Reseña: Si las cosas fuesen como son, de Gabriela Escobar
A propósito de sus composiciones, Tamara Kamenszain hablaba de una forma espiral, “lo que va de una cosa a la otra, lo que va llevando, eso que José Lezama Lima llama ‘fragmentos a su imán’: que los fragmentos vayan siempre al imán libro”. Esa herencia pervive en Si las cosas fueses como son, primera novela de Gabriela Escobar (Montevideo, 1990), bordada a partir de retazos que intercalan experiencias de abandono y una mirada subrepticia y profunda de distintos entornos.
La protagonista, tras una separación, vuelve a la casa familiar. Allí se reencuentra con su madre, una mujer abstraída, a quien llama la “Tumbona”. Evoca, por un lado, una genética de la ruptura. Por ejemplo, su abuelo judío comunista, que cortó de raíz la tradición y creció ateo y neoliberal, pero a escondidas lee la Torá. Una tradición familiar sin archivos por los que la narradora escarba. Por otro lado, entiende que la razón entorpece los sentidos y registra con soltura poética: “Las alas de las avispas son un susurro a gritos. Una amenaza que parece broma por su tamaño. Hay dos clases de personas: las que temen lo gigante y las que temen lo microscópico. Soy de las segundas. Me parece más peligroso un átomo que un universo”.
Lo interesante del pulso del fragmento no tiene que ver solo con la condensación sino con el corte, los quiebres que fracturan la historia; así, el relato en sí mismo toma otra posición. Escobar se vale de distintos imanes, que van desde una elección alquímica de cada una de las palabras, hasta las variaciones de los registros, para construir un objeto, en muchos sentidos, prodigioso.
Si las cosas fuesen como son
Gabriela Escobar
Criatura Editora
88 páginas
$2750