Reseña: Infancia en Mataderos, de Claudio Zeiger
Cerrar los ojos para ver un espacio de otra forma, satinar recuerdos desde una perspectiva ficcional, pensar determinados personajes en otra dimensión: todas esas estrategias son puestas en juego por Claudio Zeiger (Buenos Aires, 1964) en Infancia en Mataderos a partir del relato de la muerte del narrador.
“Todos somos protagonistas de una escena que nos obsesiona para siempre, nos hace girar en el aire y ya a punto de caer, nos lanza hacia el futuro inaudito”. La frase representa el espíritu de la primera parte de la novela: recuerdos de un chico que se percibe solo por la poca atención y, a la vez, por sentirse único, un prodigio que le imprime la curiosidad por la lectura.
Entremedio, se emplaza el registro casi documental del barrio de Mataderos en los años setenta, y su frondosa historia, y en el centro, un hospital desaparecido, el Salaberry. Esa ausencia encabalga la segunda parte del recorrido. El duelo, que nunca termina y adquiere formas inusitadas, se desplaza hacia una deuda: escribir sobre la madre, como ofrenda pendiente. Por último, el protagonista se sitúa en un mapa de efervescencias: al costado de su origen, en el límite con la General Paz, y más allá de su infancia, con nuevos vínculos.
Zeiger –autor de Los inmortales y Verano interminable– propone una singular historia de iniciación y de clausura, un voto de silencio y de distancia sin conducencia donde, en sus palabras, la infancia “solo sirve para que más adelante la destruyamos con encarnizado fervor, con furia palpitante y salvaje, sin miramientos, en nombre de lo real.”
Infancia en Mataderos
Por Claudio Zeiger
Emecé
152 páginas, $ 4000