Reseña: Los divagantes, de Guadalupe Nettel
En Los divagantes, Guadalupe Nettel (México 1973) explora las posibilidades del cuento. Ya lo había hecho en tres libros anteriores, entre ellos El matrimonio de los peces rojos (2013). Ahí el hilo conductor entre los relatos estaba dado por la presencia de los animales (gatos, peces) o los hongos. Ahora es un estado de la subjetividad: personajes que de alguna manera han quedado huérfanos, descolocados. Algo en el espíritu de Los errantes (2019), de la Premio Nobel Olga Tokarczuk; una marca de época.
Nettel trabaja un tono íntimo y extraño a la vez. Un estilo escueto e hipnótico que se repite en sus cuentos. Tiene una gran habilidad narrativa. Puede pasar de una estructura clásica, como en “La puerta rosada”, donde incursiona en el fantástico –el viaje en el tiempo, la posibilidad de ser más jóvenes–, a una más híbrida como “La cofradía de los huérfanos” que cuenta cómo el narrador, criado en un internado, ayuda a una mujer a encontrar a su hijo perdido. Solo que el hijo, un hombre grande que deambula por el parque, tal vez no quiera que lo encuentren. Como ya lo había hecho en su novela La hija única (2020) Nettel se pregunta por la familia. Si una familia es como un árbol, si sus raíces se expanden por la profundidad de las generaciones, ¿ahogan o sostienen? En “Un bosque bajo tierra” una araucaria centenaria que crecía en el jardín de la casa familiar se seca sin remedio. No termina de desmoronarse, sino que persiste “tronco hueco en el centro del jardín”.
Cada uno de estos cuentos ilustra aquella tesis de Ricardo Piglia de que siempre hay dos relatos: uno se muestra, el otro se despliega por debajo, en silencio. En “La impronta” la narradora se encuentra por casualidad, en un hospital con Frank, un tío que ha sido exiliado del núcleo familiar. Empieza a visitarlo en su habitación: conversan, se ríen, se acarician. La prohibición en torno al tío materno es tan fuerte que incluso lo han recortado de las fotos en las que aparecía con ella de pequeña. ¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué relación tuvo con la protagonista en la infancia? El misterio se instala, irresuelto, porque como bien decía Piglia, de Chejov a esta parte esos dos relatos conviven sin resolución. Los vínculos no son tan sencillos de resolver como un policial en el que, al final, se nos da a conocer el nombre del asesino.
Como esos albatros del cuento “Los divagantes” que encuentran los marinos en lugares impensados para su especie, los protagonistas de Nettel se pierden, se saben desfasados, incómodos. ¿Dónde debería estar cada uno? Quizás haya que buscar un refugio en la naturaleza como hace la familia de “Jugar con fuego” hastiada del confinamiento. O quizá se trate de aceptar la presencia inevitable de esa chispa capaz de encenderse y convertir el bosque en pura llamarada de fuego.
Los divagantes
Por Guadalupe Nettel
Anagrama
161 páginas, $ 10.950