Reseña: Avellaneda profana, de Luis Gusmán
La autobiografía de un escritor como lector implica el desplazamiento de una instancia, que suele iniciarse con los relatos orales o la lectura en voz alta de otros en los comienzos de la vida y pasa a ese futuro que termina por asemejarse a un destino: es el escritor, entonces, que reconstruye –¿construye?– su mito de origen.
Parafraseando a Juan José Saer, se podría decir que ese país natal de la infancia no hace más que ensancharse. Es así que el lector le deja espacio, acompaña, realimenta a ese otro que desarrolla una obra, que en cierto modo la escribe como si leyera.
Como suele ocurrir en la colección Lector&s, del sello Ampersand, Luis Gusmán –cuyo presente lo encuentra en uno de sus períodos más prolíficos y brillantes– es en esta ocasión quien revisa su historia como lector, es decir la historia de una metamorfosis.
Pero Avellaneda profana extrema el rastreo de las raíces de la propia escritura; mucho antes que una mémoire bibliófila, se trata de la recuperación de un núcleo expansivo: no un origen sino muchos, pero casi todos ellos enraizados en ese lugar –Avellaneda– que se halla pegado a la Capital y que sin embargo reclama orgullosamente para sí la autonomía casi de una república.
Habría que encuadrar lo “profano” del título, como es lógico, oponiéndolo en principio a lo sagrado. No obstante, el propio Gusmán elige situarlo en otro espacio, amparado en la etimología del término: lo que está fuera del templo. “A veces es necesario estar afuera, irse para poder escribir”, propone, casi en el cierre de su autorretrato, y luego: “Yo nunca me despedí de Avellaneda, pero puedo decir que me fui leyendo”. La frase admite más de una exégesis, y en todo caso no hace más que subrayar esa transición, que desde luego dura toda una vida.
En la de Gusmán aparecen, allá en los comienzos, los libros, sí –Las aventuras de Pinocho; Caperucita roja en la versión de Perrault; las novelas de Salgari–, pero también las historietas, y sobre todo, el tango, con su imaginario, su intensidad, sus letras. “Las letras de tango fueron mi primera biblioteca”, apunta Gusmán, y deja ya escapar la intuición del escritor, la noción del oficio y de su raigambre poética cuando insiste: “El tango era una lengua que había que descifrar”.
Avellaneda profana es en cierto modo la historia de sus lecturas –Dostoievski, Thomas Wolfe, Salinger, Borges, Gombrowicz, Graham Greene–, pero también lo es de sus amistades (Osvaldo Lamborghini, Jorge Jinkis, Eduardo Grüner, Luis Chitarroni, Ricardo Piglia, Augusto Roa Bastos). Esas que acompañan al escritor en sus devaneos, en su evolución, en sus triunfos y derrotas, pero que no pueden evitar que al final siempre esté solo, a lo sumo con la magnética compañía de sus lecturas.
Avellaneda profana
Por Luis Gusmán
Ampersand
218 páginas, $ 1200