Reseña: El pasajero y Stella Maris, de Cormac McCarthy
Las dos últimas novelas del autor de La carretera, publicadas en un solo libro, confirman que el vigor de su prosa se mantiene intacto
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Lo más importante de la obra de Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) se compone de una docena de novelas que, publicadas a partir de 1965, cuando debutó con El guardián del vergel, lo convirtieron, de a poco, en un cuerpo celeste inexorable en el universo literario. Fuera de cálculo tras casi dos décadas de aparente mutismo, El pasajero y Stella Maris, las últimas piezas, aparecieron juntas en 2022. Pero para entender la existencia de estos eslabones finales es necesario volver al principio.
Por su voz y su lenguaje, sus temas, la ductilidad de su estilo e incluso su tan imprevisto como notable éxito comercial, popularizado mundialmente por No es país para viejos y La carretera, novelas que lograron transformarse en grandes películas de Hollywood, McCarthy se consolidó durante su madurez como una especie de discreto campo gravitatorio del que hoy casi no puede escapar ninguna partícula de calidad y prestigio. Premio Pulitzer, Premio Nacional del Libro, Premio PEN y candidato cíclico al Nobel, en este punto de su trayectoria McCarthy ya es, al igual que apenas un par de compatriotas estadounidenses suyos como Don DeLillo o Thomas Pynchon, poco menos que un monumento vivo de la prosa inglesa con residencia estable en el excéntrico Santa Fe Institute, en Nuevo México, donde escribe rodeado de científicos.
Lo interesante es que, aun bajo condiciones de relativa impunidad que otros habrían aprovechado para malgastar en toda clase de caprichos, McCarthy nunca se permitió un libro menos exigente o interesante que los anteriores, entre los que todavía se destaca Meridiano de sangre, una sorprendente novela con visos teológicos sobre la violencia, el bien y el mal impregnada de detalles tan crudos que, tal como cuenta la anécdota, hace ya cuarenta años que los productores de cine intentan adaptarla a imágenes que alguien pueda tolerar.
En parte, esto es lo que El pasajero y Stella Maris, dos novelas independientes en lo formal pero unidas en una misma edición por sus tramas gemelas, confirman. Aunque en tonos menos terribles, McCarthy no concede ni suaviza sus propias expectativas en la página. Y el efecto de tal persistencia son historias que, escritas por un hombre de 89 años, resultan más sorprendentes y vigorosas que cualquier otra publicada por autores o autoras de menos de la mitad de su edad.
En primer lugar, El pasajero intercala la historia de Bobby Western, un buceador que extrae y repara objetos en aguas tan oscuras y peligrosas como sus empleadores estén dispuestos a pagar (quizás con “la secreta esperanza de morir en las profundidades para expiar todos sus pecados”, dirá uno de sus colegas), con la historia del Chico Talidomida, una voz de origen esquizofrénico que deambulará durante toda su vida por la mente de Alicia Western, la hermana menor de Bobby. Aunque el cruce de estas historias sólo tendrá pleno sentido cuando el lector llegue a Stella Maris, por su lado El pasajero encontrará un anclaje propio en un episodio enigmático: al recorrer los restos de un avión hundido en Nueva Orleans con nueve tripulantes muertos, Bobby descubre la inexplicable ausencia de la caja negra y también de un décimo pasajero.
A partir de ahí, su vida caerá en las fauces de lo que a veces parece una conspiración gubernamental y, otras, un delirio paranoico. De una u otra manera, las consecuencias de este enigma abrirán las compuertas a una marea tan pintoresca como fascinante de personajes y revelaciones, que van desde un travesti que reza “para formar parte del alma femenina” hasta el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, pasando por el hecho crucial de que el padre de Bobby y Alicia, colaborador de algunas de las más grandes mentes del siglo XX, trabajó durante la Segunda Guerra Mundial en los laboratorios militares de los Estados Unidos en lo profundo de Tennessee para convertirse en uno de los creadores de la bomba atómica. Este es el motivo, cuenta el narrador de El pasajero, por el que “Western era totalmente consciente de que debía su existencia a Adolf Hitler y que las fuerzas que habían puesto su turbulenta vida en el tapiz de la historia eran las de Auschwitz e Hiroshima, los acontecimientos hermanos que sellaron para siempre el destino de Occidente”.
Si el dominio sobre las vicisitudes de ese delicado artefacto narrativo llamado novela puede medirse en términos concretos, El pasajero demuestra que McCarthy sabe muy bien cómo presentarle al lector una voz capaz de observar el mundo como nadie más lo haría para que se haga posible contar cualquier cosa. “¿Por qué la lámpara del error siempre está protegida del viento?”, escuchará Bobby cuando ya sepamos que, antes de sobrevivir entre coloridos buscavidas, había sido un físico teórico destacado y también un audaz corredor de autos de carrera, aunque en el fondo de su alma, y entre discusiones sobre partículas elementales, mafiosos célebres y “horrores nucleares con un cierto toque estético”, sólo emerja una y otra vez la pregunta sobre aquel padre involucrado en el diseño de la muerte masiva que, además, le enseñó que “no había cielos estrellados antes de que el primer ser consciente y dotado de ojos los contemplara”.
Stella Maris, como colofón, nos permite oír las sesiones de Alicia, una matemática hermosa y genial, con su psiquiatra. Bajo el rayo del hombre que “evaporó el desierto”, ella también intenta encontrar razones para vivir. ¿Y cuál es su única certeza? Que necesita que sostengan su mano. Al fin y al cabo, “es lo que hacen las personas cuando están esperando el final de algo”.
El pasajero/Stella Maris
Cormac McCarthy
Random House
Trad: L. M. Fort
620 págs.
$ 8099