Reseña: Los empleados, de Olga Ravn
La novela de la escritora danesa ofrece la historia de un viaje interestelar cuyo conflicto no progresa y se desdibuja
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Aunque la literatura parezca encapricharse, honrando sus tradiciones más arraigadas al contar una y otra vez historias tristes, lo cierto es que el ejercicio de proyectar el futuro no ha logrado plantearle al respecto mayores contradicciones: ¿de qué otro modo imaginar lo que viene sino hundiendo los pies en el barro, es decir, en las arenas inquietantes de lo distópico? ¿Tenemos, en rigor, argumentos para no ser tan malpensados?
La distopía, que podría definirse escuetamente como un futuro no deseado o una desviación (y que suele encuadrarse dentro de los márgenes de la ciencia ficción), es como se sabe una reacción en cadena, la contracara del sueño idealizado –también llamado utopía– de una sociedad organizada y a la vez libre, justa y feliz. En términos ficcionales, no hace más que llevar al terreno de lo proléptico la clásica pregunta o disparador –casi un ejercicio de taller literario– de “¿qué pasaría si…?”. Al mismo tiempo, funciona como una escenificación privilegiada de la paradoja científica, el vaso medio vacío y medio lleno del progreso y de las posibilidades de la mente, a menudo víctimas de las desmedidas pasiones de la especie humana, cuyo modelo literario –y también cinematográfico– podría ser Frankenstein. La célebre versión del gólem de Mary Shelley representa la peligrosa dualidad del núcleo distópico, a la vez que uno de sus argumentos favoritos: la criatura o ente o máquina que a partir de cierta instancia comienza a tomar sus propias decisiones, y que con ellas desata la inevitable tragedia.
Dicho planteo continúa siendo absolutamente medular, como lo prueban por estos días las no tan impensadas nuevas derivaciones –y nuevas polémicas– que ha desatado la evolución de la inteligencia artificial, en particular a partir de haber puesto “en peligro” el sitial privilegiado del artista –siempre poco dispuesto a abandonar su estatura marmórea– y de su genio creador. Por otra parte, el flamante estreno de Oppenheimer, la película de Christopher Nolan en torno al –para simplificar– “inventor” de la bomba atómica, no ha hecho más que reavivar un debate interno de la ciencia, y asimismo su proyección hacia la sociedad, en el que las políticas de Estado cumplen un rol indispensable, y que en gran medida es –aquel debate– el germen de la distopía.
Inspirada más o menos cercanamente en obras emblemáticas del género, entre las que habría que apuntar sin duda a Solaris –el libro de Stanislaw Lem y sus versiones fílmicas, la primera en manos de un iluminado como Andréi Tarkovski– y la saga de Alien, la novela Los empleados, de la danesa Olga Ravn (Copenhage, 1986), elige una modulación de la distopía en cierto modo estática, y a raíz de ello no necesariamente previsible pero que se encierra con facilidad en una suerte de callejón sin salida. El argumento es sencillo: una nave de grandes dimensiones, tripulada por humanos y humanoides, orbita alrededor del planeta Reciente Descubrimiento; de este han extraído unos objetos –algo más que las simples piedras que en principio aparentan ser– que albergan en un par de salas, y que empiezan a tener con la tripulación un vínculo extraño, disímil pero siempre intenso; causa o apenas canalizador de sus temores y angustias –unos anhelando su vida en la Tierra, otros ser aquello que apenas imitan–, a partir de la irrupción de estos objetos todo empieza a enrarecerse o extremarse. De allí al crimen no hay un paso, pero podría decirse que la mesa está servida.
Si la novela de Ravn resulta fallida y hasta en ciertos aspectos elemental, ello se debe a un puñado de factores insoslayables. El primero es la estructura: el artificio elegido, de principio a fin, es el de los “testimonios” que tanto humanos como humanoides brindan a una comisión llegada a la nave a tomar nota de ciertos hechos, que han estado trastornando el orden y los objetivos de la misión. Aunque los últimos difieren de los primeros –y presagian su desenlace–, el efecto es más de acumulación que de progresión, y allí radica su monotonía o esquematismo. Por otra parte, hay una cualidad inherente al género, y en alguna medida a toda buena literatura, que hace de la ambivalencia –que al menos invita a cierta ambigüedad– o la oscilación su combustible esencial, y que en Los empleados está casi anulada debido a su punto de inicio (en parte demasiado extremo; en parte difuso, confundiendo sutileza con vaguedad).
Pero el factor determinante para que la novela tropiece es sin duda su carácter oral. Hecha completamente de monólogos de no más de una página (en su mayoría, aunque algunos poseen apenas una o dos líneas), cada testimonio se vuelve a cada paso más explícito, un subrayado constante que prefiere prescindir de cualquier espacio en blanco. Los textos dominados por la oralidad caen con frecuencia en ese tipo de trampa, o bien optan por ella: la virtud de decir se convierte en su condición fatal. Así, lo que en Lem era sugestión o en el Dick de Ubik sarcasmo, dos modos de lo indirecto y de la entrelínea –características desde las que también habría que pensar al Orwell de 1984–, aquí aparece masticado y digerido, sin resquicio para interpretaciones ni transiciones de ningún tipo.
La distopía seguirá, desde luego, invadiendo el territorio de la ficción, a la vez que volviéndose invariablemente parte del tiempo presente. Es de esperar que, como en el caso del argentino Pablo Farrés y su extraordinaria Las series infinitas, lo haga con otros aires, o con otras ambiciones.