Reseña: Desarmadero, de Eugenia Almeida
Contra lo que suele considerarse, los materiales básicos del género policial suelen tener un conflicto con lo real. En aras de un argumento redondo, las tramas suelen cerrarse sobre sí mismas con una eficacia que le debe todo a la ficción. Como sostenía Leonardo Sciascia: en el día a día, la mayoría de los casos se resuelven por casualidad o por el aporte de un soplón.
En Desarmadero, Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) incursiona en la novela criminal con una potencia sin soluciones: no hay estrictamente caso, tampoco enigma. En una ciudad innominada, desde el epicentro de un desarmadero de autos, Durruti, un pesado del bajomundo, maneja sus “negocios” con el ojo puesto en que la estructura –siempre frágil– no se desbande. Hay secuaces cercanos, un hermano menor y también cotidianeidad. Pero Desarmadero –el título no es inocente– va más allá de las turbios asuntos de esos personajes. Por medio de capítulos breves, de prosa acerada y diálogos como ráfagas, la historia va deslizándose hacia el poder político, un giro –obvio tal vez, pero complejo– que Almeida resuelve de manera convincente.
En su tromba de violencia y de entropía, la novela recuerda a Cosecha roja, aquel clásico de Hammett sembrado de cadáveres. Pero no hay homenajes. La forma del abismo de Desarmadero –respondiendo al epígrafe del poeta Roberto Juarroz– es bien argentina y contemporánea.
Desarmadero
Por Eugenia Almeida
Edhasa
232 páginas, $ 3450