Reseña: San Miguel, de María Lobo
Una original novela que no distingue géneros
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Muy al contrario de lo que supo instalar cierto vanguardismo despolitizado, el tema es lo que más importa. Los demás aspectos de un libro se ordenan en torno al tema, que, bien elegido, puede intervenir en la cultura establecida por la vía de lo nuevo. ¿Sobre qué se puede escribir? Y, ante todo, ¿quiénes pueden abordar tales o cuáles tópicos, y quiénes no?
En la novela San Miguel, de María Lobo (Tucumán, 1977), un grupo de artistas que participan de una residencia chaqueña se empecinan en atribuciones como esta: “Los escritores de la provincia deben escribir acerca de su lugar geográfico. Ellos tienen que escribir acerca de ese espacio que a nosotros [los escritores de la ciudad] nos queda lejos”. Contra la división nacional de los temas, María Lobo ataca este núcleo ideológico a fuerza de anacronismos y disonancias. Mientras se supone que desde las ciudades hay que escribir sobre un “futuro inquietante”, la narradora de San Miguel trabaja con los consumos culturales del pasado, construye climas y geografías mutantes (como los cerros nevados del Chaco) y pone en cuestión la correspondencia entre literatura y actualidad.
San Miguel se lee como la preparación de una novela. Una novela de amor que quiere ser epistolar, pero superpone los mensajes al amado ausente con consideraciones sobre el amante presente; una escritura que fantasea con videoclips de la banda R.E.M., pero se entrega a la monotonía y la pausa abrupta; una novela que reniega de los mandatos regionales aunque hace énfasis en las formas específicas del habla. Una novela de tesis cuando eso es lo último que se espera. Así, entonces, San Miguel va alejándole la carnada al lector ideologizado y defrauda toda ilusión de encontrarse frente a otro producto con denominación de origen en el mercado pretendidamente federal.
Está el tema, pero también el tono, que rinde homenaje a los colores anacrónicos de películas como E.T. y Reality Bites; un “tono epiceno”, como acuña la narradora, que no distingue géneros, aunque no por muy neutro se evade de la polémica (“El viento no me arrasa./ Lo sabe cualquiera que haya nacido en San Miguel”) ni de las disonancias.
Como le sucede a un cellista cuando las vibraciones de una cuerda coinciden con las de la caja y se produce el acople que se conoce como lobo, la escritura de Lobo avanza analítica y en espiral, acopiando figuras mundanas (letras de canciones noventosas, montículos de suéters en el suelo que evocan fantasmas, diálogos banales levemente desfasados), en un relato que desentona voluntariamente, tanto en tema como en expresión, con el denominador común de la narrativa actual, y en esa desarmonía encuentra su riqueza.
San Miguel
Por María Lobo
Qeja. 352 páginas
$ 2000