Retorno al corazón de las tinieblas: la pesadilla africana de Joseph Conrad
Escrita hace más de un siglo, la nouvelle del gran escritor de lengua inglesa adquirió con el tiempo una misteriosa resonancia de clásico, que hoy recupera una nueva traducción argentina
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Un día de 1894, un incipiente escritor de lengua inglesa que todavía no se llamaba Joseph Conrad embarcó rumbo a Australia en el que sería su último viaje como capitán de la Marina Mercante Británica. No es que hubiera perdido “la gracia del mar”, como el futuro marinero del novelista japonés Yukio Mishima; la compañía para la que navegaba había quebrado, pero además –y sobre todo–, su salud también se había ido quebrando a causa de sucesivas afecciones contraídas, precisamente, en sus travesías por latitudes lejanas y asoladas por enfermedades endémicas.
Ya se había ejercitado en la narrativa con La locura de Almayer, su primera novela, escrita en 1889 pero no publicada hasta 1895, con la que afirmaría su sorprendente manejo del inglés, un idioma que había aprendido no antes de los veinte años; para un polaco (tal era su verdadero origen) criado, como él, en la baja nobleza, la segunda lengua era el francés, en su caso modelado por mademoiselle Durand, la institutriz suiza que, al despedir al niño que partía con su madre al exilio ruso en Vologda, había suplicado: N’oublie pas ton français, mon chéri!
No lo olvidó, pero lo ganó el inglés. El dominio de este idioma, aseguraba Jaime Rest, “lo convirtió en un maestro de la prosa de su tiempo, tal vez sólo comparable a Henry James por la destreza con que manejaba los medios expresivos para encarar un análisis complejo y sutil de las situaciones imaginarias”.
Varias de sus principales piezas narrativas y diarios (trece novelas, dos libros de memorias y veintiocho relatos cortos) remiten a sus experiencias de navegante: El negro del “Narcissus” (1898), Lord Jim (1900), Tifón (1902) y La línea de sombra (1917). Nostromo (1904, su obra más ambiciosa) transcurre, en cambio, en un país sudamericano, Costaguana, nombre de ficción que enmascara una Colombia sacudida por conflictos. Tampoco hay onda naviera en El duelo (1908), un título acaso no tan prestigioso pero que fue revalorado cuando Ridley Scott lo llevó al cine en Los duelistas (1979).
El relato más paradigmático en “modo navegación” probablemente sea Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas, publicado originalmente en 1902 en el volumen Youth, a Narrative), una narración de tensión sostenida, sutilmente in crescendo, con vívidas descripciones de un paisaje virgen a cielo abierto pero paradójicamente denso, ominoso, un río, una jungla que “nunca, nunca antes me habían parecido tan desesperados y oscuros, tan implacables frente a la fragilidad humana”. No se dice, pero, inequívocamente, el escenario es el Congo.
El lector de lengua castellana siempre regresa a este clásico, en buena medida por las frecuentes traducciones y ediciones que motiva el imbatible texto original; el emblemático relato ha vuelto ahora en una nueva y fluida versión, con profusas notas de otras ediciones y del propio traductor, el poeta argentino Jorge Fondebrider. Este “nuevo” Corazón de las tinieblas, (así, sin el artículo “El”) acaba de ser editado por Eterna Cadencia.
Su relectura tienta una y otra vez por la seducción del neblinoso misterio de la peripecia (que Francis Ford Coppola trasplantó al río Mekong y a las selvas de Vietnam en la monumental Apocalipsis Now, con un irrepetible Kurtz personificado por Marlon Brando) y, además, por la tesitura de sus dos caracteres principales: Charlie Marlow, alter ego del autor, capitán de un pequeño buque que remonta el río Congo (reaparecerá en Lord Jim y en Chance) y, sobre todo, Kurtz (“el abominable Kurtz”, Borges dixit), un “desertor” europeo encargado de una factoría de una empresa belga, un oscuro –pero eficaz– traficante de marfil, alterado por delirios místicos.
Cuando en Londres se publicó esta obra en formato libro, hacía un año que la reina Victoria había muerto y, en el más distendido clima cultural eduardiano, despuntaba el marino escritor que ya había asumido el nombre con el que conquistaría un lugar en el canon de la narrativa de transición de un siglo a otro. Visto en perspectiva, Conrad fue ese escritor que nació polaco como Jósef Theodor Konrad Korseniowski en 1857, y murió inglés en 1924 [en la aldea de Bishopsburne, condado de Kent, UK], el mismo año de Kafka, dos años después de Proust.
Su nacimiento había sido registrado en Berdyczów, un enclave ambiguo, originalmente polaco (actualmente Berdichev, Ucrania), pero en ese promediar del siglo XIX Polonia casi no existía; el Imperio Ruso se había apoderado de la mayor parte de ese país y, así, el pequeño Korzeniowski, en virtud de la diferencia de calendarios, tuvo dos fechas de nacimiento: el 21 de noviembre en tanto ciudadano ruso, y el 3 de diciembre si se lo considera ciudadano polaco. Suena a predestinación el hecho de que 1857 sea, también, el año en el que la editorial Michel Lévy publicó en París Madame Bovary, de Flaubert, un texto y un autor que el polaco, ya emigrado a Marsella, frecuentaría con devoción. Pero en su iniciación literaria las decisivas influencias fueron lecturas en lengua inglesa: Henry James, Charles Dickens (insoslayable) y, con afinidades de coautoría, Ford Madox Ford.
En 1886 optó entonces por la ciudadanía británica, decisión que agregará –ya con carácter definitivo– un nuevo “pasaporte” a su funambulesca identidad. No sorprende que las reiteradas transfiguraciones hayan alimentado la decisión por la cual el versátil héroe de “tres vidas”, en algún momento –se asegura–, ejerció la profesión de espía. Leyenda o realidad, ese métier se personificó, en la ficción, en Verloc, el espía protagonista de El agente secreto, de 1907, su más exitosa novela urbana.
El fatal hechizo de la selva
En 1889 Conrad viajó al Congo, de donde regresaría al año siguiente con los primeros síntomas de dolencias que serán recurrentes. En África, el autor de Nostromo emprendió su travesía por el río Congo, “una culebra serpenteando a través del inmenso país”, según la metafórica señalización de W.G. Sebald quien, en Los anillos de Saturno, sigue de cerca el itinerario real del marino Conrad, el cual, a su vez, coincide –en parte– con la angustiante experiencia de Marlow por ese place of darkness (lugar de tinieblas), “donde reina el pesado y mudo hechizo de la selva”; esa elocuente y fugaz referencia topográfica –de neto aliento impresionista– pauta la alquimia con la que Conrad pasa del registro documental al código poético.
“Los tres tipos rojos habían caído sobre la orilla como si las balas los hubiesen matado. (…) Y, entonces, ese montón de imbéciles de la cubierta [con sus rifles] comenzó con su mísera diversión, y ya no pude ver nada más por el humo”. La (cinematográfica) puesta en escena del narrador es un incontestable testimonio de que “en toda la historia del colonialismo, en su mayor parte aún no escrita, apenas hay un capítulo más lóbrego que el de la colonización del Congo”, como dice Sebald. A la devastadora acción de los imperios se sumaban las pestes autóctonas, males endémicos generados por la precariedad de las condiciones del Continente.
Marlow advierte que Kurtz cae enfermo recurrentemente: “Entonces tuvo su segunda enfermedad; [así que] después tuve que mantenerme fuera de su alcance”. La distancia social –es obvio– no nació con la pandemia actual. El efecto aniquilador de las epidemias durante las incursiones de países que extendieron sus dominios territoriales no ha pasado inadvertida: “La historia de la fiebre amarilla [como la de otras epidemias] está hecha de hombres y leyendas, asociadas a los viajes marítimos, a la pugna entre potencias mundiales por expandir sus zonas de influencia, al desarrollo comercial, al colonialismo y a la competencia entre investigadores (léase “laboratorios”, podría agregarse) por encontrarle remedio”, como anotaron hace ya más de una décadas los especialistas Tuells y Massóc en la revista Vacunas.
Con efusividad romántica, Conrad discurre narrativamente en torno a la enajenante soledad, y deja entrever el desafío que el confinamiento plantea a la templanza humana, sea en la impenetrabilidad de la selva (Marlow), o en misteriosos refugios ceremoniales (Kurtz). Marlow supera la prueba; Kurtz, no.
Conrad no se dejó tentar ni por lo exótico ni por la aventura, como algunos de sus contemporáneos (Pierre Loti, Raymond Roussel); a través de una prosa prodigiosa, vibra ese dramatismo angustiante propio de lo presencial, no sin un sagaz ojo político que desenmascara la voracidad de los emporios financieros por explotar los recursos de zonas inexploradas. Pero en la embestida imperialista participaron agentes secundarios y vulnerables que, como Marlow o Kurtz, acaban abatidos por la enfermedad, la locura o la muerte. Esa condición alcanza al mismísimo Conrad que, no obstante, escudriñó con lucidez el infierno congoleño. El resultado fue la inagotable Heart of Darkness, “acaso –conjetura Borges– el más intenso de los relatos que la imaginación humana haya labrado”.