podía tener grupos relativamente numerosos, no cobrarles mucho a mis alumnos y tener la posibilidad de vivir. Y sigo, sigo hoy. Tengo grupos privados, sigo enseñando filosofía.
–¿Cuál es tu reflexión sobre los cuarenta años democracia en la Argentina?
–Fue todo ganancia. No solo porque Raúl Alfonsín nos devolvió la confianza en que era posible que la política se reconciliara con la ética, cosa que él cumplió plenamente, sino también porque produjo una transformación cultural muy importante, desaparecieron los golpes de Estado y no se olvidó, por más presiones que haya sufrido la necesidad de vivir dentro de la ley, que la política debe ajustarse a la vida constitucional. El gran reclamo político de este momento es que el poder se someta a la ley, y esa es una herencia de aquellos cuarenta años que nos dieron seres excepcionales, como Graciela Fernández Meijide. Es una de las grandes protagonistas de aquel momento y una de las configuraciones más profundas de la capacidad de transitar de la desolación y el odio a la reconciliación y el entendimiento con sus prójimos y el perdón. Ella encarna esa transición y yo la homologo a la de Mandela. Mandela y ella están emparentados por esa capacidad de derrotar la fragmentación y la intransigencia. Otro de los beneficios maravillosos que nos dejó el comienzo de la democracia fue la posibilidad de discutir con nuestros dirigentes políticos. Yo lo hago hoy con Patricia Bullrich. Podemos conversar, puedo plantearle preguntas, podemos discutir, puedo escucharla y ella puede escuchar. Y con Alfonsín lo hice también.
–¿Cómo era Alfonsín?
–Era un hombre que podía discutir. “No estoy de acuerdo con usted”, me decía muchas veces, enardecido, pero yo no le temía, porque su capacidad de disidencia estaba inscripta en una sensibilidad cívica maravillosa. Y esa sensibilidad cívica ha crecido en la Argentina. No importa a cuánto asciende el porcentaje de los que quieren la democracia en el país, pero es infinitamente mayor de lo que fue en un momento en que creíamos que nunca iba a volver hasta que volvió. Alfonsín dio a luz la esperanza de reconciliar la política con la Constitución. Eso no hay que olvidarlo. Mi balance es muy positivo porque emprendimos el camino. Claro que está lleno de riesgos, pero emprendimos el camino.
–Algunos sectores consideran el republicanismo una especie de elitismo. ¿Qué se puede decir sobre eso?
–Esos sectores han meditado poco sobre lo que son las instituciones de la república. El régimen republicano es un régimen de sospecha, a mi modo de ver. Está integrado por tres poderes cuya finalidad, o mejor dicho, una de cuyas finalidades fundamentales es contener la ambición de abarcar todo por parte de los otros dos. Esto es extraordinario, porque implica una enseñanza fundamental, y es que el hombre debe ser inscrito en la moderación. Los tres poderes existen para que ninguno de ellos sea suficiente y al mismo tiempo para que cada uno de ellos, dentro de un límite, pueda ejercer sus aptitudes. Eso es el republicanismo, la conciencia de que el hombre corre el riesgo de la desmesura y que, sin embargo, puede vivir dentro de la ley.
–En el balance de los cuarenta años de democracia hay muchas deudas.
–La democracia no ha sido suficientemente persuasiva en sus realizaciones. De hecho, la injusticia social existe, la pobreza se ha multiplicado, y no solo por obra del kirchnerismo, sino también por las faltas de las gestiones políticas previas. La inflación no es un invento kirchnerista, es una potenciación kirchnerista de algo que también conocimos en los años 2000. Entonces, ¿qué tenemos que advertir? Que la democracia no está a la altura de sus ideales y que es preciso que se acerque a ellos a través de liderazgos que encarnen el espíritu constitucional. No sé si esto es posible, pero es necesario. Esta es la exigencia que hay que hacer a las dirigencias políticas, que se pongan en consonancia con lo que la ciudadanía reclama a través de su sufrimiento, porque el sufrimiento es hoy el mandato que hay que oír primordialmente en un país como el nuestro. Hay un dolor que quiere ser oído, que necesita ser oído por una dirigencia que sepa escuchar antes de tomar la palabra.
–¿Te intimidan los avances en materia de inteligencia artificial?
–Desconocer su utilidad es estéril; sacralizar su valor y presumir que el hombre puede encontrar un porvenir superador de su condición de ser falible, imperfecto y perfectible, equivale a restaurar un ideal totalitario e inhumano. Equivale a renunciar a nuestra condición humana para arañar el ideal delirante de la perfección consumada. No puede haber literatura ni filosofía donde se presuma que las respuestas pueden derrotar a las preguntas. Pero el hombre no se resigna a su finitud. Si hay algo que odia es su condición mortal. No hay para él peor herida narcisista.
–¿El odio seguirá dominando la escena social en el país o irá cediendo?
–Yo creo que el odio es un capital. ¿Por qué? Porque permite refugiarse en la certeza: yo te condeno porque soy puro, y esto habla muy bien de mí. Entonces, una de las rentabilidades del odio es la posibilidad de la autoidealización. Es una forma velada del narcisismo.