¿Qué busca Lula al acercarse a Pekín?
Los gestos del presidente brasileño hacia China y Rusia no alcanzan para ver un cambio en las alianzas del país vecino
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A principios del siglo XX, Brasil comenzó un giro trascendental en su relación con el mundo: dejó de privilegiar sus vínculos con el Reino Unido para potenciarlos con Estados Unidos. Todavía era temprano, pero hubo quienes avizoraron el lento pero inevitable traspaso de la hegemonía mundial de Londres a Washington. De la mano del gran canciller Rio Branco, Brasil lo percibió; la Argentina, no.
Nosotros preferimos no alterar una relación especial con el Reino Unido, que, en menos de medio siglo, nos había convertido en una potencia mundial: hasta 1920 el producto bruto de la Argentina casi equivalía al de Brasil Uruguay, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile… y Brasil, todos juntos, sumados. Hoy, somos la cuarta parte solo del de Brasil.
A diferencia de Brasil, atravesamos las dos guerras mundiales sin obtener ventajas, mientras nuestros vecinos, que enviaron tropas, emergieron de la última convertidos en el país más poderoso de América Latina. Nosotros decidimos no combatir con las armas ni al fascismo ni al nazismo y les declaramos la guerra faltando nada para que se rindieran. El mundo, entonces, se reorganizó reconociendo a Brasil una posición muy superior a la nuestra, rayana en la marginación. La alianza de nuestro gran vecino resultó enormemente más productiva que nuestro lento languidecer con la corona británica. En la Guerra Fría se repitió el fenómeno.
Viene a cuento porque las recientes maniobras internacionales de Lula lo evidencian claramente favorable a posiciones rusas y chinas, con críticas muy fuertes a Estados Unidos. Mucha gente se pregunta qué pasa; ¿está otra vez Brasil avizorando un cambio de guardia en la hegemonía mundial?
Para cualquiera medianamente informado resulta evidente que, desde hace años, China viene ofreciendo comercio, inversiones y financiación en términos mucho más atractivos que Washington. Pero de allí a explicar un cambio de alianzas de Brasil con Estados Unidos faltaría un trecho muy grande a recorrer. Lula no es un político eufóricamente encandilado hacia la progresía de izquierda: lleva décadas como gremialista, por lo que en materia de poder ha desarrollado un olfato muy superior a eso.
Otros piensan que se trata de una verónica para que Washington les preste más atención y subirles el precio. Es verdad que desde el fin de la Segunda Guerra América Latina es el gran olvidado por Washington. De hecho, en más de medio siglo solamente la brevísima Alianza para el Progreso pareció mostrar algún interés serio por colaborar en nuestro desarrollo, pero duró solo hasta que allá se asesinó a Kennedy y aquí se destituyó a Frondizi. Años después, la propuesta del ALCA resultó inaceptable para la Argentina, Brasil y México (que cerró un acuerdo por separado) y después Estados Unidos retornó a la indiferencia del patio trasero. Todos la padecemos, pero de allí a concluir que Lula está emulando al barón de Rio Branco con una pirueta copernicana que estaría justificada por el desinterés norteamericano media una suposición demasiado aventurada.
Las comparaciones nunca son perfectas e Itamaraty no practica la ingenuidad: las relaciones exteriores no se componen solamente de créditos y comercio ventajosamente ofrecidos. Cuando Brasil optó por una relación privilegiada con Estados Unidos, este efectivamente prometía ventajas materiales. Pero para consumar esa maniobra diplomática nuestro vecino no se vio obligado a contradecir sus principios democráticos, los valores orgullosamente americanos o sus responsabilidades estratégicas. Como el nuestro y los de toda la región, su sistema institucional y su Constitución eran un calco de los de Estados Unidos, sabiamente adaptados a nuestra identidad nacional, indiscutida heredera del mundo occidental europeo. Hace un siglo, para pasar de Londres a Washington, Brasil no tuvo que abandonar ninguno de esos valores, lo que le hizo mucho más fácil el gambito.
A pesar de su pobre política exterior para con América Latina, Estados Unidos continúa siendo referente de un soft power, de un modelo de vida pública, que ha superado con éxito a los desafíos del anarquismo, del socialismo, del fascismo, del nazismo y del marxismo, a los que derrotó uno por uno y goza al día de hoy de una salud sin competencia importante.
En política exterior eso cuenta. Hoy en día nadie huye de la Florida, de Recife o Buenos Aires para refugiarse en La Habana, Pekín o Moscú. Más bien sucede al revés. Recientes estudios informan que Rusia y China son países con crecientes porcentajes de habitantes que huyen. De Cuba ni hablemos. Y del mundo islámico, las dramáticas oleadas de refugiados apuntan a Italia y otros países europeos, que practican una forma de vida occidental muy distinta a la de las comunidades de las que escapan despavoridos. Ninguno pide ir a Moscú o Pekín.
A un argentino de a pie como este firmante puede no gustarle lo que está haciendo Brasil y puede que nunca sepamos cuáles fueron las intenciones de Lula con estas piruetas diplomáticas. Pero si en algo acabaran sirviendo para despertar a la opaca diplomacia norteamericana en la región y se sentara con América Latina para concertar, en serio, laboriosos emprendimientos que nos permitan el desarrollo al que aspiramos, trabajando de veras sin necesidad de mendigar lastimeramente al Fondo Monetario, quizá esta sorpresa preocupante termine entreabriendo alguna expectativa que tanto nos hace falta.
(*) ex vicecanciller de Guido Di Tella