Reseña: La ley primera, de Damián Huergo
Un hermano, bajo la lente singular de la primera persona
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Existe un axioma en literatura que dice, sencilla y contundentemente, que la primera persona está por algo. Parece una perogrullada, pero no lo es: significa que detrás de una voz hay un cuerpo y una vida que excede por mucho la sola peripecia –la urgencia de la narración misma– o que debería hacerlo. Y que por más que esa primera persona mencione a otro infinitas veces o le dedique todo su tiempo, incluso un libro, en verdad es su propia historia la que se está narrando, a veces incluso relegada o absorbida.
Hay en La ley primera, novela de Damián Huergo (Longchamps, 1983), un modo de la intensidad narrativa que ilustra con lucidez y constancia esa premisa. Que en sus páginas aparezca un tal Huergo, que se cuele el término autoficción y que todo parezca coincidir en mayor o menor medida con la realidad solo sirve en este sentido para el anecdotario o la charla de sobremesa. Lo que importa, en la manera en que su narrador-protagonista cuenta la vida de su hermano mayor, víctima este último de los estragos de la cocaína y sus adyacencias, es el ejercicio pleno de subjetividad en el que los actos nunca están desnudos. El drama que, no diluido pero sí interpretado, elige la sombra o el eco por sobre la mera sustancia.
Sin eufemismos, prescindiendo de golpes de efecto y sensiblerías gratuitas –Sebastián, el hermano mayor, es sobre todo una ausencia–, La ley primera triunfa desde la rigurosidad de su perspectiva: logra conmover desde la representación, desde los ojos de ese narrador para el que todo, como sucede en las buenas novelas, es parte de una única e indivisible historia.
La ley primera
Por Damián Huergo
Tusquets
151 páginas, $ 3300