Reseña: Langosta, de Yaki Setton
Los poemas no cuentan una historia, pero desplegados en serie pueden provocan esa ilusión. Langosta, de Yaki Setton (Buenos Aires, 1961) propone los pasos de una metamorfosis. En un principio los versos hacen eco distorsionado a las desventuras de Gregor Samsa (“¿Dónde estoy? Acá en la cama/ extiendo los brazos y son alas/que de a poco se despliegan/más allá de mis patas”), pero su deriva posterior es de otro orden.
“No vas/ a ser nadie porque no sé/ qué no soy”, se lee en la primera parte (“Fin de la hibernación”), donde la pérdida de conciencia acentúa la intuición del tagma torácico o el prototórax. El sueño y la noche se diluyen (en el segundo apartado, “La langosta”) en vuelo por un viento desértico hasta que el insecto del título –siempre cercano, casi un doble– retorna para meterse entre las costillas “hasta clavarme al piso en una cruz”.
La metamorfosis no es fantástica. Ese “exosqueleto” refleja más bien las vicisitudes del cuerpo, según revela la voz poética en la tercera sección (“La muda”), que en la siguiente (“L’Angosta”), más cerca del tono de Job que de “los lugares comunes de la queja”, busca nombrar el sufrimiento, ese “golem”.
Los libros de Setton (La educación musical, Lel Lejá, El beso), con sus versos precisos a los que no se les podría quitar una palabra, son una anatomía de poemas. En “Extravío”, el cierre de Langosta, cobra todo su peso el aliento de profecía bíblica, con esa “nube extranjera y perseguida, una bandada migrante sin rumbo” que planea kilómetros y kilómetros hasta tapar el sol. La transformación final es así una extraordinaria disolución en lo colectivo.
Langosta
Por Yaki Setton
Bajo La Luna
78 páginas, $ 4500