Reseña: Tratado de iconogénesis, de Mario Ortiz
A veces de pronto se vuelve moneda corriente en el idioma algún dudoso comodín. El último en circulación es el adjetivo “icónico”, que se usa para casi todo, tenga o no sentido. Si es cierta la premisa de que a los poetas les cabe purificar las palabras de la tribu, el nuevo título de Mario Ortiz (Bahía Blanca, 1965) debería bastar para complotar contra ese y otros lugares comunes. Tratado de iconogénesis es la undécima entrega de los Cuadernos de lengua y literatura (otros son Tratado de fitoloingüística o Ejercicios de lectoescritura), la serie poética con la que el escritor argentino viene explorando, como un rabdomante, el mundo, el tiempo, el espacio y su relación con las palabras.
El nuevo volumen tal vez sea el más simple del conjunto (en sus propósitos) y el más complejo (porque la simplicidad demanda mayor concentración). Como nunca antes en Ortiz, la obra se monta a la par del lector, que avanza con ella en sus perplejidades. En dos televisores abandonados en una esquina con cinco años de diferencia, el poeta-pesquisa encuentra una señal, un mandato para ejercer lo que denomina “surrealismo chatarrero”: el marco vacío de uno de los implementos o la pantalla gris a la intemperie del otro sirven para observar las cosas de nueva manera. Los “televisores que brotan entre espigas electrónicas” pueden vincularse, en la óptica de Ortiz, con la idea de Francis Ponge de la poesía como taller “para reparar el mundo tal como le llega (al poeta), por fragmentos”. En su hélice de muchas aspas, Tratado... desgrana, sin embargo, otras muchas curiosidades.
Difícilmente podrá repetirse, contra todo, la súbita emoción que se produce cuando, después de todas sus peripecias, Ortiz salta de la tipografía del libro a la letra manuscrita de un cuaderno real
Ortiz puede reflexionar sobre la brecha entre la papa cocida y la papa verbal de Ponge –como el francés, también el bahiense se vale antes que nada de la prosa– o sobre los nombres arbitrarios de los objetos, intercalar fotos, silogismos y diagramas, pero sus asombrosas analogías lo llevan, más temprano que tarde, a treparse a una bicicleta y emprender un viaje psicogeográfico por su ciudad. Una rosa de los vientos en una plaza puede funcionar como objeto central de atención, mientras alrededor no solo se captan detalles de orden natural sino también, sin vociferarlas, marcas del pasado histórico y político.
Tratado de iconogénesis es una invitación activa a que cada lector reencante su propio contexto con procedimientos similares. Difícilmente podrá repetirse, contra todo, la súbita emoción que se produce cuando, después de todas sus peripecias, Ortiz salta de la tipografía del libro a la letra manuscrita de un cuaderno real. La poesía –que ahí se revela en forma de verso– es también el pulso material del que escribe. La abracadabrante insinuación mística y religiosa del final (que recuerda el tono de Héctor Viel Temperley) es, más que una conclusión, la promesa de lo por venir.
Tratado de iconogénesis
Por Mario Ortiz
Leteo
112 páginas, $ 980