Reseña: Mandarino, de Ezequiel Pérez
Ya en su primera novela, Hay que llegar a las casas, Ezequiel Pérez (Villa Ramallo, 1987) muestra una preocupación por narrar desde una órbita sonora: el curso de la narración se cimenta en la expansión de las voces, de los silencios y del fuera de campo como caja de resonancia. Si en aquella primera novela los ecos estaban puestos en el regreso de un joven a un pueblo litoraleño en medio de una serie de suicidios desconcertantes, en Mandarino pervive la decisión de componer una sonoridad que desafíe el eje argumental.
También aquí la voz del río Paraná es un trasfondo que imanta el relato, en su flaqueza y en su potencial prosperidad. Mandarino comienza en un contexto de hambrunas, donde un pequeño poblado debe emigrar. El protagonista, adaptativo y resistente como el árbol que le da su nombre, se autodefine como “Mandarino Cronista Mayor del desamparo y Cartógrafo de una Sola Línea”, en un relato de expedición modelado con la apariencia de las Crónicas de Indias. Lo que hace Pérez, especialista en literatura colonial latinoamericana, es combinar, en apartados breves, distintos registros y géneros, como recuerdos alrededor de la fundación, cantos o piezas poéticas, diarios y cartas del protagonista a su abuelo, a quien no pudieron trasladar hacia la otra isla.
El relato que propone Mandarino acompaña un viaje que cruza el amanecer, con una capitana memorable, La Mansa, en busca de un mítico pez dorado, con unas texturas fluviales que recuerdan los versos del poeta Francisco Madariaga y silencios como los de Antonio Di Benedetto.
Mandarino
Ezequiel Pérez
Eterna Cadencia
144 páginas
$ 4950