Reseña: La muerte y la primavera, de Mercè Rodoreda
“La carne de caballo, decían, nos reforzaba la sangre. Nos la comíamos de muchas maneras: a menudo cruda…”, cuenta el narrador de La muerte y la primavera, novela de la catalana Mercè Rodoreda (1908-1983). Este narrador es un muchacho que, cuando inicia su relato, tiene catorce años y va describiendo el pueblo en el que vive.
Se trata de un pueblo situado en un lugar y un tiempo indeterminados, al pie de una montaña que “caía como un precipicio […] y lo amenazaba y lo protegía”. Hay un río que pasa por debajo del pueblo y, en un rito de iniciación, los hombres deben cruzarlo a nado y a veces salen muertos o sin cara. Hay un bosque de los muertos donde a cada habitante se le ha asignado un árbol que será su tumba luego de que le rellenen el cuerpo de cemento. Hay una fuente de la cual brotan gusanos. Un hombre del garrote en una cueva, ya viejo, que antes luchaba todos los días contra un chico del pueblo. Un preso en una jaula, en la plaza del pueblo, condenado a no ser persona.
Esta comarca dark o neogótica mantiene su magnética verosimilitud gracias a una lógica interna articulada por un fulgurante lenguaje poético –pleno de imágenes certeras– y a una equilibrada distribución de las sombrías normas que rigen su mundo. Rodoreda, autora de la celebrada La plaza del Diamante, no incurre en el frío mecanismo de ciertas ficciones similares, sino que le insufla una fuerza emocional capaz de dotarla de la naturalidad de las cosas cotidianas. Sin duda, Frazer podría haber seleccionado algunas de las extrañas costumbres de ese pueblo para su clásico La rama dorada.
Al comienzo de la novela el narrador es testigo del suicidio de su padre y más adelante tiene una hija con su madrastra. Estos dos hechos influyen decisivamente en la oscura atmósfera psíquica de una historia cuyos personajes carecen de nombres propios e incluyen a un misterioso señor que vive arriba de la montaña.
Rodoreda escribió la novela en los primeros años de la década de 1960, pero la obra quedó inacabada y originalmente fue publicada de manera póstuma en 1986. Muy bien se la podría emparentar con el realismo mágico de un Juan Rulfo o de Elena Garro. En su excelente posfacio, Mariana Enriquez la vincula con el mito de Perséfone, aporta pertinentes datos biográficos de la autora y concluye que para este texto indescifrable no existen rótulos suficientes que puedan definirlo.
Es cierto. La muerte y la primavera no puede ser reducida a algún tipo de alegoría ni tampoco puede ser domesticada mediante un simbolismo mediocre; en cada frase respira una violenta libertad que va más allá del argumento y sus posibles interpretaciones. Su textura literaria, más que entenderse, debe ser sentida.
La muerte y la primavera
Por Mercè Rodoreda
Club Editor. Trad.: Eduardo Jordá
222 páginas, $2500