Reseña: Una hermosa tristeza, de Bohumil Hrabal
“Es que murió mi tío Celerino, quien me contaba las historias”, solía decir Juan Rulfo cuando insistían en preguntarle por qué no había podido escribir más. Algo de esa genética narrativa, con mejor suerte, absorbió el checo Bohumil Hrabal (Brno, 1912-Praga, 1997). Su influencia resultó un tío que inicialmente fue a visitar a sus padres durante dos semanas y se quedó entre ellos cuarenta años.
Recrear esas texturas, esas voces, esos léxicos familiares, es una de las maneras por las que Hrabal vuelve a la infancia, su patria, para evocarlas y trazar nuevos recorridos. “Cuanto más tiempo lleva alguien caminando por la vida, más se necesita volver a la infancia y mayor es su deseo de recuperar la imaginación de un niño y realizar aquello sobre lo que había pensado y aquello con lo que había soñado”, escribe en el prólogo a Una hermosa tristeza, publicado originalmente en 1979, cuando el autor ya tenía una trayectoria más que respetable.
El volumen reúne veintitrés relatos conectados a partir de la voz de un niño de quinto grado, aventurero e inconformista, exmonaguillo, que vive junto a su familia cerca de una cervecería en un pequeño pueblo checo, donde trabaja su padre.
Dos pequeñas historias lo marcan tal cual es: en sus correrías, suele subirse a algunos frutales y mira (o espía), como “El barón rampante”, todo lo que sucede en las casas del predio, y en una ocasión va al puerto con la idea de hacerse un tatuaje de un barco, pero terminan haciéndole una sirena de agua. Peripecias que se extienden en todo el libro, estelas de inocencia, disparate y un poco de perversión, que se visibilizan en una multiplicidad de personajes, algunos relevantes como el tío Pepín –mujeriego y vago–, y secundarios, que aparecen en la carnadura de oficios diversificados, como un sereno, un carnicero, un maquinista, el párroco, o una troupe de músicos itinerantes.
Hrabal, que tuvo muchísimos trabajos y que recién publicó su primer libro a los 48 años, no solo se interesa por el vértice laboral-productivo de la sociedad, sino también por aquello que se genera en los tejidos sociales que se despliegan en la comunidad, y en sus espacios de referencia como en las iglesias o las tabernas, engranajes que también se perciben en su reconocida novela Trenes rigurosamente vigilados, cuya adaptación, dirigida por Jiri Menzel, ganó el Oscar en 1967.
Con un humor fino, como la luz de un candil ilumina una atmósfera caída, en este caso por el fantasma de la ocupación nazi en Praga, Una hermosa tristeza pone en relieve, mediante breves destellos de elegancia y sensibilidad, un contexto complejísimo, donde la puerta a la miseria y a la locura están más cerca de lo que parece.
Una hermosa tristeza
Por Bohumil Hrabal
Pinka. Trad.: J.P. Bertazza
210 páginas, $ 6000