Redentores. El pasado, aun presente, de la batalla cultural
La idea de “lucha” aplicada a la cultura y la de “guerra” a la política supone adoptar un lenguaje bélico que puede desembocar en tragedia, como enseña la historia
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Pensar la política en términos de guerra y batalla cultural, como ocurre hoy en el país, dista de ser una novedad en la historia argentina. Cuando en junio de 1966 se produjo el golpe militar de Juan Carlos Onganía contra la presidencia de Arturo Illia, no había organizaciones políticas relevantes que promoviesen la lucha armada. La abrumadora mayoría del “campo popular” –partidos, sindicatos, centros de estudiantes, organizaciones sociales y sectores medios– eran ajenas a la idea de una violencia redentora. El peronismo había participado de las elecciones parlamentarias del año anterior y ni comunistas, ni socialistas ni radicales adherían a la violencia organizada. Había, sí, atentados aislados atribuidos a la “resistencia peronista”; pero el único intento guerrillero que había tenido lugar hasta entonces durante esa década –el del EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo), en Salta durante 1964– había sido disipado por medios constitucionales por el gobierno de Illia.
En el movimiento estudiantil, el reformismo era prácticamente hegemónico. Los centros de estudiantes no planteaban una revolución violenta sino la defensa de los ideales de la Reforma Universitaria de 1918 y reformas sociales pacíficas. En contraste, las Fuerzas Armadas ya consideraban que el país estaba en pie de guerra.
Para “tiempos de guerra”
En agosto de 1948, el diputado nacional por el radicalismo Ernesto Sanmartino fue expulsado de la Cámara como consecuencia de un discurso que el oficialismo consideró agraviante. La reacción radical fue abstenerse de concurrir a los cuerpos legislativos hasta tanto el comité nacional partidario decidiera la actitud a seguir. Así, el bloque peronista en la Cámara de Diputados de la Nación aprobó en solitario –sin despacho de comisión ni debate previo– la ley 13.234 de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra. Esta norma otorgaba facultades judiciales al Poder Ejecutivo y facilitaba la participación de los militares en la represión interna.
La ley fue aplicada por primera vez contra los obreros ferroviarios en la huelga de enero de 1951. El decreto presidencial 1473/51 dispuso que todos los varones o mujeres empleados u obreros ferroviarios debían prestar servicio y realizar su trabajo bajo el mando de un militar. El presidente, Juan Domingo Perón, fue explícito: quien no vaya a trabajar “tendrá que ser procesado e irá a los cuarteles” y se le aplicaría “el código de justicia militar”.
Durante la presidencia del general Pedro Eugenio Aramburu el intervencionismo militar en la represión interna se profundizó. En marzo de 1958, a raíz de la huelga de los empleados bancarios, alrededor de 2500 trabajadores fueron detenidos por el Ejército y alojados en unidades militares.
Al año siguiente, sobre la base de la ley aprobada por Perón, el presidente Arturo Frondizi aplicó el Plan Conintes (Conmoción Interna del Estado): fueron célebres las imágenes de los tanques del Ejército rodeando el frigorífico Lisandro de la Torre, tomado por sus empleados. El tipo de represión ejercida a los ferroviarios por Perón, a los bancarios por Aramburu y a trabajadores de la carne por Frondizi anticipó un nuevo uso del concepto de guerra.
En 1960, las Fuerzas Armadas adoptan la doctrina de guerra interna (al calor de la influencia de la contrainsurgencia francesa en Argelia). A partir de allí se registra un esfuerzo didáctico por enseñar a la sociedad que el país vivía en un estado de guerra. Esto se reflejó, especialmente, en los discursos públicos de los comandantes del Ejército. El comandante de la IV División de Ejército –con base en Córdoba– señalaba en el mes de julio: “Las Fuerzas Armadas están en guerra (…) Desgraciadamente, existen todavía muchos argentinos que se niegan a vivir esta realidad, con lo que cooperan inconscientemente con la acción de infiltración del enemigo. Pero repito, para las Fuerzas Armadas, con o sin apoyo, la lucha contra el comunismo es a muerte. No hay transacciones ni treguas”.
Ciertamente, se trataba de una definición muy amplia del enemigo, dado que se extendía a la “cooperación inconsciente” de la sociedad. En diciembre, el general Mario Artuso, comandante de la II División de Ejército con base en Paraná, insistía: “Nuestro país está en guerra. El enemigo se encuentra activo y trata de imponer doctrinas foráneas, y por una acción psicológica y de falsos espejismos, pretende alterar el alma de nuestro pueblo”.
En ausencia de ejércitos beligerantes y enemigos armados, la guerra se libraba contra ideas “foráneas”, convicción grata también al nacionalismo antiliberal.
Sin embargo, la Argentina de principios de la década del 60 contaba con una de las izquierdas más pacíficas del continente, y con un gobierno que había accedido al poder con el apoyo electoral de Perón. En los años siguientes, la influencia francesa cedió paso a la norteamericana. Un primer indicador fue la realización en Buenos Aires, durante octubre de 1961, del Primer Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria, que contó con la participación de oficiales de 14 países del continente
En 1965 el general Onganía explicitó –junto al dictador brasileño Humberto Castelo Branco– la doctrina de las fronteras ideológicas: la defensa de cada país ya no estaba definida solo por fronteras territoriales o geográficas sino por fronteras constituidas por valores, ideas y representaciones. La guerra tenía entonces como contendiente a las “ideologías exóticas” que se infiltraban, incluso, en las instituciones de la democracia liberal, tornando legítimo el golpismo militar.
El golpe de junio de 1966 prohibió los partidos políticos y promulgó el decreto ley de Defensa Nacional 16.970, que coronaba la simbiosis entre fronteras ideológicas, seguridad interna y defensa nacional. Esta tríada constituiría la clave de la doctrina de la seguridad nacional. Durante el trienio 1968-70, el Ejército publicó Operaciones Sicológicas, Operaciones contra Fuerzas Irregulares, y Operaciones contra la Subversión Urbana. El volumen 3 de la segunda de estas obras reafirmaba el triple carácter de la guerra: ideológica, integral y permanente. Era integral porque las huelgas, actos públicos, manifestaciones e incluso actos de resistencia pasiva son consideradas “técnicas de la guerra revolucionaria”. Era permanente porque aún cuando no hubiese “operaciones militares ni disturbios políticos (…) Se trata sólo de un cambio táctico en el desarrollo de la guerra”.
Como se ve, años antes del Cordobazo y del surgimiento de las grandes organizaciones armadas –ERP y Montoneros– las Fuerzas Armadas se concebían en guerra. Esto permitía legitimar la presencia de los militares en la política, en consonancia con un contexto internacional marcado por la Guerra Fría.
La guerra revolucionaria
El golpe de Onganía fue el catalizador que convirtió, parcialmente, la profecía en realidad. Clausurados todos los canales de expresión político-institucional, se forjaron las condiciones favorables al discurso de lucha armada promovido por Ernesto Guevara y legitimado desde Cuba a través de las Conferencias de La Habana.
En 1970, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) organizó un brazo militar: el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Fundamentaba su creación en que se había iniciado en el país un proceso de guerra revolucionaria y que las Fuerzas Armadas del régimen solo podían ser derrotadas con un ejército revolucionario obrero y popular. Fue el tránsito del trotskismo al guevarismo.
En paralelo, nació la organización Montoneros, cuya primera acción pública fue el asesinato, ese mismo año, del general Aramburu. Perón, exiliado en Madrid, alentó el camino emprendido. En un mensaje grabado –escuchado en el Congreso de la Federación Nacional de Estudiantes, en Rosario– sostenía: “Yo tengo una fe absoluta en nuestros muchachos que han aprendido a morir por sus ideales (…) La guerra revolucionaria en que están empeñados impone una conducta”. Pronto, dos nuevas estrofas se añadieron a la marcha peronista: “Si ayer fue la Resistencia, hoy Montoneros y FAR; y mañana el pueblo entero en la guerra popular”. Y para concluir: “Con el fusil en la mano, y Evita en el corazón, Montoneros Patria o Muerte, para la liberación”.
En suma, la idea de “batalla” aplicada a la cultura, y la de “guerra” a la política, fueron el prólogo de una tragedia cuyas marcas forman parte de nuestro pasado. Un pasado que, de algún modo, parece seguir formando parte del presente.
Doctor en Historia; director de la Maestría en Partidos Políticos de la Universidad Nacional de Córdoba