
Reseña: Ostende, de Virginia Ducler
Madre e hija, Romina y Sara, viajan a Ostende a pasar juntas unos días de verano, en unas cabañas. “El primer día de vacaciones en una ciudad desconocida es confuso, uno se bambolea entre el cielo y la tierra como si se hubiera desplazado el suelo, y no el cuerpo”, reflexiona la narradora que, consciente de la insatisfacción de su “cripto hija”, espera la llegada de una pareja de turistas con un hijo adolescente. “Yo ruego que conozca a alguien de su edad”, se ilusiona. Sin embargo, el matrimonio platense, de espíritu swinger, tiene un chico un poco menor que “Ella” y con autismo, Manu.
Mientras Rogelio y Vero intentan persuadir a Romi de las bondades de un trío, usando caricias y besos robados, alcohol y marihuana, Manu sigue a Sara con empeño. “Al día siguiente ya está instalada esta dinámica: Él la busca, Ella lo rechaza. Rogelio me busca, yo acepto la seducción, me entrego a medias, le doy mi mejor perfil y sonrío con la mitad de la boca, juego con la plasticidad de mi cara y disfruto del misterio que eso crea en sus ojos”, describe.
Pero la trivialidad de la picaresca veraniega se rarifica y abre paso a lo ominoso, a una “tristeza rara, mezcla de desamparo y transgresión”; de manera veloz, Ostende se convierte en un relato inquietante, con oleadas de sensaciones que llegan desde el pasado: “Cuando mi madre me obligaba a disfrutar, solo conseguía que odiara más la vida”. Virginia Ducler (Rosario, 1967) no erró al haber elegido la novela corta como campo de maniobras de un plan narrativo que explora la violencia que engendran los vínculos familiares.
Ostende
Por Virginia Ducler
Bocas Pintadas
72 páginas, $ 23.000
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