Reseña: Katie, de Michael McDowell
Quizá porque las novedades formales escasean en los diversos territorios del arte, vivimos tiempos de una especificidad desconcertante. Ya no se trata de géneros o subgéneros, ni tan solo de híbridos, sino de pequeñas modulaciones, asteriscos a los que se les pretende subir la nota y teñir de un carácter insular que están lejos de exigir. Con todo, bautizar algo es –como se sabe– darle existencia; es así que, bajo esa enorme carpa que apadrina lo que antiguamente nos conformábamos con denominar “terror”, y que a lo sumo daba lugar a algún subtítulo o coprotagonista, hoy conviven a los codazos –particularmente en el cine– el terror paranormal, el slasher, el folk horror, el terror con animales, el found foutage, rape and revenge… una lista casi interminable en la que hay que incluir, claro, el gore, una de sus denominaciones más promocionadas. ¿En qué consiste? Purismos aparte: en el exceso de violencia, lo que suele decantar en colosales derramamientos de sangre. Es probable que los fanáticos del subgénero no se sientan decepcionados con Katie, la novela de Michael McDowell (1950-1999), el autor de la muy leída Los elementales.
En literatura, algunos de los hitos más reconocidos del gore son La fábrica de avispas, de Iain Banks, o El arte más íntimo, de Poppy Z. Brite; incluso están quienes reclaman para el género una novela como American Psycho, de Bret Easton Ellis (lo que implicaría reducirla a un par de condimentos básicos). Son denominaciones, apenas, pero que no ocultan una verdad: consciente de que casi nunca puede estar a la altura de sus promesas, o que solo lo logrará durante un breve tiempo, el terror trabaja sobre la sugestión, sobre la posibilidad, sobre lo que no termina de ser. Basta con leer a Stephen King, a Mariana Enriquez, a Diego Muzzio, al mismo Poe, para comprenderlo de manera sencilla y abrumadora.
McDowell, guionista temprano de Tim Burton cuenta la historia de una asesina precoz que se obsesiona con una de sus primeras víctimas, a la que en principio le roba –a ella y sus padres– toda su fortuna.
Aunque se aceptaran las características extremas del gore, no hay modo de justificar que el resto de la narración carezca de grises; es decir, que lo grotesco se traslade a todos sus componentes: gran parte de las acciones son caprichosas, incluidas las inverosímiles casualidades o coincidencias.
El narrador de Katie pasa de un subrayado melodramático a otro, sin la coartada redentora de la autoparodia; por último, la unidimensionalidad de todos los personajes –blancos o negros– exige una ingenuidad que ni siquiera pone a salvo el espacio íntimo de la lectura. Quizá sean, al fin y al cabo, los insalvables riesgos contemporáneos de la especificidad que se nombró al principio.
Katie
Por Michael McDowell
La Bestia Equilátera. Trad.: Teresa Arijón
378 páginas, $ 19.200