Reseña: El mamífero que ríe, de Gustavo Ferreyra
Hay en los libros de Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963) una doble hélice motora. La conciencia de sus personajes no para de discurrir arrastrada por una incontinencia que parece ocuparlo todo como una mancha voraz. Ese flujo tiene, de todas maneras, su contrapeso –incluso su fuente– en el cuerpo y sus pulsiones. Es lo que ocurre en la serie protagonizada por su personaje Piquito –que ya lleva tres novelas– y también en El mamífero que ríe, que subraya ya desde su título la aflicción contradictoria de lo humano.
El memorable Piquito era sociólogo. Ricardo, el protagonista del nuevo libro, es, en cambio, psicoanalista, una plataforma de observación que permite el vía libre a las frenéticas exploraciones expresionistas de Ferreyra. Porque el personaje alrededor del que orbita toda la trama no es un profesional contemplativo –como podría esperar un lector incauto–, sino uno de esos desbocados a los que los pacientes, a los que no le dedica mucho tiempo, pueden sacar de quicio o apenas provocarle indiferencia.
El realismo de Ferreyra –si de verdad puede hablarse de realismo– pasa por la deformación que la tromba verbal y sus ideas operan sobre la representación. Ricardo visita una colonia de lobos marinos y al cotejar en medio de la fetidez el bramido de los machos ante la presencia de algún otro macho sospechoso, concluye que la escena no resulta dantesca (eso sería metafísico), sino que, materiales, “los cuerpos vivos envueltos en su furia” simplemente “son”.
Ese descubrimiento es una vuelta de tuerca intelectual, pero sobre todo pragmática para que Ricardo le busque sentido al malestar absoluto que lo tiene en ascuas. “Hay que matar”, piensa simbólicamente, al recordar a Sartre. Su consigna es menos un camino de acción que una forma de oponerse a la realidad circundante. Separado de su mujer, busca relacionarse con sus hijos, a los que observa casi como un entomólogo. A la vez, parece ver “kukas” por todos lados, entre muchos supuestos virus que corroen su cotidianidad. También –un giro que parece parodiar esos amores que solo suceden en las telenovelas– se obsesiona hasta convencerse de estar enamorado de la chica que le limpia el estudio en el que vive. Algo similar sucede, paranoicamente, con una vecina. Algunos cabos quedan sueltos, como si quedara latente una continuación.
Hay pocos autores que puedan manejar los datos de la coyuntura social y política de hoy con tamaño sarcasmo iconoclasta. O que propongan delirios escabrosos –habituales en el imaginario de Ferreyra, aquí se resuelven en sueños– en que se fabula con una escena incestuosa o una historia erótica con la líder política a la que se aborrece. Ferreyra no es psicoanalista, pero sabe jugar como nadie a los dados literarios con el inconsciente del presente.
El mamífero que ríe
Por Gustavo Ferreyra
Godot
216 páginas, $ 27.999