Reseña: Llanto verde, de Marcelo Cohen
“Mientras avanzas por estos laberintos, nunca sabes si persigues alguna meta o huyes de ti mismo, si eres cazador o presa”, decía Joseph Brodsky a propósito de sus estadías en Venecia. Una experiencia similar sucede al acercarse al universo del Delta Panorámico, una topografía ficcional que Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1951) ha construido desde la publicación del volumen de relatos Los acuáticos (2001), en paralelo a otras producciones literarias y ensayísticas, a su reconocida labor editorial y a sus eximias traducciones. En el proemio a La calle de los cines (2018), el narrador –Marcelo Cohen, habitante de una isla– afirma que “el cinema es una escuela práctica de la vida”, en relación a su manía por contar las películas que más lo movilizaban: un ejercicio de eyección y de autoconocimiento, una forma de apego o desprendimiento que obra en forma desmedida o parsimoniosa.
Los once relatos que componen Llanto verde suponen una continuidad, no solo por transitar el mismo cauce cinematográfico, sino también por combinar elementos verosímiles y fantásticos con maestría, en un movimiento por esclusas que parecería ser un ejercicio “autopoiético”; es decir, una dinámica de narraciones que se van construyendo a sí mismas en el fluir del viaje. En el catálogo, se despliegan “películas” que muestran vínculos de hermandad en momentos de crisis, historias de escapistas –ya sea un ermitaño, un político o un poeta–, artistas alocados e hiperbólicos, una niña que articula sus palabras de un modo enigmático, un plomero biografiado a partir de la conjunción poética de su corazón y la ciudad, una conjunción de habitantes de distintas islas que vacilan frente a un experimento incierto. Una conjunción de climas lo suficientemente peculiar para que algún cinéfilo caiga en la tentación de conectarlo con filmografías de distinto tono, pero a la vez, con la capacidad de crear su propia marca de agua. En los mismos términos que Piglia describe a Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky, Llanto verde es un libro contemporáneo, alerta y conectado con los cambios en los modos de leer. Y también, en muchos sentidos, es precursor.
Un brío distintivo tiene que ver con el uso del “deltingo”, un habla que prevalece en el territorio. Cronodión, carricol, pantallátor, cuadernaclo, ciborgues, farphonito: algunos de los términos con los que Cohen, reciente Premio Rosa de Cobre, otorgado por la Biblioteca Nacional, no solo le da musicalidad a su prosa, sino que también constituye un recurso de estilismo irónico, un gesto que afirma su continua preocupación por los usos del lenguaje por fuera de las imposiciones institucionales. “El arte produce paciencia; con esto debería bastar para que maraville, y también duela”, escribe.