Reseña: Cuerpo velado, de Luis Gusmán
“He visto calles enteras sumidas en la prostitución. He visto la muerte”. Hay un narrador que declara que ha salido (no dice de dónde) y que ha caminado por el barrio judío: una funeraria, ataúdes blancos, prostitutas, flores artificiales, el templo. Un cortejo de enfermos, por si faltaba algo para garantizar un escenario esperpéntico. Pero asordinado, tal vez porque es la víspera del Día de los Muertos, y en ese barrio no reina, por cierto, la algarabía con que la muerte es celebrada en México, con calaveras de azúcar y fuegos de artificio. Ahí pesa el clima ominoso que agobia a un porteño trasnochado, en un paisaje donde Ambrose Bierce parecería cruzarse con una suerte de Octave Mirbeau trasplantado a Almagro.
Ese implacable tramo inicial de Cuerpo velado, la tercera novela con que un muy joven Luis Gusmán procuró, en 1978, esquivar la censura que un par de años antes se había ensañado con El frasquito, su celebrado debut, varias veces reeditado.
Todavía no había asomado La música de Frankie; tampoco Villa, Hotel Edén ni Tennessee, títulos –solo algunos– de la abundante producción de uno de los artífices centrales de la narrativa local. Con un sustancioso prólogo de Esther Cross y en una cuidada edición cuasi artesanal, ahora vuelve a asomar este otro relato breve, inocultablemente pautado por los desgarramientos necrófilos de la última dictadura; en esa atmósfera despuntan voces: una cierta coralidad para un relato entrecortado (por ahí se cuela algún chispazo de la comunidad penitenciaria kafkiana) que deja entrever muertes extrañas.
Se suceden peregrinaciones de “venéreos” y sucesos que aluden a una realidad enmascarada, deliberadamente “enrarecida”, según el propio autor, para zafar de la censura del momento. El enunciado mismo de “cuerpos velados” invoca su antítesis, esto es, la corporeidad de desaparecidos que nunca fueron velados. Desde “Velos”, el primer capítulo, hasta el final, el relato recorre una iconografía que registra ataúdes, un revólver escondido en un altar, la sombra de un padre o la de un hermano muerto –tópicos frecuentes en Gusmán–, el velatorio “teatral” del ídolo bandoneonista (presumiblemente Aníbal Troilo quien, en la realidad, había muerto en esos días) y una angustia sostenida del narrador que borra toda esperanza de amar, como piadosamente invocaba Discépolo al final de una estrofa.
“Nunca sabremos cómo un libro viaja del pasado al presente”, sostenía Gusmán hace un par de años, cuando le otorgaron una distinción, la Rosa de Cobre; la reedición de Cuerpo velado, áspera peripecia gestada en épocas oscuras, revela algo de ese viaje, la perspectiva del horror a casi medio siglo de distancia, en un aquelarre ficcional de cuerpos y de muerte.
Cuerpo velado
Luis Gusmán
Ninguna Orilla
123 páginas
$ 21.600