Reseña: Mudanza, de Verónica Gerber Bicecci
Mucho más como actitud o punto de vista que como género, Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981) trabaja el ensayo como una forma plástica que es capaz de imbricar o desdoblar la relación entre los artificios literarios y la práctica de las artes visuales. Como dijo Rilke sobre Cézanne: las manos son actores, ágiles y libres en su actuación, donde los dedos danzan en el ejercicio y también en la quietud. Ensayar también es un posicionamiento en el campo visual, una reflexión sobre la propia percepción y los imaginarios aledaños.
No es casual que la primera pieza que conforma Mudanza, publicado originalmente en su país en 2010, parta de un desajuste visual, la ambliopía –o el síndrome del ojo flojo–, una errancia fundamentalmente espacial: “Hay una parte que se deforma sin quererlo y una parte que procuramos deformar cuando contamos algo”. Ahí aventura, a modo de prólogo, una colección de artistas que, en algún momento de su trayectoria decidieron renunciar a la escritura o, quizá, enfrentarla desde otros flancos. En la selección vibran, cosidas por la experiencia familiar de la autora, ligada al exilio, las performances de Vito Acconci, las experimentaciones intimas y situacionistas de Sophie Calle y Paul Auster, los objetos maravillosos del belga Marcel Broodthaers.
Escrito con magnetismo y generosidad, se trata también de una búsqueda y la necesidad de ir completando formas. Gerber Bicecci, que congenia el oficio en los bastidores y en la escritura, presenta en Mudanza su propio museo personal, que traza un surco entre la reflexión por la imagen y la palabra.
Mudanza
Por Verónica Gerber Bicecci
Sigilo
120 páginas, $ 3900