Reseña: El Rey y el filósofo, de Daniel Guebel
Delicias de un aplazamiento infinito
Al analizar la correspondencia entre Kafka y sus ocasionales destinatarios, Gilles Deleuze y Felix Guattari sostienen que, más allá del contenido de las misivas, las cartas funcionan en el autor checo como una suerte de motor narrativo. El desplazamiento real, el encuentro real entre los seres, permanece así fantasmático y dilatado ad eternum. Algo de esto se percibe en El Rey y el filósofo, la nueva novela de Daniel Guebel (Buenos Aires, 1956), concebida plenamente desde la escritura diferida de cartas y la privacidad de diarios personales.
Fiel a sus gustos exóticos y anacrónicos, las cartas que concibe Guebel en esta ocasión recorren los pasillos del Palacio de Versalles en la Francia de Luis XIV. El filósofo alemán Leibniz arriba al castillo en una misión diplomática que demora en explicitarse unas cien páginas: persuadir a Su Majestad de que invada Egipto. Y no es, claro, lo único que se demora. El encuentro entre el alemán y el Rey se dilata puesto que el desplazamiento y la circulación (de rumores, de conjeturas, de mensajes oficiales y clandestinos, de cartas) es, por lo menos hasta la mitad del texto, la condición de posibilidad de la novela misma.
El propio autor sostiene, de hecho, en una entrevista concedida a la revista virtual El diletante, que la novela construye su particular espacio narrativo a través del continuo vaivén de chismes, versiones y reversiones, argumentos y contraargumentos, ocultamientos y revelaciones hasta que, en la segunda parte, surge la voz desbordada de Luis XIV, que intenta apropiarse de todo aquello.
Gracias al aplazamiento surgen otros encuentros y otras conversaciones en El Rey y el filósofo. El aroma del opio contamina las recámaras y pasillos y predispone a las contemplaciones filosóficas, a las elucubraciones, al discurrir de los monólogos, a las pláticas, a la escritura barroca, que deja entrever, en definitiva, la vida palaciega, sus excesos de etiqueta, sus intrigas y delirios, sus enredos de alcoba, su cotidianeidad afectada.
El humor de Guebel entrecruza las fórmulas protocolares con los arrebatos más prosaicos. La existencia en Versalles parecería ser, para decirlo con aquella frase de Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres, “solemne como pedo de inglés”.
Desinteresado de toda estructura previa, de cualquier recetario de género, es la escritura misma (de las cartas, de los diarios) la que configura, entreteje y propulsa la “trama” de la novela, como las mónadas –para utilizar el concepto de Leibniz– que se propagan, virtualmente, hasta el infinito.
No resulta muy difícil, así, aventurar una imagen: la de Guebel, risueño, narcotizado por los efectos de su propia escritura, que emana, como los mensajes imperiales kafkianos, el parsimonioso aroma del infinito aplazamiento.
El Rey el filósofo
Por Daniel Guebel
Random House
320 páginas, $ 5999